Desconozco el proceso creativo de cualquier película, solo conozco su resultado final; de modo que evito decir que un film es acertado o fallido, me limito a comentar a partir de lo que veo y escucho. La idea inicial y su desarrollo, me son ajenas y solo tengo la referencia de esa forma final que es el todo al que reduzco el film (o cualquier otra creación que no sea propia). Durante su proceso, la obra creativa está abierta al cambio, puede que debido a necesidades e imprevistos que surgen o a modificaciones en las ideas previas. Incluso una obra se puede concebir como parte de una moda, de un estilo o de aquello que el público demanda —hay más variables y variantes. En cualquier caso, el desarrollo de la nada al todo se me escapa, a no ser que participe en él, y la única referencia real que tengo es su visionado. En ese instante, o después, sí puedo opinar sobre lo que veo (y escucho) en la pantalla y esto me lleva adonde quería llegar después de toda esta palabrería que podría haber dejado en el tintero. En definitiva, ignoro si Spencer (2021) es un film acertado o fallido, solo puedo asegurar que no me convence ni me atrae en ningún instante. Ni sus personajes ni el limbo temporal en el que Pablo Larraín los introduce para crear una historia sobre una mujer atrapada entre la pesadilla y el sueño de ser un fantasma. En esto, no difiere a otros personajes de su filmografía, pero aquí algo no funciona o no encaja igual de bien que en Tony Manero (2008), Neruda (2016) o Jackie (2017). “De más a menos”, es la impresión que me causa comparar los tres films de Larraín que encuentran su referencia y su excusa en tres figuras reales y populares en tres momentos puntuales de su existencia. Los tres asoman cuales fantasmas atrapados en espacios entre la ensoñación y la pesadilla, pero solo Diana Spencer (Kristen Stewart) parece sentir su condición espectral, la de alguien ajena a quien podría y querría ser. La princesa sufre y cree que es la única que sufre una condena que le impide ser. No sin razón, se siente vigilada y limitada por el servicio real, por la gente, por la reina y el resto de la familia real y por los fotógrafos de la prensa sensacionalista —profesionales del chismorreo que no asoman por ninguna parte, quizá porque aguardan ocultos, formando parte del terror de la realeza, que vive en su creencia de superioridad y de que la atención popular está puesta en ellos— de la que Diana es uno de sus blancos preferidos.
Como sus anteriores películas inspiradas en personajes reales, tampoco Spencer es una biopic, sino una fantasía o ensoñación de un personaje que escapa a la realidad en busca de la que le permita liberarse. Larraín insiste en este tipo de figura atrapada que se ve obligada a escapar de un entorno hostil, doloroso, cruel. El cineasta chileno realiza un film en el que encierra a Diana durante tres días navideños y, salvo los hijos y la doncella enamorada, la rodea de autómatas que parecen conducirse sin emociones, guiados por el protocolo y la tradición, que asoman ridículas, desfasadas e incluso asfixiantes para alguien a quien se la imponen —aunque inicialmente, la habría aceptado. Pero si en todo momento no he sentido conexión con las imágenes, más allá de estas me vino a la mente la doble certeza personal: que nunca he llegado a entender por qué llaman la atención popular figuras que ni suman ni restan, y que se ningunea a las que realizan trabajos o funciones que redundan en el beneficio de la sociedad que ayudan a evolucionar. Pensando en estas dos, se generó una tercera: que estos últimos son afortunados o se sentirán tocados por la fortuna, ya que están de suerte al lograr que la curiosidad agobiante de las masas y del sensacionalismo les dejen trabajar y vivir en paz. El circo y el negocio mediático arrastran a las masas de una imagen a otra, según cual venda más entre quienes las consumen sin límite, sin llegar a saciar su curiosidad o su proyección de deseos y carencias en el personaje de turno que acapara las portadas. La conclusión a la que me llevan estas tres certezas, que bien podrían ser falsedades para otras mentes, es que no vivimos en una sociedad que va a la deriva, eso sería fácil de corregir estableciendo cualquier rumbo, sino que formamos una sociedad que vive del cuento y en la superficialidad a la que concede sustancia máxima y donde se desentiende de cuestiones que, precisando mayor atención, caen en el olvido. Si no ¿cómo es posible que la vida privada y la pública de las personas hayan borrado los límites que las diferenciaba, y que ambas ya sean una y generen curiosidad mediática y morbo malsano, y tanta admiración como desprecio injustificados?
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