martes, 17 de mayo de 2022

Los fusiles (1963)


Igual que el resto de nuevos cines latinoamericanos de los años sesenta, del siglo XX, el cinema novo brasileño surge “natural” a la coyuntura social, cultural y política que se está desarrollando en su entorno —el éxito de la revolución cubana marca un momento clave en el devenir sociopolítico del resto de Latinoamérica, en su busca de liberarse del neocolonialismo y enfilar un desarrollo económico propio— y se hace fuerte en la búsqueda de una personalidad autóctona que no descarta las influencias externas —común a todas las cinematográficas latinoamericanas del momento era que muchos de sus cineastas habían estudiado cine en Roma o en París, entre otras capitales europeas como Praga, Moscú o Londres. Como la nouvelle vague, el underground estadounidense o la nueva ola checa, el cinema novo nace, crece y se desarrolla en la disparidad de sus cineastas: Nelson Pereira dos Santos, el precursor, Glauber Rocha, su máximo teórico y quizá el exponente más radical, y Ruy Guerra son los tres nombres más internacionales de un cine revolucionario cuya ruptura formal iba ligada a su compromiso, testimonio y denuncia, insistiendo en sacar a la luz el subdesarrollo de la realidad marginal apuntada en títulos clave como Vidas secas (1963), Deus e o diabo na terra do sol (1963) u Os Fuzis (1963), film este último que Guerra dedica a la memoria de su coguionista Miguel Torres, con quien ya había colaborado en la urbana Os cafajetes (1962). Común a los tres títulos arriba citados es su ubicación espacial, en el nordeste de Brasil, por entonces, posiblemente la zona más subdesarrollada del país; pero, desde una perspectiva cinematográfica, lo determinante son las personalidades y los estilos dispares de los tres cineastas, disparidad que apunta la riqueza del cine brasileño de la década de 1960.



La voz de un predicador se deja escuchar iracunda en la oscuridad en la que se inicia Os Fuzis, para abrirse a la luz y dejar que su prédica prosiga entre exclamaciones e imágenes de una tierra yerma, seca, solitaria, donde pasta un buey blanco, que la superstición pretende sagrado. El cuadrúpedo ignora las existencias humanas, que viven en la miseria que la cámara no tarda en observar, sin que la voz, que continuará asomando a lo largo del metraje, deje de sonar. Guerra sitúa la acción de su film en el Nordeste, en 1963, donde deja claro que las palabras del predicador no eliminan la pobreza, ni la hambruna ni la sequía, solo obligan a aceptarlas con resignación y en la esperanza de una mejora que no llega. Quienes llegan son los soldados, enviados para guardar el orden y proteger los intereses de los terratenientes, que temen una acción desesperada por parte de esas vidas campesinas que sufren una miseria extrema, tan extrema que se descubre a un padre y a una madre intentando vender a su hija de catorce años o a otro padre llevando en brazos el cadáver de su hijo, muerto víctima de la inanición. Si la presencia religiosa funciona de sedante, la de los militares apunta la violencia de estado: la represión armada simbolizada en los fusiles y que se desata en dos instante puntuales de Os Fuzis, aunque en el resto de metraje se encuentra en estado latente. Los cuatro militares o policías llegan al lugar para mantener el orden, en el caso de que haya algún intento de apoderarse del grano que el propietario acumula en el almacén y posteriormente envía en camiones a los centros donde se comercializará. Teme por sus intereses, y las fuerzas del sistema se encuentran ahí para defender los intereses de una minoría de terratenientes (que acumulan el grano). La escena del bar, donde Pedro, entre trago y trago, explica las características de sus fusiles, apunta amenaza y la afirmación a una pregunta no hecha: que está siempre presto para descargar su fusil sobre el campesino que encuentre fuerzas suficientes para levantarse contra el amo de las tierras. En este caso, no será un campesino quien se alce, sino Gaucho, un camionero y ex-militar, pero la suya es una lucha individual, por lo tanto estéril, aunque sirve para dejar constancia de la pasividad del oprimido y del uso de la violencia por parte del sistema que controla el país.




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