Sin temor y con toda la intencionalidad de señalar una realidad vivida en su país durante el régimen comunista de Enver Hoxha (que gobernó desde la conclusión de la II Guerra Mundial hasta su muerte, en 1985), el cineasta albanés Saimir Kumbaro realiza en La muerte del caballo (Vdekja e kalit, 1992) un viaje al corazón de la dictadura albanesa y su violencia de estado, centrándose en un personaje y en una situación concreta que individualiza la general que se vive durante los años previos a la caída del régimen comunista. Inicialmente, las imágenes de La muerte de un caballo muestran el centro militar donde el protagonista masculino monta el pura sangre que adiestra desde potrillo. La armonía del instante de comunión entre jinete y montura se rompe poco después, con la aparición del representante del Partido que ordena cerrar el cuartel porque se ha decidido llevar a cabo una limpieza de conspiradores. Es decir, aunque no haya conspiración, se presume y se busca su existencia para purgar a diestro y siniestro, como medida disuasoria y de control. Los presentes en la reunión comprenden lo aberrante del asunto, que implica la muerte de los caballos. Sin embargo, nadie expresa su disconformidad, ni siquiera el adiestrador equino e intelectual Agron Kurti (Timo Flloko), quien, tras levantarse para protestar, guarda silencio y la reunión concluye dejando un plazo de diez días para el cierre del centro de entrenamiento equino. Queda clara la disconformidad de Agron, aunque no es hasta que el veterinario determina que Divi, el pura sangre que ha criado, debe ser sacrificado cuando protesta y, consciente de la inutilidad de sus palabras, se ofrece para ser él quien lo mate. Quizá, entonces, ya piense en la posibilidad de contrariar las órdenes que incumple cuando entrega el caballo al pueblo gitano que vive en las inmediaciones del cuartel. A partir de este instante, los sucesos expuestos por Kumbaro señalan los pasos que sigue la dictadura para reprimir y destruir cualquier indicio de librepensamiento y de oposición.
Sin distinción ideológica, las dictaduras son estados policiales que controlan y limitan los movimientos de sus ciudadanos. Y la albanesa expuesta por Kumbaro en La muerte del caballo ejerce presión sobre sus oprimidos en todo momento y lugar, más allá de la presencia de sus fuerzas de control oficiales, cuando la coacción de estado u otros métodos de violencia institucionalizada no funcionan. Para hacer hincapié en ello, el cineasta se fija en Meri (Rajmonda Bulku), la mujer de Agron, cuando rechaza divorciarse y testificar contra su marido, una vez encarcelado este. Su negativa la convierte en víctima de un sistema que se las arregla para que la presión y represión la ejerza la familia, asustada por las consecuencias derivadas de su parentesco con el “traidor”. A menudo, la persecución se inicia con la figura del delator anónimo, fundamental para poner en marcha el proceso con el cual el estado da credibilidad a lo increíble, justificando así que cualquier puede conspirar en su contra. Esto pone en marcha su maquinaria y desata su terror sobre el individuo, desprotegido por las leyes, puesto que en una dictadura el Código no protege al ciudadano del estado, sino que permiten a este someter a aquel, por lo que resulta indiferente ser o no inocente; si el sistema lo señala culpable, lo es. Pero Kumbaro también aprovecha para insinuar que ningún estado se mantiene sin la complicidad de las personas, que o bien colaboran o miran hacia otro lado —lo cual no deja de ser la colaboración más limpia para las conciencias. Sin ellas nada podría, y sobre ellas emplea el terror o la seducción, premiando a quienes, como Estref (Niko Kanxheri), no dudan en denunciar a inocentes. Agron solo es un ejemplo de lo que sucede si no se acata el orden establecido sin rechistar, sin dudar, sin levantar la voz en un susurro, pues oídos indiscretos pueden estar escuchando y labios delatores acusando, aunque sea mediante cartas anónimas como la escrita por Estref —cuya imagen demócrata, una vez impuesta la democracia, choca con su posición dentro de la dictadura; lo que vendría a corroborar que son los mismos quienes están en el poder. La declaración del comandante (Fitim Makashi) durante la farsa de juicio al protagonista es lo único sincero del proceso. Sus palabras rompen su silencio, hablan del miedo y de la verdad, pero ya no teme, al aceptar la verdad interior a la exterior, lo que implica su arresto. En una dictadura, no hay ciudadanos. Hay sujetos a los que sujetar mediante normas, burocracia, represión y presión, como la que sufre Meri, que es un ejemplo de cómo el sistema emplea a la familia como herramienta de control y sometimiento, puesto que ni sus padres ni su hermana desean perder lo poco que les queda dentro de los márgenes establecidos.
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