Treinta años antes del rodaje de El sueño de una noche de verano (A Midsummer Night’s Dream, 1935), Max Reinhardt estrenaba su famosa puesta en escena de la comedia de William Shakespeare en Berlín. El éxito fue descomunal y, desde aquella, los aplausos y las críticas favorables se sucedieron por las diferentes ciudades y países donde exhibió su espectáculo, que llegó a Nueva York en 1927 y a California en 1934. La magnífica acogida de la obra teatral en su gira californiana fue una de las razones que William Dieterle expuso a los ejecutivos de la Warner para que produjesen una versión cinematográfica con Reinhardt al frente. Tras sus dudas iniciales, Jack Warner acabó cediendo. La posibilidad de contar con la fama de uno de los nombres más populares e importantes del panorama cultural mundial —cuyo nombre se uniría en el cartel promocional al de Shakespeare y Mendelssohn—, a ojos de alguien como Warner, desinteresado en la cultura, pero interesado en el negocio, significaba reclamo para el público y el prestigio del que su estudio carecía, un prestigio cinematográfico que lucían las glamorosas Paramount y MGM. El resultado fue la película Warner más cara hasta entonces, y la más diferente de cuantas habían salido de la factoría que había sonorizado el cine en Don Juan (Alan Crosland, 1926) y enseñado a hablar en El cantor de jazz (The Jazz Singer, Alan Crosland, 1927).
Sospecho que habría sido más inusual en su metraje de cuatro horas, que, por motivos comerciales, se redujeron a dos, duración que tampoco era acorde a la producción de la casa. En Burbank se producían largometrajes de entre sesenta y noventa minutos, la mayoría de temática urbana —en la que Darryl F. Zanuck había insistido durante su etapa al frente de las decisiones artísticas del estudio—, de narrativa rápida y contundente, como indican sus famosos films de gánsteres, o de situaciones mundanas como sus musicales. Por su alejamiento de la urbanidad retratada hasta entonces y por su estética onírico-expresionista, El sueño de una noche de verano es un film curioso donde los haya y, aunque nunca me ha llenado por completo —no me convencen ni su prólogo ni su epílogo atenienses, tampoco la compañía de cómicos cuyo humor histriónico sufro sin gracia, excepto en momentos junto al muro de su representación final—, me dejo llevar por su magia y disfruto la singularidad y la osadía del espectáculo visual desplegado por William Dieterle en su reencuentro con Reinhardt. El alumno, el cineasta, se encargaba de los aspectos cinematográficos, con los que su maestro, el escenógrafo para quien había trabajado durante cuatro años en Alemania, no estaba familiarizado y nunca llegaría a estarlo, puesto que su arte escénico difería del exigido por la cámara. El resultado del encuentro es irregular, pero los ballets de Bronislava Nijinska, la fantasía y su magia, la estética onírica —decorados de Anton Grot, vestuario de Max Rée y fotografía de Hal Mohr (y Ernest Haller, sin acreditar)—, la música de Felix Mendelssohn, dirigida por el también compositor (y artífice de futuras partituras Warner) Erich Wolfgang Korngold, que viajó de Viena a Hollywood por petición de Reinhardt, confieren a la película carácter único y esa belleza plástica que aún hoy llama su atención. El prólogo, quizá la parte menos lograda del film, sitúa la acción en una Atenas isabelina (Shakespeare) para, poco después, adentrase en un bosque feérico —escenario principal por donde deambulan hadas, elfos y duendes—, de mitología germánica (Reinhardt y Dieterle), que bien podría recorrer cualquier Sigfrido, pero que es transitado por un exagerado James Cagney, por un duende travieso con rasgos de Mickey Rooney y por una luminosa debutante llamada Olivia de Havilland —que asumía en el cine su papel en la obra teatral—, entre otros personajes hechizados y enamorados que no obedecen a la razón, ni se deben a ella, se deben al inexplicable y voluble hechizo del amor en una noche mágica y veraniega.
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