Han sido tantas las distopías y los futuros alternativos propuestas por cine y literatura que resulta complicado recordar todas las sociedades y futuros expuestos en el papel y en la pantalla, pero, las más preciadas, coinciden en hablar del presente desde el mañana posibilitado por la ciencia-ficción, la cual, entre otras cuestiones, permite el aspecto futuro con el que los escritores y cineastas abordan problemas y situaciones que amenazan el ahora. El aspecto del mañana, crítico con el hoy, asoma en films como Metrópolis (Fritz Lang, 1926) o La vida futura (Things to Come, William Cameron Menzies, 1936), dos títulos indispensables que, además de abrir caminos para el género cinematográfico, apuntan realidades del momento y posibles consecuencias. Desde entonces, las sociedades distópicas han sobresalido en títulos ya míticos como Alphaville (Jean-Luc Godard, 1965), Fahrenheit 451 (François Truffaut, 1966), Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Perseguido (The Running Man, Paul Michael Glasser, 1987), Doce monos (Twelve Monkeys, Terry Gilliam, 1995) o Interstellar (Christopher Nolan, 2014), títulos tan diferentes entre sí como lo son sus autores. No obstante todos ellos tienen en común esa ciencia-ficción cinematográfica que desarrolla mañanas hipotéticos que reflejan distintas circunstancias, amenazas y temores del momento en el que se ruedan. Algunas se desarrollan en mundos tan inhóspitos como Kamikaze (Luc Besson, 1982), Waterworld (Kevin Reynolds, 1995) o El día del mañana (The Day after Tomorrow, Roland Emmerich, 2004), aunque en estas el futuro es la excusa para el entretenimiento, más que para la reflexión que sí puede encontrarse en el futuro congelado de Snowpiercer (2013). La comparación del tren con el mundo real expuesta por Bong Joon-ho resulta obvia, pero la obviedad no resta a su propuesta. Así, el tren como metáfora de la sociedad humana, reducida a la población que ocupa el espacio cerrado donde el realizador surcoreano ubica y encierra la acción, apunta las diferencias sociales que se descubren en los distintos compartimentos. La humanidad de 2031-2032 vive entre los dos extremos, cola y máquina, que simbolizan la inamovilidad del orden establecido. Cada pasajero ocupa su lugar en el equilibrio del desequilibrio social que Curtis (Chris Evans) pretende destruir por odio (al sistema que le ha hecho odiarse a sí mismo) y venganza, aunque inconsciente de ser una marioneta del orden que pretende destruir.
En el mismo instante en el que evolucionamos a seres sociales, políticos y morales las diferencias dejaron de ser físicas o naturales para ser, además, socioeconómicas. Ya desde entonces se establecieron las cabezas y las colas en las distintas sociedades que se han sucedido hasta el futuro de Snowpiercer, solo que en ese futuro la humanidad se reduce a varios cientos de individuos que viajan en el tren, alrededor de la Tierra, sin detenerse, sin poder salir al exterior congelado. Todos viven en el interior del transporte, metáfora del mundo, donde las distancias entre la parte delantera y la trasera son insalvables. No solo se trata del espacio físico que las separa, sino de la idea de orden establecido por los extremos que Bong Joon Ho enfrenta durante toda la película. El cineasta coreano insiste en su reflexión crítica sobre la sociedad, sobre su parasitismo y canibalismo, sobre la ausencia de un equilibrio real que posibilite un cambio real en el comportamiento de ambos extremos, un discurso sobre el que volvería en Parásitos (Gisaengchung, 2019). Nos habla del orden y del equilibrio, de la carestía y del hedonismo, de la divinidad asumida por el poder y de la masa prescindible que se aglomera en el vagón de cola del que Curtis y compañía pretenden liberarse, avanzando coche tras coche, hasta alcanzar la máquina. Boon Joon-ho ironiza sobre el equilibrio social, lo hace a través de la ministra Mason (Tilda Swinton), la muestra dispuesta a mentir y a cambiar su discurso según las necesidades del momento, la muestra también en su transformación de sombrero a zapato, cuando la revuelta parece avanzar con éxito.
Pero el triunfo más notable que se observa en la pantalla no es la decisión del zapato de querer ser sombrero, sino el tono logrado por el cineasta al conjugar acción, humor negro, cuestiones sociales, que se repiten desde tiempos remotos, condición humana y la aspiración a liberarse sin querer dejar de ser esclavo. Bong Joon-ho avanza por las imágenes y acompaña rítmico a los personajes, vagón a vagón. Lo hace por la destrucción y la irracionalidad, así como por el parasitismo social y el totalitarismo divino asumido por Wilford (Ed Harris) y el venerable paternalismo de Gilliam (John Hurt), incluso va más allá y permite que Namgoong (Song Kong-ho) y su hija Yona (Ko Asung), supuestamente ajenos a la realidad, debido a su adicción a una potente droga, sean quienes se muestren más lúcidos, pues son ellos quienes pretenden abandonar la senda señalada y ese caminar por la violencia que exige el sacrificio de vidas prescindibles para la maquina, existencias al servicio del poder, de su orden y de su equilibrio que devora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario