domingo, 9 de mayo de 2021

Amintiri din copilărie (Recuerdos de infancia) (1964)


El tiempo nos ignora, pero nosotros no podemos ignorarlo porque somos conscientes de su existencia pasajera. Ni como individuos ni como parte del proceso histórico del que formamos parte podemos prescindir de él, mientras que él sí prescinde de nosotros cuando ya no podemos seguirlo. Como individuos miramos hacia atrás y presumimos el adelante en el tiempo, o sencillamente no miramos; como parte de la Historia nos toca ser testigos de los cambios que se producen, de la desaparición y aparición de viejos y nuevos imperios, fronteras, vidas, épocas, tradiciones y características que dan paso a otras que también dirán adiós para dejar su lugar a las siguientes. Cuando Ion Creangă nació en 1837, Moldavia pertenecía al Imperio Otomano, pero en su infancia no pensaría en cuestiones de ese tipo, ni en que moriría en la miseria, a buen seguro que prefería darse un atracón de nata pensando que nadie se daría cuenta. Hoy, se le considera uno de los grandes autores de la literatura rumana del siglo XIX, por sus cuentos infantiles y juveniles que, junto a su oficio de profesor, delatan que nunca perdió de vista la niñez: el tiempo del no tiempo, el único instante humano que lo ignora. Pero al escritor le habría gustado que el reconocimiento, el calor o la ayuda de sus contemporáneos le hubiera llegado en vida, sobre todo por aquello de dar portazo a las precarias condiciones de su última etapa, un periodo en las antípodas de la feliz infancia que Elisabeta Bostan retrata en Amintiri din copilărie (1964-1965).


Creangă describió aquellos momentos inocentes, traviesos, felices y perdidos en una serie de textos que se publicaron en cuatro partes, la última póstumamente. Son Recuerdos de infancia, la inspiración para la adaptación cinematográfica de Bostan. La cineasta inicia su film con la imagen de la abubilla recordada por Ion Creangă adulto (Stefan Ciobotarasu), el escritor que nos guía por su memoria —suma de realidad distorsionada por el paso del tiempo y de alteraciones literarias para dar forma a su libro. Desde la intimidad de su escritorio recorre su infancia, la edad del tiempo infinito o del no tiempo, cuando cada día promete ser una aventura y la posibilidad de travesuras. Todavía no existe la monotonía, aunque exista, pues no se comprende como tal. Ion habla de ese instante y escoge introducir su imagen infantil leyendo un libro mientras camina por el suelo terroso de la aldea. Ese niño representa la edad de trepar a los árboles, de bañarse desnudo en el río, de robar las cerezas de tía Marioara (Eliza Petrachescu)... Es la niñez ante la cual se abre a la posibilidad de un presente luminoso, verde esperanza, y sin fin. No hay pasado al que mirar para sentir nostalgia, penas o pesares, ni dolor ni recuerdos de días tristes y alegres. Ni futuros hipotéticos más allá del mismo instante, siempre el presente. No, ahí, en la infancia, no hay lugar para el ayer ni el mañana. Hay espacio para la luz y la libertad, para no sentir ataduras, aunque existan. El futuro queda lejos, y no existe la condena del tiempo, ni la de pensamientos adultos donde el verdor de los campos y de los días pasados se transforma en el blanco y negro que domina la imagen de la madurez en la que Creangă evoca y escribe sus recuerdos de niñez. En su mente y en el papel, vuelve a su hogar, a los prados y montes, al río donde chapoteaba feliz, a sus padres, sobre todo a la madre que le ayuda a leer y con quien guarda la complicidad que confirma mayor acercamiento que al padre —prácticamente ausente debido al trabajo. Esa es la historia de Amintiri din copilărie, la de millones de niños del ayer, pero es la suya, la que Elisabeta Bostan adaptó a la gran pantalla en este film de memoria, aunque más que de recuerdo, es un film de idealización, de ensoñación de un tiempo que solo existe en la mente de quien lo describe y escribe desde el corazón y la nostalgia. Por eso no es una película infantil, sino una adulta que sueña para revivir ese tiempo de luminosidad ya perdida, y que solo puede recuperar en la ilusión de la brevedad de un instante que acerca esa imagen idílica del ayer al presente.


Pero la evocación de Amintiri din copilărie carece de la emotiva nostalgia narrativa que impregna la práctica totalidad de ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941) o la poética de El río (The River, 1950), dos magistrales evocaciones adultas en las que, respectivamente, John Ford y Jean Renoir no conceden presencia corpórea al personaje que recuerda, pues no lo precisan, ya que el presente de madurez existe para que las “voces” vuelvan la vista atrás y recreen sus paraísos perdidos. En cambio, en Bostan existe la necesidad de introducir el tiempo presente del escritor porque prevalece cierto tono de veneración e idealización de su figura —en ciertos aspectos similar a la que el personaje adulto asume con su yo infantil—, pero, sobre todo, el presente en tono sepia enfatiza ese momento de madurez en el cual el color vive en el recuerdo y la realidad es una sombra iluminada por esa vela que se apaga.



No hay comentarios:

Publicar un comentario