Un mismo instante, visto en ocasiones distintas, deparan diferentes interpretaciones y reacciones, por ejemplo, en Imitación a la vida (Imitation of Life, 1934) hay varios momentos que me dirigen hacia una dirección que me resulta más atractiva y mucho más compleja que la trama melodramática que tiene como centro al personaje de Claudette Colbert, aunque acertada e inevitablemente todas están unidas por la cercanía y el contacto. Viendo la reacción de Peola (Dorothy Black) en la escuela no me pregunto el por qué de su actuación, sino ¿por qué se ha llegado a ese extremo? En el que una niña sienta la necesidad de ocultarse, no porque se avergüence de su madre —si uno mira más allá de la escena, comprende que no siente vergüenza por la madre—, sino que siente que va a perder el lugar que ocupa en la clase, teme la futura reacción de sus compañeros y compañeras, e incluso de su profesora, teme el rechazo y su exclusión. Esto me lleva a más preguntas: ¿Cuando surge el racismo en nuestra historia? ¿A quién beneficia? ¿O cómo se llegó al grado de sumisión y de resignación que Dalilah (Louise Beavers) acepta y quiere que su hija también lo haga? Viendo a esa niña huyendo de su madre, odiándola en ese instante por ser negra, comprendo que no basta con preguntar por los culpables, aunque los haya, como se pregunta resignada Dalilah, al ver como su hija sufre por tener la piel blanca y ser negra. Ni llega con mostrarse amable, como hace Beatrice (Claudette Colbert), para exculparse como individuo que presume y asume no ser racista, ¿pero de qué vale presumir y asumir sin demostrarlo con hechos? Lo cierto es que el racismo es una lacra que persigue a la humanidad desde su origen social y alcanza de lleno a esa niña que oculta su rostro detrás de un libro y bajo su piel blanca. Ella no rechaza a su madre, aunque así lo indique la apariencia, solo sufre las consecuencias de la negación sistemática de su identidad y del lugar que le niegan, sufre el que la hayan convertido en objeto de rechazo y víctima del odio y de la segregación racial. Peola no es culpable, ni lo será en el futuro, pues, tanto entonces como después, cuando no quiera asumir el lugar que le indican su madre, Beatrice y la sociedad, ella es y será víctima del sistema blanco que excluye al afroestadounidense mediante normas que lo reubica en los lugares que se le reserva, en la periferia. Esa niña crece a la par que medra el negocio de su madre y de Beatrice —un veinte por ciento, para la primera, y un ochenta, para la segunda, como se comprueba por las cifras se trata de una sociedad no del todo equitativa— y, diez años después, se convierte en la joven (Fredi Washington) que continúa siendo el personaje más complejo de Imitación a la vida, uno de los grandes melodramas de John M. Stahl, porque ella quiere un lugar, una identidad, aunque para ello deba herir a su madre —que siempre la persigue e insiste para que se someta y acepte el orden de las cosa. Peola busca una identidad nueva, una quizá falsa, pero la única que entiende que le permitiría vivir con libertad en un mundo de cadenas y prejuicios. La presencia de este personaje, su situación respecto al resto, aumenta el interés de un film que ensalza las figuras maternas de dos mujeres que se sacrifican por sus hijas, pero lo hacen juntas y esa unión es la que les permite alcanzar el triunfo, aunque Dalilah solo quiere continuar en el lugar que le han asignado mucho tiempo antes de servir a su amiga o de desear lo que considera mejor para su querida Peola.
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