<<En tiempos de Homero, la humanidad se daba en espectáculo a los dioses del Olimpo; hoy, se da a sí misma en espectáculo. Está lo suficientemente alienada de sí misma como para vivir su propia destrucción como si de un gozo estético de primer orden se tratara>>
Walter Benjamin. La obra de arte en la época de su reproducción mecánica.
¿Cómo mira una cámara? ¿Qué busca? ¿Qué atrapa y qué deja fuera? ¿Qué desvela y qué ocultan las imágenes que se proyectan en la pantalla? ¿Cómo interpretarlas? ¿Podemos hacerlo o son discursos cerrados, que delimitan las posibilidades comunicativas? Lo que está claro es que no todos tenemos los mismos conceptos sobre cine; tampoco los mismos gustos, ni conocimientos e inquietudes, ni la misma capacidad de decodificar mensajes, ni igual interés en hacerlo. Hay quien simplemente pretende encontrar evasión en la repetición, experimentando una y otra vez las mismas sensaciones y los mismos engaños. Por otra parte, existen alternativas y hay quienes las encuentran, las crean y las transitan o se deja llevar por esos caminos experimentales que pueden deparar sorpresas, que sean gratas o ingratas sería una de las cuestiones a responder una vez concluido el camino. <<Este filme que vais a ver se ha hecho aprovechando el rodaje de un filme español. La historia es esta, como podría haber sido otra; los autores nos la creemos tan poco como sus propios productores.>>1 Aunque lo pretendiese, y no lo pretende, Vàmpir Cuadecuc (1970) no podría pasar por un "cómo se rodó" El conde Drácula (Jesús Franco, 1970). Puesto que no lo es; ni era la intención de Pere Portabella y Joan Brossa cuando le propusieron a Jesús Franco rodar una película a partir de la suya. El resultado fue un film vampírico que bebe la poca sangre del film de Franco y cobra el cuerpo reflexivo sobre el que cuestiona y pone <<al descubierto el poder de sugestión del espectáculo cinematográfico, básicamente nefasto cuando no atiende a otros fines que el lucro y la dispersión.>>2 Vàmpir Cuadecuc existe sin voces, salvo en su escena final -cuando Christopher Lee declama la última página de la novela de Bram Stoker- y entre las sombras de un blanco y negro que escapa de las tonalidades grises. En su film, Portabella ubica dentro el fuera de campo, transforma sonidos y se adentra por espacios invisibles al público. Muestra la cámara que filma, los efectos que crean niebla, la fugaz presencia del equipo técnico, el ventilador que confiere verosimilitud a la falsa tela de araña o el reparto a la espera de actuar... Imágenes que quedan atrapadas en otras imágenes; muestras de lo que está sucediendo en un espacio que existe entre dos películas tan distintas como la noche y el día. Portabella filma en 16 mm., prescinde del color de la fotografía original y de los diálogos. Juega con el lenguaje cinematográfico para dejar ver (e insiste en ello) que estamos contemplando imágenes en una pantalla, que habla de cine dentro de cine; estudia el medio y expresa que tanto su película como la de Franco son recreaciones de una recreación y, además, opuestas a la hora de recrear un mismo momento y un mismo mito; personajes idénticos que dejan de serlo, porque las perspectivas de quienes ruedan difieren: una busca el escapismo y la otra el desvelar el truco. El realizador de Nocturno 29 (1968) enriquece su propuesta al valerse de sonidos ajenos al film original y, sobre todo, al conceder protagonismo al inquietante acompañamiento sonoro-musical de Carles Santos, que agudiza la sensación de inquietud espectral que recorre una ilusión que rompe con la de El conde Drácula. Vàmpir Cuadecuc es en sí misma el vampiro; ni está muerta ni viva, sobrevive alimentándose de las situaciones recreadas por Franco y da forma a una experiencia visual atípica en el cine español de la época. Los momentos de El conde Drácula son sus víctimas; la cámara de Portabella los atrapa y los somete para asumir existencia propia, forma y contenido propios, como <<el hecho de desenmascarar el tema equivale para nosotros a denunciar un tipo de cine que creemos artística y humanamente caduco y castrador; y sobre todo denunciar la sociedad que cínicamente hace de él un instrumento para su continuidad.>>3
1,2,3.Portabella, P. y Brossa, J. en Historias sin argumento. El cine de Pere Portabella. Editorial de la Mirada/Museu d'Art Contemporani, Valencia, 2001
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