martes, 26 de noviembre de 2019

O que arde (2019)


Con mayor o menor frecuencia he leído o escuchado elogios a tal o cual fotografía de esta o de aquella película. En el caso de la de Mauro Herce en O que arde (2019), dichos elogios los creo justificados. No por la belleza de las imágenes de un paisaje que presta su fotogenia -misteriosa, magnética, telúrica-, de la espectral y nocturna tala inicial o de la abrasiva violencia de las llamas que, hacia el final, casi pueden sentirse en la piel. Esta belleza y esa fuerza bruta no las cuestiono, son evidentes, como tampoco cuestiono que hay algo más allá de las mismas. Los elogios al trabajo de Herce son acertados, sobre todo porque su espléndida labor sirve a una idea más grande. Su fotografía abre una especie ventana al alma humana, desde la cual Oliver Laxe profundiza y da profundidad al interior herido, quizá un interior que arde, un interior de aquellos que <<se fan sufrir, é porque sofren>>. Y eso es lo que más aplaudo de una fotografía, que aporte significado y engrandezca el conjunto. La fotografía de O que arde no desvía la atención de lo sustancial, forma parte de la propia sustancia, lo cual la aleja del preciosismo cinematográfico gratuito, aquel que solo busca camuflar la insustancialidad de propuestas que nada dicen, porque nada quieren decir. O que arde sí habla, aunque lo haga a través de silencios y susurros, apenas audibles para quien no sintonice el canal adecuado. Me interesa tanto por lo que no se ve, pero se intuye, como por aquello que se observa o se escucha. Me interesa por esos silencios ya nombrados, con los que Laxe, en su primer largometraje rodado en Galicia, habla del espacio y de sus personajes, al tiempo que les permite también hablar a ellos, sin que ninguno pronuncie una palabra que rompa la honestidad que destilan -dos ejemplos son la vuelta a la cotidianidad hogareña en la que Amador tuesta el pan en la cocina de leña y el anciano que, ante la amenaza del incendio, se aferra a su manguera, se aferra a la vida-. El regreso a los orígenes de Amador (Amador Arias), el protagonista del film, se produce después de su estancia en la cárcel, donde ha cumplido los dos tercios de su condena por quemar un monte. Esto lo sabemos al inicio, cuando se introduce una escena en la que no vemos rostros, solo escuchamos voces y observamos el grueso dossier sobre el ex-convicto. Carecemos de información sobre los motivos del hombre de quien hablan y sobre su juicio; carecemos de datos objetivos y carecemos de las pruebas presentadas por la fiscalía y por la defensa. Nada sabemos, salvo que regresa a su aldea, próxima a Fonsagrada, donde Benedicta (Benedicta Sánchez), su madre, ya anciana, continua con la labor a la que, sin miedo a cometer un error al afirmarlo, ha dedicado toda su vida. Trabaja el campo, cuida del ganado o contempla la cotidianidad en la que descubre a Inazio (Inazio Abrao) trabajando en una vieja casa, que este quiere restaurar para convertirla en albergue de turismo rural. Es un espacio alejado de la modernidad y de la tecnología, pero no de los prejuicios que, aunque no se digan en voz alta, están ahí, encerrados y expectantes -como se verá avanzado el metraje-. A ese lugar, su hogar, Amador retorna sin apenas pronunciar una palabra y, por supuesto, no podemos exigirle que hable de su pasado, del cual solo se tiene una idea preconcebida. Tanto el <<home>> que expresa su madre, cuando el hijo le pregunta por qué Inazio tendría que haberle visitado en la cárcel, como las palabras del mismo Inazio al reconocer que Amador <<é bo tío, pero non o tuvo fácil>> dan pie a múltiples interpretaciones del pasado que Laxe omite de forma deliberada, quizá, porque, siguiendo las palabras de Voltaire en su Tratado sobre la tolerancia, <<los tiempos pasados son como si nunca hubieran existido. Hay que partir siempre del punto en el que se está>>. Desconocemos hechos pretéritos, más allá de las primeras imágenes y opiniones, desconocemos las causas que provocaron que incendiase el monte, si lo hizo de forma deliberada o en un ataque de rabia contra los eucaliptos a los que considera una plaga para la tierra, incluso, más allá de lo que nos pueda apuntar su encierro, desconocemos si en realidad lo hizo. En su presente lacónico, Amador y Benedicta no precisan palabras para expresar el nexo materno-filial que los une; tampoco las necesitan para evidenciar sus preocupaciones, la aflicción o la desorientación que puedan habitar en madre e hijo. La vuelta al hogar se transforma de esa manera en un viaje al fondo de las relaciones humanas, del individuo consigo mismo y con el entorno que le rodea, con el pasado y el presente, con un lugar físico y humano donde Amador no se concede esperanzas, donde se mantiene alejado, quizá por miedo, quizá por falta de confianza, pero seguro de ser un hombre marcado, estigmatizado. Aunque en O que arde predominan los paisajes y los espacios abiertos, Laxe mira hacia adentro e invita, quizá obligue, a que cada espectador haga lo propio, pues esas imágenes parecen exigir una interpretación más allá de lo tangible -río, montes, árboles, cuerpos,...-, y más allá del fuego que la cámara atrapa, parece exigir una reflexión sobre qué es lo que realmente arde.

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