Hablar de neorrealismo probablemente conlleve la idea de dramas humanos inspirados en la realidad italiana de la posguerra. Esta circunstancia puede encontrar su explicación en el éxito internacional de la resistencia en las sombras de Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, Roberto Rossellini, 1945) y Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette; Vittorio De Sica, 1948) y el recorrido urbano de un padre y un hijo en busca de su medio de vida. Es incuestionable que tanto el film de Rossellini como la historia expuesta por De Sica se han asentado en el imaginario popular y cinematográfico. Además, ambos títulos son referentes magistrales e incuestionables que nos permiten acercarnos al esplendoroso periodo de posguerra del cine transalpino, pero el neorrealismo no solo fue drama, también fue comedia que, desde el humor, mostraba cotidianidades y personajes corrientes en quienes encontramos universales humanos, entre ellos el dolor, el miedo, los lazos afectivos o la aspiración a vivir en paz. Una de las primeras muestras de la senda que recorrería el cine italiano una vez liberado del fascismo la hallamos en la comedia Cuatro pasos por las nubes (Quattro passi fra le nuvole; Alessandro Blasseti, 1942), que si bien no puede catalogarse neorrealista, aún no era el tiempo, sí apuntaba dosis de realidad que la diferenciaban del resto de sus contemporáneas. Fue un punto de arranque previo al "movimiento" realista, un paso o cuatro pasos que contaron con el guión de Cesare Zavattini y Piero Tellini, dos guionistas indispensables; el primero un autor indiscutible más allá de su prolongada y fructífera relación profesional con De Sica, y el segundo también fundamental en la evolución cinematográfica durante los años siguientes, en los que colaboró con cineastas dispares como Luigi Zampa, Alberto Lattuada, Michelangelo Antonioni o Mario Monicelli. Con Zampa prolongó su colaboración a lo largo de distintos títulos que irían configurando lo que se daría a conocer como commedia all'italiana, pero antes nos encontramos con esta película que, asumiendo el humor como medio y la colaboración en el guión de la también inolvidable Suso Cecchi D'Amico, nos adentra en el retrato costumbrista de un pequeño pueblo italiano durante la Segunda Guerra Mundial. Se trata de una comedia que apuesta por la libertad, por la amistad entre los pueblos, por la humanidad frente a la barbarie, en definitiva, apuesta por lo expresado en su titulo Vivir en paz (Vivere in pace, 1947). Desde una perspectiva más amable que las escogidas por Rossellini, De Sica, Visconti o De Santis, y como consecuencia menos traumática y molesta para el público de la época, Zampa se decantó por la fiesta, por la ebriedad afectiva del soldado alemán (Henrich Bode) y del afroestadounidense (Jonny Kitzmiller) a la que se unen los vecinos de la villa, y no por la guerra que irremediablemente acabará afectando al pueblo; y ahí reside la grandeza de una película más que realista, honesta, que nos acerca al espacio y a sus habitantes, a hombres y mujeres que podrían encontrarse en cualquier lugar de aquella Italia montañosa alejada del conflicto bélico, pero consciente de que este podría presentarse en cualquier momento. La figura de Hans, el soldado alemán, el único destinado en la villa, es la prueba viviente de la existencia de esa guerra que no agudiza su amenaza hasta la aparición de dos soldados estadounidenses en el pajar del tío Tigna (Aldo Fabrizzi), dos huérfanos de regimiento a quienes Silvia (Mirella Monti) y su hermano Citto (Franco Serpilli) habían socorrido con anterioridad en el bosque. Uno está herido, el otro famélico, pero ambos son recibidos con los brazos abiertos del bonachón y con las continuas protestas de su gruñona y, en el fondo, generosa mujer (Ave Ninchi). Como consecuencia, aquello que inicialmente era idílico, incluso con la presencia de Franco (Piero Palermini), desertor del ejército e imagen que en un primer momento rompe con la tradición, se transforma en la amenaza de muerte que reza el bando que los alemanes han colocado en las paredes de las casas. El cartel informa de una recompensa para quien ayuda a atrapar a Ronald (Gar Moore) y a Joe y de la condena para quien los proteja. Esta circunstancia implica un conflicto moral y la certeza de que nadie escapa al momento histórico que le toca vivir, un momento que exige a Tigna y familia que se posicionen aun a costa de sus vidas, pero la comicidad por la que apuesta Zampa suaviza, aunque ni olvida ni mitiga las posibles consecuencias de la decisión que toman sus protagonistas.
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