Flores de equinoccio (1958)
Los primeros planos de los rostros no siempre logran captar las sensaciones que embargan a los personajes, a veces las desvirtúa al forzarlas en exceso. Tampoco los constantes movimientos de cámara que los envuelve eliminan la inmovilidad de una película, ni ocultan las carencias de films vacíos y sin alma. El movimiento cinematográfico es algo más complejo que el montaje vertiginoso o que el uso excesivo e indiscriminado de travellings, de panorámicas o de continuos cambios de encuadre, porque si no captan y transmiten vida, no dejarían de ser un ornamento o un recurso superficial. Lo mismo podría decirse de los planos que nos acercan a los rostros y nos muestran sorpresa, alegría o lágrimas o del plano-contraplano (Ozu lo empleó en esta película con sencilla precisión) que pretende ofrecernos información y reacción. A veces juegan contra la propia esencia de los personajes y, consciente de ello, Yasujiro Ozu no precisaba ni mover insistentemente su cámara ni acercarse a sus personajes, a quienes en muchas de sus películas sentaba en la barra de un bar, sobre el tatami del hogar o en la oficina donde trabajan. Los hombres y las mujeres en las películas de posguerra de Ozu pasan la mayor parte del tiempo sentados, aunque dicha quietud solo es apariencia física, la única estática, ya que su cotidianidad se mueve en un espacio que traspasa lo corpóreo para adentrarse en el mundo de las inquietudes, de los sentimientos y de las preocupaciones, lo que les confiere la viveza interior y la sinceridad características del cine del inimitable realizador japonés. En los films de Ozu los seres son reales, tienen cuerpo y sobre todo tienen alma, y en Flores de equinoccio (Higanbana, 1958) esto se reafirma al recorrer la interioridad de Hirayama (Shin Saburi), de su mujer Kiyoko (Kinuyo Tanaka), de Setsuko (Ineko Arima), la hija mayor de ambos, entre otros individuos corrientes y reconocibles en la obra del cineasta, siempre fiel a su estilo y a sus temas: la familia, la cotidianidad o las distancias generacionales en un espacio marcado por la convivencia no siempre equilibrada entre tradición y modernidad de una sociedad en transformación del orden social y familiar. Aunque fue su primera película en color, más que nada por imposición comercial, el contenido de Flores de equinoccio no habría variado de haber sido rodada en blanco y negro, ya que lo expuesto no depende del colorido sino de aquello que habita en el interior humano, un espacio de luces y sombras que sutilmente fluye hacia ese exterior de cotidianidad donde los personajes se relacionan, se aproximan o se distancian. La sutileza de Ozu la observamos en modo de exponer la contradicción de Hirayama, la cual nace del malestar que le provoca el verse apartado de las decisiones de su hija mayor, pues más que enfrentar la modernidad de la joven y la tradición de su progenitor, aquí se enfrentan impresiones y ambigüedades que han permanecido ocultas en las conversaciones entre los personajes, en sus silencios o en palabras que dicen al tiempo que omiten parte de la información que se completa con gestos o miradas. Esta información-desinformación se encuentra presente en las relaciones familiares, en las diferentes interpretaciones de los hechos y en las preocupaciones que descubrimos en el matrimonio Hirayama cuando, conscientes de que los tiempos han cambiado, se preguntan si está bien concertar el matrimonio de su hija. Ambos responden que sí, porque, como padres, asumen que deben velar por el futuro y por la felicidad de Setsuko, aunque sus decisiones impliquen prescindir de la propia interesada, de sus necesidades, de su realidad, de sus deseos y de la evidente validez de sus capacidades para elegir por sí misma. Igual de interesante resulta observar a Kiyoko ocultando parte de sus sensaciones durante la conversación (discusión) en la que repite el nombre de su hija para censurarla, o quizá sea para alabar la rebeldía a la que ella nunca tuvo acceso y que en ese instante descubre en la personalidad de quien pretende casarse sin el consentimiento paterno. Para Hirayama ese descubrimiento significa algo más personal, porque implica un golpe a su autoridad, a su manera de comprender y de transitar por un entorno cambiante, ambigua en todo caso, ya que actúa de un modo hacia afuera y de otro muy distinto dentro del seno familiar; de ahí que se muestre comprensivo con las hijas de otros: Fumiko (Yoshiko Kuga), que se ha rebelado contra las imposiciones paternas y ha abandonado su hogar, y la vivaz Yukiko (Fujiko Yamamoto), quien logra arrancarle palabras de apoyo y de consentimiento sin que él sepa que la joven a quien se está refiriendo es Setsuko.
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