Antes de caer por una mediocridad fílmica desacorde con sus primeros pasos cinematográficos, el cine de Manuel Summers fue de los más interesantes de aquellos jóvenes realizadores que, tras pasar por el IIEC, debutaron en la dirección durante la década de 1960 para encontrarse con una realidad (político)cinematográfica que, si bien pretendía cambios que modernizasen la cinematografía española, apenas pudo cambiar nada. Fue el periodo de José María García Escudero al frente de la Dirección de Cine, de la Escuela de Barcelona y del Nuevo Cine Español, el cual, Los golfos (Carlos Saura, 1959) aparte, dio sus primeras señales de vida profesional en 1963, el mismo año en el que Miguel Picazo debutaba en la dirección de largometrajes con La tía Tula, Francisco Regueiro con El buen amor, Mario Camus con Los farsantes y Summers con Del rosa... al amarillo. Para quien escribe, se trata de una espléndida aproximación, tierna, poética e ingenua por necesidad, al amor en la infancia y en la vejez. La pintada <<Guillermo quiere a Margarita>> nos abre al sentimiento idealizado por el niño protagonista, que siente como su mundo gira en torno a la joven que contempla en la calle, con quien juega y con quien experimenta la emoción del ideal al que se aferra durante las clases, mientras se mira al espejo en busca de señales de pubertad o en el campamento de verano donde recibe una instrucción marcial que no le aparta de su ensoñación amorosa. Dicho sentimiento, el amor en su estado de mayor pureza e inocencia, evoluciona en la segunda parte del film, cuando descubrimos la resignación que el paso del tiempo ha provocado en la pareja de enamorados que vive en el mismo asilo, aunque sin posibilidad de acercase más allá de las tiernas miradas o de las cartas que ambos se escriben y esconde en el carro de la comida. Estamos ante el idealizado por los niños y ante la última esperanza de vencer a la resignación que hace mella en los ancianos, una resignación que también contempla el no poder vivir más que la idea que los une (en la distancia) en un momento de soledad que logran vencer con sus miradas y sus palabras escritas en los papeles que intercambian en secreto. Pero, además, Del rosa... al amarillo mira con sutileza a su época, a la presencia dominante de la iglesia católica en la sociedad española, desde la primera a la tercera edad, a las circunstancias que observamos en la escuela donde Guillermo (Pedro D. del Corral) encaja las reprimendas del cura que la dirige o donde pinta el corazón que apunta a su despertar sexual, en la calle donde juega a la pelota, al prisionero o a las chapas, y donde por primera vez acaricia la mano de Margarita (Cristina Galbó), en un instante que para ellos lo es todo. Algo similar sucede en la residencia de la tercera edad donde Valentín (José Vicente Cerrudo) y Josefa (Lina Onesti) permanecen separados por las normas establecidas que impiden su acercamiento, más allá de las cartas en las que hablan de su amor y de la felicidad que implica para ellos saberse correspondidos. Son momentos honestos, sencillos y tan humanos como los protagonistas, seres reconocibles, sinceros y entrañables, que viven sus emociones y sus sensaciones desde el rosa infantil al amarillo de los ancianos, dos instantes de vida, de veracidad y de sensibilidad que nos acercan a los personajes, a sus ilusiones y a su desencanto, y a la ternura con la que interpretan un sentimiento que en la infancia de Guillermo y de Margarita desborda fantasía y evoca la creencia de ser eterno y en la vejez de Josefa y de Valentín aleja la sombra de la soledad y la amenaza de la eternidad que nos limita.
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