jueves, 17 de mayo de 2018

Sospecha (1941)


La elegante y desenfadada comicidad de Cary Grant en La pícara puritana (The Awful Truth; Leo McCarey, 1937) ofrecía un nuevo enfoque del galán cómico, divertido y alocado, pero con Alfred Hitchcock esa comicidad, que se asentó en La fiera de mi niña (Bringing Up Baby; Howard Hawks, 1938), adquirió ambigüedad y un tono oscuro, quizá no tanto como el pretendido por el cineasta británico, porque, ante la posibilidad de dañar la imagen comercial de la estrella cinematográfica, se vio obligado a modificar parte de sus intenciones originales. A buen seguro los cambios precipitaron una película distinta de aquella que el realizador inicialmente tenía en mente, sin embargo el resultado final no desmerece a la brillante pericia cinematográfica de 
Hitchcock, que deparó mayor carga psicológica para jugar con la percepción del público, a partir de la conexión que este establece con Lina McLaidlaw (Joan Fontaine), una mujer que evoluciona del amor incondicional a la duda que la corroe, la obsesiona y la distancia del personaje de Cary GrantEn Johnny Aysgarth encontramos a un jugador, mentiroso y vividor, quizá un tipo peligroso, siempre elegante, cuyo atractivo retorcido lo distancia de las anteriores recreaciones del actor. Presente o ausente de la pantalla, él es el centro de la tensión psíquica empleada por el cineasta para generar el suspense que refleja del deterioro de la pareja, a raíz de la desconfianza que irremediablemente rompe una relación ya amenazada por la figura paterna dominante, primero como amenaza física y posteriormente en forma de las dos sillas que el general McLaidlaw (Cedric Hardwicke) les regala y el retrato que hereda su hija.


Aunque el aspecto de Sospecha remite al thriller de suspense, funciona mejor como un estudio psicológico del comportamiento humano, un análisis que parte de la comedia para ennegrecerse y conceder protagonismo a las dudas y a la sospecha que atormentan a Lina, e indudablemente afectan a su vida marital. La maestría de Hitchcock con las imágenes (y con el montaje) y la interpretación de Joan Fontaine nos introducen en el pensamiento de la protagonista sin necesidad de que ella lo exteriorice con palabras. Sea o no real, vemos lo que ella ve y aquello que el cineasta desea que veamos. De tal manera, Sospecha nos hace partícipes, incluso víctimas, tanto de la posibilidad, casi certeza, de las intenciones asesinas de Johnny como de la tortura mental que la heroína se inflige a sí misma. Las dos cuestiones irremediablemente rompen la idílica armonía de los primeros momentos del matrimonio y no tardamos en preguntarnos si Johnny es un asesino y pretende deshacerse de su mujer. Esa también sería la pregunta que corroe a Lina y ese es el interrogante menos complejo que ronda en la mente de quien acepta el planteamiento de Hitchcock, no aquel que genera el suspense situando a sus protagonistas (y al espectador) ante una situación límite, sino el que involucra a quien observa y le obliga a plantearse dónde se encuentra la frontera de lo real y lo imaginado, qué ocultan y por qué temen exteriorizarlo, o cuáles son los miedos y obsesiones que condicionan las conductas humanas e impiden que la plenitud de la pareja sea duradera. Quizá la ausencia de sinceridad, la sempiterna y represiva presencia del padre de Lina o que Johnny sí sea un asesino en potencia, que quiere dar salida a su parte más oscura, formen parte de la realidad que enrarece la convivencia y la hace insostenible para ambos, hasta el extremo de que Lina teme a Johnny y este se ve superado por el distanciamiento y el rechazo de ella, pero es al espectador a quien Hitchcock ofrece la última palabra para que complete los vacíos y los oscuros que dicen más que lo expuesto en la pantalla.

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