Lenin tenía claro que el cine era un medio esencial para adoctrinar a las masas. Las propagandas fascista, nazi y japonesa también lo sabían y se hicieron con todos los medios de comunicación (prensa, radio, cine) para enmascarar sus intenciones y tergiversar la realidad. No es extraño que ante esto las fuerzas armadas estadounidenses empleasen la propaganda cinematográfica para combatir a los totalitarismos desencadenantes de la Segunda Guerra Mundial, elevar la moral o explicar a sus jóvenes soldados por qué y contra quiénes luchaban. Para ello nada mejor que ofrecer el mando a nombres claves de Hollywood que, como George Stevens, John Ford o William Wyler, no dudaron en trasladarse a los distintos teatros de operaciones y filmar los hechos que allí se desarrollaban. John Ford fue el primero en filmar una batalla, también una victoria estadounidense, y lo hizo en La batalla de Midway (The Battle of Midway, 1942). En el momento de aterrizar en la isla, el capitán de corveta no sabía qué iba a ser testigo de una batalla fundamental para elevar la moral de las tropas y de la población civil estadounidense. Tampoco sabía que sufriría una herida de metralla en los primeros compases del conflicto, aunque se necesitaba algo más que metralla para detener al tozudo y genial cineasta, que continuó filmando la batalla y los rostros de los soldados anónimos en quienes encontró heroicidad y sacrificio. En ocasiones se habla de los múltiples rostros de Ford: el rebelde, el patriota, el irlandés, el marcial, el conservador, el opaco, el bebedor o el familiar, pero todos ellos se reúnen en un solo cuerpo que exterioriza su pensamiento a través del Ford cineasta, aquel que encuadra y filma mejor que nadie, aquel que humaniza cuanto capta su inigualable mirada cinematográfica y aquel que no asumió el rodaje de La batalla de Midway como un documento cinematográfico, sino como un asunto personal, como evidencia que escondiera el material filmado para (en colaboración de Robert Parrish) encargarse del montaje y así evitar alteraciones que trastocasen su visión del conflicto. Fordiana por donde se mire, La batalla de Midway se inicia con algunas notas de humor (en las aves que habitan en la isla), con el hermoso y anaranjado plano del atardecer previo al combate y con las imágenes de los soldados entre quienes se encuentra el capitán Kinney. ¿Quién es Kinney? Una voz de mujer dice reconocerlo; es el hijo de sus vecinos. En ese momento se insertan imágenes del padre, madre y hermana, pero, aparte de familiarizarnos con el soldado, la voz disminuye la distancia que separa el hogar del frente donde Ford individualiza en el piloto a los anónimos que continúan asomando por la pantalla. Hacia mitad de metraje, el enfrentamiento cobra protagonismo (combates aéreos, navales o defensa terrestre), pero solo es la visión de lo inevitable, pues el realizador no tarda en regresar a los soldados, a los supervivientes, a los muertos en combate y a la necesidad de acercar al público esos jóvenes estadounidenses que han dejado sus hogares y sus familias y luchan, sufren y mueren. Por ello, el cineasta no insiste en figuras heroicas, sino en imágenes humanas de hombres en lucha, hombres en cuyos rostros se lee el sacrificio, la alegría de haber sobrevivido o el respeto por los caídos.
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