Cuando se proyectó en el festival de Cannes, El que debe morir (Celui qui doit mourir, 1956) fue recibida con disparidad de opiniones, pocas positivas (entre ellas la de Jean Cocteau) y muchas negativas, quizá por el carácter combativo de una película que no cayó bien entre la crítica conservadora, un film que no escondía ni su denuncia a la hipocresía institucionalizada ni el infantil maniqueísmo de buenos y malos con el que Jules Dassin abordó la manipulación y la insolidaridad que detonan la rebelión de los oprimidos guiados por el pope Fotis (Jean Servais) hasta la localidad de Lycourissi donde se desarrolla la mayor parte de la acción. Pero nos encontramos ante un largometraje mucho mejor de lo que se dijo entonces, una película valiente, que toma posición, con la que el cineasta sorprendía a propios y a extraños lanzando un grito contra injusticias como las expuestas a lo largo de los minutos. Puede que la perspectiva partidista y la desbordante necesidad de Dassin por mostrar su disconformidad con la violencia, que se desata para perpetuar el control y el orden establecido y que se siente amenazado, jugasen en contra del resultado final, pero gracias a la honestidad del cineasta contemplamos imágenes vivas, al tiempo simbólicas y cargadas de realismo, nacidas de la libertad con la que el responsable de Noche en la ciudad (Night and the City, 1950) encaraba la filmación de El que debe morir. De tal manera, el film parte del entusiasmo de quien sabe que puede expresar con libertad sus ideas (con las que se puede o no estar de acuerdo), su creatividad, su crítica y la emoción de aquel que siente que por fin puede plasmar cuanto le ronda por la mente. Por ello, a pesar de su aparente tono anticlerical, el tono de El que debe morir no lo es, pues es humanista, de fuerte carga crítica, que provoca la incomodidad entre el público al que obliga a plantearse aspectos sociales e individuales que surgen de las imágenes que plasman la insolidaridad extrema y la manipulación religiosa del pope Grigoris (Fernand Ledoux), con la cual el religioso pretende mantener intacto un orden que poco o nada tiene que ver con el mensaje de la Pasión que los vecinos pretenden representar en el pueblo donde se erige dictador.
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