Los científicos locos forman una grupo destacado dentro de la ciencia-ficción y del terror cinematográfico. Los hay de diferentes tamaños y para casi todos los gustos, aunque la mayoría tiene en común la obsesión con la que encaran sus experimentos científicos. Su ambición, su curiosidad, su necesidad de romper con lo establecido se confunden con la locura que, en ocasiones, acaba por convertirse en la realidad que los domina. Pero tras los rasgos comunes se encuentran las múltiples diferencias que les confirieren las particularidades que forman sus distintas individualidades. Esto lo observamos en las producciones de la década de 1930, cuando la figura del mad doctor empezó a dejarse ver con cierta asiduidad por el terror cinematográfico. Frankenstein, Jekyll, Griffin o Moreau son algunos de los más famosos ejemplos, aunque no todos han perdido el juicio y son conscientes de cuanto hacen. Partiendo de esta consciencia, El doctor Frankenstein (Frankenstein; James Whale, 1931) no es un desequilibrado, solo un científico obsesionado con vencer a la muerte y, a partir de la misma, crear vida, una vida que poco después de materializar quiere destruir. En El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde; Rouben Mamoulian, 1931) Jekyll no aspira a tanto. Aunque no lo diga, solo busca liberarse de la represión que inhibe aquella parte de sí mismo que nos conduce directamente hasta Hyde. El doctor Jack Griffin, más conocido como El hombre invisible (The Invisible Man; James Whale, 1933), pierde su cuerpo y su equilibrio consumido por la droga que, en su caso particular, lo oculta de la sociedad y le permite dar rienda suelta a su caótica invisibilidad. En La isla de las almas perdidas (Island of Lost Souls; Erle C. Kenton, 1932) habita otro famoso doctor que, como Griffin, nació de la mente creativa y fértil de H.G.Wells. Moreau no juega a ser Dios, quiere serlo y, a diferencia de Frankenstein (el moderno Prometeo que quiere conceder a la humanidad el don divino de la inmortalidad), Jekyll (atrapado en la represión que genera sus dos caras) o Griffin (condicionado por su adicción a las drogas, alucina con dominar el mundo), ni oculta su intención de crear su propia sociedad ni presenta dudas al respecto. Consciente y convencido de su meta, transmuta la naturaleza de los animales de la isla que habita. Ellos son su creación, los esclavos de su ley y de su presencia totalitaria, que él pretende divina. Moreau no está loco, es un dictador que ansía y goza con el poder y, como dictador, impide el libre albedrío a quienes ha dotado de raciocinio, negándoles tanto la humanidad recién adquirida como su naturaleza pasada. De los cuatro, solo el hombre invisible pierde el juicio, debido a la sustancia química que consume (y le consume el cerebro), y solo Moreau podría ser calificado de villano megalómano que pretende crear su propia sociedad lejos de la sociedad que rechaza. Frankenstein se arrepiente de su osada intención de iluminar a los mortales y Jekyll paga su precio por desencadenar las pasiones reprimidas. Hay muchas diferencias entre ellos, pero los cuatro comparten el desequilibrio entre sus deseos y las normas que los reprimen, normas que quebrantan para internarse por senderos de sombras que los conducen a la luz o al fracaso (según interpretación de quien los observa) y, en su mayoría, a la muerte. Por ello, más que científicos locos son víctimas de la ambición que los empuja a traspasar la fronteras sociales entre la ética y la ciencia. Este factor común, el de alejarse de lo establecido, alcanza también al vengador inocente de Muñecos infernales (The Devil Doll, Tod Browning, 1936), al Dr. Ciclops (Edward B. Shocedsack, 1940) y a científicos posteriores y tan destacados como Patrick Corey (Lew Ayres), el protagonista de El cerebro de Donovan (Donovan's Brain, 1953), otro doctor en quien la razón, el deseo, la ambición y la ciencia se desequilibran para ofrecernos su traumática experiencia. La historia de Pat Corey tiene su origen en la novela homónima de Curt Siodmak, la cual fue adaptada por el propio Siodmak en el guión que, con escasos medios y gran acierto, Felix Feist convirtió en las imágenes que nos muestran a Corey transgrediendo los límites conocidos que le llevarán al triunfo o al fracaso. Cuanto hace parte de su afán de evolucionar y arrojar luz sobre los misterios que esconde el cerebro humano. Desea ofrecer respuestas que permitan comprender cómo piensa, qué provoca la felicidad o la infelicidad y otras reacciones que, aunque cotidianas y naturales, no puede explicar. Esa es su obsesión y ya la observamos en un estado primigenio durante los minutos iniciales del film, cuando estudia y experimenta con primates en la clandestinidad de su hogar, con la bendición y colaboración de Janice (Nancy Reagan), su mujer, y de su amigo el doctor Frank Schratt (Gene Evans). Pero todo cambia a raíz del accidente que pone en su camino el cuerpo de Donovan, el multimillonario moribundo a quien sin éxito intenta salvar, aunque sí logra salvar el cerebro. Con el encéfalo a buen recaudo, la posibilidad de avanzar en sus estudios cobra una nueva dimensión. Los días pasan, todo marcha según lo previsto, la alegría es la nota dominante en el hogar y en el laboratorio, pero el órgano se fortalece e igual hace la obsesión de Pat, todavía dueño de sus actos. Sin embargo, como si del doctor Mabuse de Fritz Lang se tratara, la fuerza hipnótica del cerebro de Donovan acaba por dominar la mente del científico, quien, esclavizado, es utilizado por aquel para sus fines delictivos. Entonces ¿se puede calificar a Corey de mad doctor? Este es el caso en el que menos se ajustaría la definición de científico loco, pues estamos ante un caso de posesión que somete al protagonista, que solo es el recipiente de ese órgano externo que, en su intento por continuar con sus dudosos negocios, se protege eliminando a todo aquel que se muestra hostil.
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