Como se señala arriba, la historia del cine no está exenta de casos de este estilo, y uno de ellos es Silla eléctrica para ocho hombres (The Last Mile, 1959), que revisa The Last Mile (1932), un drama carcelario realizado por Samuel Bischoff a partir de la adaptación cinematográfica que Seton I. Miller escribió de la obra teatral de John Wexley. Pero, mientras la película de Bischoff seguía la moda impuesta por El presidio (The Big House; George Hill, 1930), Código criminal (The Criminal Code; Howard Hawks, 1931) y, sobre todo, por la exitosa Soy un fugitivo (I Am a Fugitive from Chain Gang; Mervyn LeRoy, 1932), de evidenciar las deficiencias de las cárceles estadounidenses, la de Howard W. Koch se aprovecha del resurgir del cine carcelario en la década de 1950, con títulos como Motín en el pabellón once (Riot in the Cell Block 11; Donald Siegel, 1954) o ¡Quiero vivir! (I Want to Live; Robert Wise, 1958), no para enfatizar la precariedad del sistema carcelario (que en su inicio dice que ha mejorado), sino para plantear la validez de la pena de muerte. Para llevar a cabo su exposición, la película humaniza al máximo a los condenados que habitan en la última milla (y escenario único de la acción), provocando que solo importe su agónico presente, no los delitos de los que se habla en momentos puntuales ni los comportamientos criminales o accidentales que los llevaron hasta ese pasillo que los separan de la puerta de acero hacia donde los celadores escoltan a Martin (John Vari), quien, consciente de su fin, apenas puede decir <<ojalá yo sea el último en sentarse en esa maldita silla>>. Dicha humanización nace de la postura crítica del film, una postura evidente que no solo cuestiona la pena capital, sino que critica la tortura psicológica sufrida por quienes aguardan el momento de ser ejecutados. Lo cierto es que ninguna de las dos adaptaciones, la de 1932 y la de 1959, fue un éxito comercial, tampoco tenían suficientes bazas para serlo, ya que fueron producidas por productoras independientes, rodadas con pocos medios, aunque con buen pulso narrativo (tanto por parte de Bischoff como por la de Koch), con la ausencia de personajes femeninos y sin rostros de moda, a pesar de que Silla eléctrica para ocho hombres anuncie en su inicio el protagonismo estelar de Mickey Rooney. Pero la antigua estrella juvenil de MGM había dejado de ser joven y también de ser una estrella, lo cual benefició al filme, porque se observa a un Rooney ajado, sin glamour y sin aquella sonrisa que le dio fama, convincente en su papel de condenado a muerte, uno de los ocho a quienes se observan en tres momentos puntuales de la macabra espera: la llegada de Richard Walters (Clifford David) a la milla el día de la ejecución de Martin, una jornada intermedia que sirve para enlazar la acción con la tercera fecha, momentos antes de la ejecución de Walters y del motín iniciado por Mears (Mickey Rooney) tras reducir a Drake (Donald Barry), el celador que hasta entonces se ha definido por su inhumanidad y sadismo.
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