La película tiene material suficiente para un ensayo sobre la liberación y las mentiras que la impiden, pues, más allá del deseo carnal de sus protagonistas, la mentira es el centro de la trama de El seductor. La mentira social en forma de guerra abre la película en una sucesión de instantáneas del campo de batalla (de destrucción, muerte y crueldad) que no aporta soluciones. Le sigue aquella simbolizada en el letrero y en los hierros de la entrada a la escuela de señoritas a donde Amy (Pamelyn Ferdin), una de las alumnas, lleva al cabo John McBurney (Clint Eastwood), herido en su pierna. Después de comprender que en esa institución se inculcan modelos de conducta, social y moral, aceptadas por la sociedad que fomenta las cadenas y el autoengaño de los personajes, salvo en Hallie (Mae Mercer), cobra importancia la mentira individual. Allí, John tergiversa su actuación en el frente para ganarse la simpatía y la confianza de las mujeres sureñas que, si bien lo cuidan, lo encierran bajo llave porque en sus mentes él es un prisionero y un enemigo, pero ¿qué es un enemigo? ¿Alguien con rabo como dice una de las alumnas, alguien que somete o alguien que no se presta al juego de otro alguien? Lo que sí tienen claro es que se trata de un hombre y que, independientemente de la edad o de la etnia, ellas son mujeres que ocultan deseos e insatisfacciones, lo cual no hace más que recalcar la represión que silencian tras la máscara de decoro exaltada por la institución de la señorita Martha —interpretada por una excelente Geraldine Page—. Sin embargo, ni el protocolo ni las costumbres aceptadas como correctas impiden la contradicción de palabras, pensamientos y actos de esas mujeres que se arreglan ante la presencia del desconocido. Quieren llamar su atención, pues, es su objeto de deseo, aquel que florece tras el puritanismo de Edwina (Elizabeth Hartman), de la autoridad matriarcal y moral de Martha, cuyas fantasías sexuales reviven cobrando el rostro y cuerpo del herido (y también los de Edwina) para fundirse con La piedad pictórica de Botticelli, o de la aparente inocencia de adolescentes como Carol (John Ann Harris), e incluso la pequeña Amy, en su despertar a la sexualidad, muchachas a quienes se pretende condicionar para que acaten las normas y encajen dentro del orden establecido que no tardará en controlar sus instintos, sus pensamientos y sus conductas. De tal manera, el colegio se convierte en prisión de anhelos y frustraciones, en un espacio proclive para el terror que implica el vivir atrapados en medio de la guerra, de una posición social que les niega y en medio de silencios que ocultan necesidades e impiden la liberación de mujeres moralizadas que ven en el soldado, desposeído de condicionamientos morales, a un agente liberador, pero también perturbador de su cotidianidad. El filme de Siegel es a un tiempo carnal y psicológico, de modo que funciona hacia fuera, mostrando una imagen, aquella aceptada —en la que no tiene cabida Hallie debido a su condición de esclava, la cual la esclaviza físicamente pero le permite expresarse sin las ataduras de las demás—, y hacia dentro, interiorizando aquella que los personajes ocultan, su lado oscuro, pero también su lado más humano, sea el caso de John en su rol de seductor-seducido, la aparente fragilidad (impasibilidad aceptada) de Edwina o el por qué Martha amputa la pierna del cabo, sin plantearse ninguna otra opción. Quizá no la tenga o quizá se deje arrastrar por su deseo de venganza o por el anhelo de retenerlo, dominarlo y poseerlo, siendo una especie de reverso femenino de don Lope en Tristana (Luis Buñuel, 1970).
No hay comentarios:
Publicar un comentario