Por diferentes motivos el flujo de cineastas entre Europa y Hollywood ha sido constante desde la década de 1920. El berlinés Ernst Lubitsch a Paramount, tras su breve estancia en Warner Brothers, el húngaro Michael Curtiz a Warner, el alemán Paul Leni a Universal o los suecos Victor Sjöström y Mauritz Stiller a MGM fueron algunos de los cineastas que cruzaron el Atlántico hacia la California de los años veinte. Seducidos por una sustanciosa mejora salarial y por los medios que los estudios iban a poner a su disposición, estos directores firmaron sus contratos con magnates que vieron en ellos la oportunidad de ganar mayor prestigio artístico. Genialidad no faltaba entre aquellos emigrantes ilustres y bien remunerados entre quienes también se contaba Friedrich W. Murnau. Su película El último (Der Letzle mann, 1924) había sido un éxito en Europa y en Estados Unidos, de modo que William Fox encontró en el realizador alemán al artista que, concluidas las filmaciones de Fausto (Faust, 1926) y Tartufo (Herr Tartüff, 1926), viajó a Hollywood para rodar Amanecer (Sunrise, 1927), una obra maestra que si bien no fue un éxito popular, sí que proporcionó a Fox el prestigio que buscaba y que sin duda ya tenía en casa. Hacia el final del silente, Fox Films tenía en nómina a Allan Dwan, Frank Borzage, Howard Hawks, John Ford, Raoul Walsh y Robert J. Flaherty, otra suma de talento y genialidad considerable. A algunos les obligó a presenciar parte del rodaje de Amanecer para que se familiarizaran con las técnicas del director germano. Como cualquier artista tomarían nota, pero ellos ya tenían su propio estilo y la meta común de obtener la libertad con la que Murnau encaró aquella mítica filmación. Claro está, dentro del sistema de los estudios, tener carta blanca era complicado y a menudo las producciones se veían alteradas por intervenciones e imposiciones que iban en contra de lo pretendido por los cineastas. De tal manera que, en cuanto pudieron, buscaron en otro lugar la libertad creativa necesaria para trabajar acordes con sus intereses. El primero en abandonar la Fox fue Murnau, contrariado y enojado porque el mandamás del estudio se empeñó en añadir escenas sonoras a El pan nuestro de cada día (City Girl, 1930) y cambiar el final de Los cuatro diablos (Four Devils, 1928). Ante esto, un cineasta de la personalidad de Murnau no dudo en abandonar Hollywood y, en compañía de Flaherty, convertirse en independiente, dando pie a su viaje a Polinesia y a la filmación de Tabú (1931), a la postre su última película. La estancia de Murnau en Fox Films se saldó con Amanecer, Los cuatro diablos, de la que solo se conserva parte, y este magistral drama rural. Al igual que había hecho en su primera producción estadounidense, el realizador enfrentó en El pan nuestro de cada día ciudad y campo, aunque en esta ocasión el campo se convierte en una condena para la protagonista femenina, igual o peor que la experimentada en la gran ciudad, Chicago, que abandona tras casarse con Lem Tustine (Charles Farrell), un joven agricultor que tiene el encargo paterno de vender la cosecha de trigo. La llegada de la pareja a la granja refleja su felicidad, sin embargo el frío recibimiento del padre (David Torrance) de Lem, solo pregunta <<¿cuánto te dieron por el trigo?>>, y la falta de actitud por parte del hijo anuncian el distanciamiento en el que vivirá el joven matrimonio desde entonces. Sin conocerla y sin darle oportunidad, Tustine, padre, dice de Kate (Mary Duncan) que las mujeres como ella solo aman a cambio de obtener algo. Solo así se explica que una camarera se haya casado sin apenas conocer a su marido. Su intolerancia y sus prejuicios lo convierten en un ser ruin que daña a cuantos le rodean, porque no quiere que nada ni nadie trastoque la tradición, la suya, aquella que somete a su mujer y a su hijo, pues ambos se deben a él. En El pan nuestro de cada día el campo no simboliza la virtud, como sí hace en Amanecer, aquí la virtud se encuentra en la entrega de Kate, en su valor para adaptarse y en su intención de convertir a Lem en un hombre que pueda enfrentarse a la autoridad-tradición intolerante con la que el padre los asfixia y pone en peligro su relación, que también se ve amenazada por la pasividad del marido y por la presencia de Mac (Richard Alexander) y el resto de jornaleros que la desnudan con la mirada.
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