Un detonante, la muerte de su hijo (Sandro Franchina), provoca el transito de Irene (Ingrid Bergman) por el dolor que le conduce a una realidad que antes le era ajena, una realidad donde su percepción del mundo va cambiando a medida que se produce su descubrimiento y con él la imposibilidad de regresar a su estado anterior. Como la Europa de 1951, Irene busca su lugar, concienciándose de las circunstancias que afectan a esa sociedad que sufre y que no tiene cabida en la alta burguesía a la que pertenece, pero en la que ya no se encuentra ni se encontrará. Esta situación conlleva su distanciamiento de las costumbres, de la indiferencia y de los valores que había compartido con su marido (Alexander Knox), adentrándose en su reflexión y en su acercamiento a la nueva verdad que provoca en los suyos el rechazo, también la sospecha de su desequilibrio, y en los marginados a quienes ayuda su santificación. Sin embargo ella ni está loca ni es una santa, solo una es mujer que, durante su deambular por la marginalidad —a la espera de descubrir y descubrirse—, accede a un estado de conocimiento que en parte la libera de su sufrimiento. Irene sueña con un mundo mejor, pero no se queda en el plano onírico, se implica y asume hacia los desfavorecidos la maternidad perdida tras el fallecimiento de su hijo Michele, pero su esfuerzo es más utópico que real, al chocar con los prejuicios, con la ignorancia y con las normas asumidas por los suyos (la clase dominante que la juzga). Su recorrido existencial muestra muerte, pobreza, sometimiento, pero también la generosidad y la vitalidad de la madre interpretada por Giulietta Masina o el agradecimiento de la familia a quien Irene ayuda. Los encuentros y las circunstancias que surgen por el camino van provocando su entrega, fruto de ese amor hacia el prójimo al que se refiere durante su encierro, un sentimiento que la aleja de la indiferencia que dominaba la comodidad a la que ya no desea regresar. Pero en el cine de Rossellini no hay lugar para finales felices ni para falsas esperanzas, aunque sí sobrevive un pequeño atisbo de liberación en la triste mirada de la protagonista, liberación que se opone a la negación de quienes, incapaces de comprender a la trágica heroína de Rossellini, asumen que la generosidad y la entrega son síntomas de la locura y no del amor hacia los necesitados que lloran el encierro de su bienhechora en la casa de reposo donde concluye la segunda colaboración entre una excepcional Ingrid Bergman y un cineasta que, a pesar de las críticas, nunca renegó de sus intenciones didácticas y humanistas.
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