Cómicos como Charles Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd o Stan Laurel & Oliver Hardy crearon personajes tan exitosos y reconocibles que, al pensar en ellos, las primeras imágenes que vienen a la memoria popular son las de sus creaciones. Estas han sobrevivido al paso del tiempo y a las modas —siempre efímeras, impersonales, impuestas y poco novedosas—, para alcanzar la universalidad que inicialmente permitió que la entrada del sonoro no afectase a las carreras artísticas de sus inventores, como sí afectó a las de los pioneros cinematográficos Mack Sennett y David Wark Griffth —durante la etapa sonora solo rodó Abraham Lincoln (1930) y The Struggle (1931)— o la del actor John Gilbert —estrella del silente a partir de su papel protagonista en El gran desfile (The Big Parade, King Vidor, 1925)—, cuya voz no es que no resultase acorde con los personajes que interpretada, pero sí su enfrentamiento con Mayer. Aquellos vagabundos humanistas ajenos al sistema, flacos pacientes con el carácter huraño de sus compañeros, sufridos caras de palo o muchachos de pies ligeros, sombrero de paja y gafas de concha sí sobrevivieron (al menos inicialmente) al nuevo desarrollo técnico. Entre estos se encontraba Harold Lloyd, quien, debido al tipo de comedia que protagonizaba, no tuvo problemas para continuar creando divertidos gags en la década de 1930 en películas como ¡Ay, qué me caigo! (Feet First, Clyde Bruckman, 1930), Cinemanía (Movie Crazy, 1932) o La garra del gato (The Cat's Paw, 1934), ejemplos de comedia hablada pero en la que todavía se puede apreciar el humor físico y visual de las producciones protagonizadas durante el decenio anterior. Su primera incursión en el sonoro fue ¡Ay, que me caigo!, una especie de revisión de su exitosa El hombre mosca (Safety Last!, Fred Newmeyer y Sam Taylor, 1923), rodada siete años antes y con la que guarda en común la presencia de un protagonista que supera los obstáculos gracias a su capacidad para adaptarse e improvisar, o, ya en su parte final, gracias al equilibrio necesario para no caerse desde las alturas mientras asciende por la fachada de un rascacielos neoyorquino. Aunque en ¡Ay, que me caigo! esa parte final se encuentra por debajo de lo expuesto con anterioridad, quizá porque el listón estaba tan alto como la cornisa del edificio. Pero antes de llegar a ese momento de la película, su parte central se desarrolla a bordo del crucero donde accidentalmente el cómico se convierte en polizón, y como tal debe sobrevivir a base de ingenio y picaresca, que no le faltan, como tampoco carece que capacidad para mantener engañados al señor Tanner (Robert McWade) y a la joven (Barbara Kent) de quien se ha enamorado. Este escenario difiere al mostrado en El hombre mosca, lo mismo que sucede con la zapatería —en la versión silente trabaja en unos grandes almacenes— donde inicialmente se descubre a Harold Horne trabajando como chico de los recados, aunque ambiciona ser vendedor. Tampoco la historia de amor es la misma, pues el Harold sonoro se enamora de Barbara, a quien confunde con la hija de Tanner y, por lo tanto, la sitúa en una escala social antagónica a la suya. Como consecuencia, el muchacho decide matricularse en un curso de personalidad y seis meses después, con el diploma colgado en la pared, acude a una fiesta donde se produce el reencuentro y el malentendido que da pie a los equívocos y al humor que posteriormente se observa en el barco. El personaje asumido por Lloyd no difiere de sus otros soñadores románticos que desean triunfar dentro de una sociedad —que prima el dinero y la imagen— en la que parte de lo más bajo y, como consecuencia de las circunstancias que va superando, acaba en lo más alto, tanto físicamente como desde un punto de vista social, después de salir airoso de las caóticas desventuras -en la zapatería, en el club de la alta sociedad, en el barco y en la fachada el edificio- tras las que alcanza el mitificado sueño americano.
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