¿Si hubiera sido John Wayne su protagonista, como pretendía Howard Hawks, Tierra de Faraones (Land of the Pharaohs) habría sido un éxito de taquilla o el fracaso comercial que mantuvo al realizador apartado de la dirección hasta su regresó por la puerta grande con Río Bravo (1959)? Con Wayne al frente del reparto probablemente la realidad habría sido distinta a la fría acogida que tuvo entre el público, quizá desconcertado ante el aparente cambio de estilo formal y temático del cineasta, en su primera película en formato ancho, y poco motivado a la hora de acudir a las salas debido a la ausencia de una estrella como reclamo. Hawks había pensado en el protagonista de Río Rojo (Red River, 1948) para interpretar al faraón Keops, aunque intereses ajenos provocaron que finalmente el papel recayese en el británico Jack Hawkins, un actor con mayor capacidad dramática, aunque sin la presencia y el carisma del estadounidense. Este hecho jugó en contra de los resultados comerciales del film, puede que el más atípico y en apariencia el menos personal de su responsable, pero no por ello exento de aciertos: el diseño de Alexandre Trauner, la paulatina transición de las escenas espectáculo (aquellas que muestran la construcción de la pirámide y el esplendor del Antiguo Egipto) al tono opresivo e intimista que domina la parte final del metraje o la recreación de Hawkins, creíble en la ambición terrenal y en la obsesiva necesidad del faraón por edificar su suntuoso e inexpugnable acomodo en el más allá. En la presentación del personaje se comprende que el palacio no es su hogar, ya que se trata de un ser errante que ha deambulado de aquí para allá guerreando y conquistando pueblos en las numerosas campañas bélicas que lo han conducido hasta el umbral de la vejez. Este sería uno de los motivos que lo impulsan a construir la pirámide más segura y grande de cuantas han sido levantadas hasta entonces, porque en ella pretende encontrar aquello a lo que no tiene acceso en vida. Para materializar su obsesión se vale del arquitecto Vashtar (James Robertson Justice), un esclavo que puede proporcionarle la tumba que jamás podrá ser profanada, y que aquel acepta construir a cambio de la libertad de los suyos. Sangre, sudor y lágrimas van dando forma a las piedras que se acumulan en una pirámide fruto de la megalomanía de quien busca la inmortalidad. Dicha intención marca los primeros compases de Tierra de faraones, que apuesta por la espectacularidad inicial para poco a poco adentrarse en la obsesión de quien desea inmortalizar su paso por la tierra de un modo sencillo para él, aunque no para los esclavos que sangran y mueren dando forma a la tumba donde la divinidad humana será enterrado en compañía de las riquezas que pretende disfrutar en ultratumba. Los años pasan y la construcción sigue su curso, pero la vida del monarca se ve afectada por la irrupción de la princesa chipriota Nellifer (Joan Collins), a quien convierte en su segunda esposa. Este hecho provoca un cambio en la perspectiva de la historia, que hasta entonces priorizaba la relación de Keops, dividido entre su deseo terrenal y su idea sobrenatural, y el arquitecto encargado de materializar el monumento funerario. Con la irrupción de Nellifer, el personaje femenino más negativo de la filmografía hawksiana, la trama cobra aire de tragedia noir, ya que el rey se deja influenciar por una mujer fatal que en la sombra trama destruirlo para acceder al tesoro real y al trono de Egipto. Desde su aparición en la pantalla la chipriota destaca por su belleza, pero también por su desmedido deseo de adquirir la posición de poder que desata la parte final de Tierra de faraones, aquella que se desarrolla como una intriga de factura impecable, en la que ya no hay cabida para el esplendor de un Antiguo Egipto diferente al expuesto en las más exitosas Shinué el egipcio (Michael Curtiz, 1954) y Los diez mandamientos (Cecil B.DeMille, 1956).
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