El cerco (1955)
El rótulo que abre El cerco (1955) explica que <<los hechos que a continuación se relatan han sucedido realmente. Son cinco sucesos que tuvieron lugar en Barcelona y en su día fueron publicados en la presa. Sólo han variado los nombres y las circunstancias>>. Y señala que <<el presente film no tiene otro objeto que recordar que el crimen no escapa jamás a su justo castigo>>. Esta información apunta dos características fundamentales del policíaco español de la época: su ubicación en la Ciudad Condal, donde se desarrolló un tipo de thriller que combinaba aspectos autóctonos, realismo urbano e influencias del cine negro americano y del polar francés, y la "certeza" de que los criminales siempre pagan por sus delitos, ya sea por la ambición desmedida que les lleva a enfrentarse entre ellos, por la supuesta eficacia (y la violencia omitida) de las fuerzas del orden o por la inevitable intervención de la censura a la hora de dar el visto bueno a los guiones que los cineastas pretendían llevar a la pantalla. Como consecuencia, el mayor interés de este destacado acercamiento al cine negro no reside en el qué cuenta sino en el cómo lo hace. Son la moderna y precisa narrativa de Miguel Iglesias y el cercano tratamiento que el realizador hace de los delincuentes protagonistas las que dan brillo a su expeditiva y osada crónica del fracaso delictivo.
Reflejo social de su momento, pesimista y sin moralina, El cerco se abre con un plano general de una plaza urbana donde se descubre la figura de un joven que, impaciente, espera la llegada del vehículo al que sube. En la parte posterior aguarda un segundo hombre, a quien el primero muestra su revólver. El coche continúa su marcha y se insertan los nombres de los actores y actrices que conforman el reparto. Un cuarto individuo sube al auto y se sienta al lado del conductor, a quien se ve por primera vez. De nuevo un plano general de otra plaza barcelonesa, donde un quinto desconocido aguarda por ese mismo auto. Reaparecen los títulos de crédito, ahora muestran el nombre del guionista, Juan Bosch (otro de los nombres fundamentales del negro barcelonés), y del resto del equipo técnico que participó en esta obra maestra de policíaco español. Tras estos, el coche se detiene y se escuchan las primeras palabras de la película: <<¿A dónde van ustedes>>, pregunta el vigilante de la fábrica donde se detiene el vehículo. <<Somos agentes del gobierno y venimos a hacer una inspección>>, responde el segundo de los pasajeros, asumiendo su condición de jefe. Está claro que miente y la sospecha de que el quinteto lo forman delincuentes se confirma cuando asaltan la oficina. Allí, las cosas se tuercen y abaten a tres empleados. Durante la huida José (Francisco Piquer) resulta herido, Conrado (José Guardiola), el jefe y su hermano, carga con él para ayudarle a escapar. El cuarto atracador, Rodríguez (Carlos Ronda), se ve sorprendido por un operario y acaba disparando sobre él. El primer hombre, Emilio (Ángel Jordán), llega al vehículo con el botín y le ordena a Martín (Luis Induni) que ponga en marcha el automóvil. Los hermanos llegan al punto de encuentro, pero no hay rastro de sus compañeros ni del coche, de modo que roban uno para darse a la fuga. Mientras tanto Rodríguez secuestra un taxi, pero un motorista advierte a la policía. Abandona el transporte y sube a un tranvía, pero el motorista y los agentes no lo pierden de vista. Él es el primero en pagar por su crimen.
Los quince minutos iniciales de El cerco no conceden respiro, pero tras la muerte del delincuente, la contundencia y la intensidad disminuyen, no así la tensión generada por la precisa exposición de los hechos que rodean al resto de sus compinches, a quienes Iglesias concede el protagonismo, a pesar de que la presencia policial cobra relativa importancia a raíz de la investigación que la policía lleva a cabo siguiendo las pocas pistas que tiene: el nombre de un boxeador, Martín, y amigo del fallecido, o el taxista que llevó a Conrado y a José hasta la casa de Ana (Isabel de Castro), la prostituta de lujo que los pone en contacto con un médico clandestino que atiende al herido exclusivamente por dinero. Como consecuencia de la separación de los criminales, el metraje reparte sus minutos entre los distintos miembros de la banda. El cerco se estrecha y Emilio, dispuesto a quedarse con el botín, se oculta en la casa de los padres de su novia (Carmen de Ronda), un espacio ajeno a su realidad y a la que se vive en una gran urbe como Barcelona. Con la ambición y la presencia policial ya no cabe la menor duda de que los atracadores irán cayendo de uno en uno a manos de la policía, más que intentar detenerlos ejecuta sin miramientos a Rodríguez, a Martín y a José, pero también por la avaricia, la traición y las circunstancias que influyen en el pensamiento de perdedores condenados al fracaso anunciado de antemano.
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