domingo, 29 de mayo de 2016
Cielo negro (1951)
jueves, 26 de mayo de 2016
El arpa birmana (1956)
lunes, 16 de mayo de 2016
Corazones del mundo (1918)
Pero Griffith siguió adelante con el rodaje de esta superproducción que se abre con imágenes suyas en el frente occidental y su encuentro con el primer ministro británico David Lloyd George. Como consecuencia de esta introducción, desde una perspectiva ideológica, la película se posiciona desde su primer minuto, al tiempo que ubica la acción en un contesto real que en manos del responsable de El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation; 1914) se convierte en un espacio donde se mezcla épica, realismo, partidismo y el melodrama folletinesco que se vive en medio de la lucha armada, por lo que la rigurosidad histórica y los múltiples motivos que provocaron el conflicto (entre ellos la política de los gobiernos, las actividades militares o la exaltación nacional) brillan por su ausencia. El realizador encaró su primera incursión en el género bélico primando la espectacularidad, el drama y su visión de los hechos, que dividía a los beligerantes en buenos y malos o, dicho de otra manera, entre quienes luchan por la libertad y aquellos que pretenden erradicarla. Esta circunstancia se observa a lo largo de la trama protagonizada por dos familias estadounidenses afincadas en suelo francés, cuyos hijos se enamoran poco antes de que la guerra se desate y los separe. A pesar de que no se trata de su país, Douglas (Robert Harron) se alista, convencido del deber de velar por la idea de libertad que le inculcaron, la misma idea que defendería su nación de origen y la misma que el enemigo pretende destruir arrasando cuanto encuentra a su paso. Enviado al frente cercano a su hogar, participa en la lucha hasta que cae malherido, mientras, en el pueblo varios miembros de las dos familias fallecen durante un ataque alemán. Esta desgracia lleva a Marie (Lillian Gish) a deambular desesperada por el campo de batalla, en una escena que concluye cuando encuentra a su amado, a quien da por muerto y a quien vela durante toda la noche. Al amanecer ella regresa a casa sin saber que varios enfermeros descubren al muchacho con vida. Trasladado a un hospital se recupera de sus heridas y se reincorpora al frente, donde no tarda en hacerse pasar por oficial prusiano para cruzar las lineas enemigas, lo que le permite ir en busca de su novia, que sufre el acoso y los malos tratos del enemigo conquistador que se representa en la figura de Von Strohm (George Siegmann). Como película propagandística, Corazones del mundo cumplió su objetivo, pero más allá de esta cuestión, destaca por la fluidez narrativa de Griffith, que combina la épica de las escenas de batalla con la desesperación que sufre la población civil, individualizada en la enamorada, en la muchacha interpretada por Dorothy Gish y en los hermanos del soldado. El uso del montaje, del plano-detalle, de imágenes espectaculares o del rescate in extremis (por parte del ejército estadounidense) son características de un estilo que sobrevive al paso del tiempo, no así su mensaje, más forzado y menos honesto que la comicidad pacifista que Charles Chaplin empleó en Armas al hombro (Shoulder Arms; 1918) o la poética denuncia con la que Abel Gance dio forma a Yo acuso (J'accuse; 1919), dos producciones que mostraron la contienda desde una perspectiva distinta a la expuesta por Griffith en este éxito de taquilla que sentó las bases sobre las que se desarrollaría el cine bélico posterior.
viernes, 13 de mayo de 2016
La aldea maldita (1930)
martes, 10 de mayo de 2016
Punto de ruptura (1950)
lunes, 9 de mayo de 2016
El héroe solitario (1957)
En la cabina de The Spirit of St. Louis se cuela una mosca, pero no lo hace por error o por echar por tierra la travesía oceánica de Charles A. Lindbergh (James Stewart). Lo hace para posibilitar a Billy Wilder una escena similar a la que años atrás, antes de debutar en la dirección en El mayor y la menor (The Major and the Minor, 1942), había sido eliminada de Si no amaneciera (Hold Back the Dawn; Mitchell Leisen, 1941). Aquella escena, escrita por Wilder y Charles Brackett, mostraba al personaje de Charles Boyer hablando a una cucaracha en la habitación del hotel donde aquel se consumía a la espera de cruzar la frontera, pero el actor la consideró una idiotez y convenció a Leisen para eliminarla de la película. Por aquel entonces, Wilder no tenía el peso suficiente dentro de la industria cinematográfica para imponer su criterio, pero, dieciséis años después, su importancia dentro de la misma había crecido hasta permitirle, a pesar de las reticencias de James Stewart, que su personaje se dirigiera a ese polizón que se introduce en el aparato que vuela de Nueva York a París. Más allá de esta escena, la historia y los personajes de El héroe solitario (The Spirit of St. Louis, 1957) carecen del atractivo de las mejores películas de Wilder, a quien poco o nada le interesaban los héroes inmaculados, como confirma su filmografía repleta de hombres y de mujeres que no presentan aspectos heroicos y sí zonas grises que les confieren mayor complejidad y cercanía que el Lindbergh de Stewart.
Igual de lineal que el protagonista resulta la acción que se desarrolla a lo largo de dos horas, durante las cuales se suceden flashbacks con el presente, pero, salvo el primero, los retrocesos temporales apenas aportan a una trama que el cineasta no pudo desarrollar a su gusto. Como consecuencia, nada de lo expuesto parece formar parte del universo del realizador de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), debido a la imposibilidad de profundizar en una historia y en un personaje que no encajaban dentro de sus intereses, porque, a fin de cuentas, su cine desmitifica no magnifica, que es lo pretendido por esta producción en la que el Lindbergh real impuso como condición que se ciñeran al libro en el que describió su odisea. Los primeros minutos del film muestran al aviador la noche antes de su vuelo transatlántico sin escalas, un viaje que nadie ha conseguido realizar con éxito. En ese instante, el cineasta insertó la primera analepsis, que ocupa la primera parte de la película, para mostrar un pasado cercano que descubre al piloto con la ilusión de comprar un avión que le permita intentar la travesía. Durante los siguientes minutos consigue el dinero, el apoyo incondicional de quienes realizan la inversión y la entrega absoluta de los operarios de la fábrica Ryan donde se construye el aparato. Todo parece maravilloso, pero no para el estilo de Wilder ni para su lucidez corrosiva, de tal manera que se tiene la sensación de que la gesta aérea no es más que el fruto de la necesidad de dejar constancia de un hecho ya sabido que, debido a la imposibilidad de ahondar en aspectos más allá de lo expuesto, pierde interés, al menos el interés que despiertan la mayoría de las producciones del responsable de El apartamento (The Apartment, 1960), que realizó una película digna, pero que desentona dentro de su obra cinematográfica.
jueves, 5 de mayo de 2016
Blow Up (1966)
En las películas de Michelangelo Antonioni prevalecen silencios e imágenes que enfrentan múltiples realidades, captan vacíos existenciales o transmiten la incomunicación que distancia a sus personajes. Este gusto por ahondar en las complejidades humanas nace de una intención intelectual que podría generar otro tipo de distanciamiento, aquel que se produce entre lo expuesto y quien lo interpreta, en ocasiones, ajeno a la abstracción filosófica y a la rebuscada narrativa del emisor. Este podría ser el caso de Blow Up (1966), admirada por unos y rechazada por otros, que parte de la libre adaptación del cuento de Julio Cotázar Las babas del diablo para mostrar a un fotógrafo incapaz de mantener relaciones más allá de aquellas que experimenta a través de su cámara fotográfica, desde la que capta una realidad que bien podría ser otra muy distinta, y así hasta completar las múltiples opciones que van apareciendo durante el obsesivo revelado, y posterior aumento, de los negativos de la pareja de desconocidos que fotografía en un solitario parque londinense. La joven (Vanessa Redgrave) lo sigue hasta su casa para exigirle esos negativos que Thomas (David Hemmings) estudia después de que el comportamiento de la extraña despierte su curiosidad, algo inusual en su rutina diaria, en la que ni pregunta ni busca respuestas. En una de las fotos sigue la mirada de la chica hasta los árboles que posteriormente amplía. Entre ellos descubre a un hombre apuntando con un arma y, en un estudio posterior, el cadáver de aquel a quien creía haber salvado como consecuencia de su aparición en el parque. Las fotografías sirven de escusa para mostrar a un hombre que observa el mundo a través de su cámara, pero de una manera distinta al mirón de La ventana indiscreta (Rear Window; Alfred Hitchcock, 1954) o al psicópata de El fotógrafo del pánico (Peeping Tom; Michael Powell, 1960), porque el personaje interpretado por Hemmings no se entretiene mirando ni tiene intención de alterar ni de formar parte de aquello que observa. En su primera aparición en la pantalla Thomas se hace pasar por un indigente para tener acceso al entorno marginal que capta para incluirlo en su álbum fotográfico, pero, más allá de esto, no muestra mayor interés. Su única actuación se produce en su estudio, donde ordena a las modelos, autómatas inexpresivas, que posen de esta o aquella manera, fuera de su ámbito se encuentra incapacitado para enfrentarse a la supuesta realidad en la que vive, como tampoco está capacitado para hacer frente al aparente asesinato que descubre en los negativos que no tardan en desaparecer de su piso, del mismo modo que también desaparece el cadáver del parque. ¿Qué ha visto? ¿La realidad o su interpretación de aquello que considera real? Este personaje, que pretende capturar la realidad, no distingue entre lo real y lo aparente, porque en su entorno y en su interior, como sucede en tantos otros, lo uno y lo otro se confunden para crear múltiples posibilidades, de las que no participa (ni tiene constancia de su existencia) porque su conexión con el medio físico se produce a través de la lente de su objetivo, de ahí que prefiera el falso acto sexual en una sesión fotográfica al ofrecimiento carnal de la extraña que irrumpe en su monotonía para conducirlo a un plano más reflexivo, en el que acaba por aceptar que ni su cámara puede captar la verdad absoluta, ya que esta no deja de ser la interpretación subjetiva de quien observa.
lunes, 2 de mayo de 2016
Doble vida (1947)
Se podrían escribir mil y una etiquetas que forman parte de la cultura popular y cinematográfica, tópicos que se repiten y que quizá guarden algo de verdad, pero que no profundizan en las complejidades artísticas de cineastas como George Cukor, a quien, desde su llegada a Hollywood, se le atribuyó el rol de director de actrices. Esta circunstancia condicionó su carrera y las decisiones de los ejecutivos para quienes trabajó, que pensaban en él como un realizador capacitado para sacar lo mejor de las actrices con quienes trabajaba. Como consecuencia, los directivos de la MGM, y de los estudios a los que fue prestado, le encargaban películas cuyos personajes más atractivos y mejor desarrollados eran mujeres, pero, gracias a la primera de sus siete colaboraciones con Garson Kanin y Ruth Gordon, pudo demostrar que era algo más que un director de mujeres. Si bien en sus películas predominan los personajes femeninos sobre los masculinos, en su primera adaptación de un guión escrito por el matrimonio Kanin, el director de Vivir para gozar (Holiday, 1937) realizó un drama subjetivo cuyo protagonismo absoluto recayó en el personaje interpretado por Ronald Colman —en un primer momento, los guionistas y Cukor habían pensado en Laurence Olivier para el protagonista, pero el actor estaba trabajando en otro proyecto y el papel fue para Colman. Su actuación en Doble vida (A Double Life, 1947) le reportó el Oscar al mejor actor del año, una actuación que, en buena medida, fue posible gracias a la capacidad de Cukor para extraerle la personalidad enfermiza del personaje, la cual adquiere forma sobre el escenario donde se produce la transformación de Anthony John. Pero, aparte de lo ha dicho, Doble vida significó un punto de inflexión en la carrera del cineasta.