lunes, 24 de agosto de 2015

Los diez mandamientos (1923)


El público que acudió a la proyección de Intolerancia (Intolerance, 1916), esperando disfrutar de la película como lo había hecho con El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915), sintió perplejidad (y puede que decepción) ante lo expuesto por David Wark Griffith en su arriesgada y compleja intención de combinar varios tiempos históricos en un proyecto que resultó un fracaso comercial. Pero esta incomprensión generalizada, hacia un film tan novedoso en su momento como indispensable en la evolución cinematográfica, no fue compartida por cineastas como Carl Theodor Dreyer, Sergei M. Eisenstein, Vsevolod Pudovkin, Buster Keaton o Cecil B. DeMille, que sí captaron la valía de la técnica narrativa empleada por Griffith. DeMille, al igual que Dreyer en Páginas del libro de Satán (Blade af Satans bog, 1919) o Keaton en Tres edades (Three Ages, 1923), tomó como referencia Intolerancia para realizar su primera versión de Los diez mandamientos (The Ten Commandments, 1923), aunque, advertido por los desastrosos resultados económicos de una de las producciones más desmesuradas e influyentes de la historia del cine, el realizador de El signo de la cruz (The Sign of the Cross, 1932) se decantó por la linealidad temporal que provoca que su película pueda verse como dos films autónomos, ya que nada tienen que ver entre sí las dos historias que se delimitan mediante el libro que se cierra hacía la mitad del metraje, momento en el cual se abandona el antiguo Egipto para trasladar la acción a un espacio contemporáneo que, según informan los intertítulos, ha olvidado los mandamientos a los que hace referencia el título. El periplo por la antigüedad muestra a un Moisés avejentado (Theodore Roberts), amenazando al faraón para que libere al pueblo hebreo de la esclavitud que deja atrás cuando el elegido lo guía a través de las aguas del Mar Rojo y de las arenas del desierto hasta alcanzar la montaña donde talla los mandamientos que se sobreimpresionan en la pantalla, los mismos mandatos que Martha McTavish (Edythe Chapman) lee a sus hijos antes de cerrar las tapas del libro que ha estado leyendo. Con este recurso, aparentemente sencillo, DeMille cerró la primera parte e inició el drama que protagonizan Danny (Rod La Roque) y Johnny McTavish (Richard Dix), dos hermanos en quienes se representa el bien y el mal, siendo el primero de ellos la imagen de alguien que, al no creer en mandatos celestiales (toma sus decisiones según sus necesidades), es capaz de robar y asesinar, mientras que el segundo, al acatar los preceptos inculcados por su madre (aquello que el realizador establece como correcto), destaca por su bondad y su generosidad, como demuestra el sacrificio que significa renunciar a Mary (Leatrice Joy) en aras de la felicidad de su hermano, felicidad que aquel nunca llega a alcanzar. Treinta y tres años después del estreno de este film, DeMille cerró su carrera realizando Los diez mandamientos (The Ten Commandments, 1956), pero en esta nueva versión la historia contemporánea desaparece en beneficio de las circunstancias que conducen al Moisés interpretado por Charlton Heston a acaudillar el éxodo hebreo, pero ambas películas guardan aspectos comunes, entre ellos la simplificación de la dualidad bien-mal, lo cual genera la sensación de que tanto los hermanos de la versión silente como el duelo que mantienen Ramsés y Moisés en la rodada en color no tiene más razón de ser que la de encajar dentro del maniqueísmo de uno de los directores más exitosos del Hollywood clásico.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Mad Max: Furia en la carretera (2015)



<<Mi nombre es Max. Mi mundo es fuego y sangre. Antes era policía, un guerrero de la carretera buscando hacer justicia. Con el declive del mundo llegó, de una forma u otra, el de cada uno de nosotros. Era difícil saber quién estaba más loco, yo o los demás>>. Para muchos la introducción que Max Rockatansky (Tom Hardy) hace de sí mismo es innecesaria, aunque para las nuevas generaciones puede que sí lo sea, de modo que este solitario antihéroe se presenta a sí mismo como un superviviente que habita en un mundo post-apocalíptico por donde huye de los vivos mientras no puede hacerlo de los fantasmas que lo persiguen durante su viaje sin destino por la desolación. Esta presentación confirma que Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road) no es una secuela de la trilogía australiana protagonizada por Mel Gibson y dirigida por George Miller entre los años 1979 y 1985, sino una revisión de la misma, que se decanta por renovar a su personaje y devolverlo a la aridez del páramo habitado por humanos que, como Max, han perdido parte de su condición. Sin embargo, y a pesar de las tres décadas que separa a 
Mad Max: Furia en la carretera de la anterior entrega de la serie, esta nueva aventura resulta cercana a Mad Max 2. El guerrero de la carretera (Mad Max 2, 1981) y a la parte final de Mad Max: Más allá de la cúpula del trueno (Mad Max: Beyond Thunderdome, 1985). Aunque más adrenalítica que aquellas y escasa de diálogos, su desenfrenado ritmo narrativo, desarrollado a lo largo de la trepidante persecución que engloba la práctica totalidad de su metraje, nace del montaje realizado por Margaret Sixel y por el propio Miller (que emplea el montaje para dar velocidad y algo de la locura del mundo de Max a la narrativa cinematográfica del film) y de las imágenes de tonalidad terrosa y árida   fotografiadas por John Seale, pero son los silencios de sus dos protagonistas principales los que permiten acceder a su evolución emotiva, que va desde el violento rechazo inicial, pasando por la aceptación de saber que se necesitan, hasta reconocerse como iguales en su intención de sobrevivir dentro de un entorno donde la esperanza, el pensamiento y la capacidad de elegir han sido sustituidas por el fanatismo y la promesa de alcanzar el Valhalla.


Como tantos otros antihéroes solitarios antes que él, Max es un ser descompuesto sin más pretensión que la de vivir un día más, y sin embargo aún conserva parte de aquella cordura pretérita que asegura haber perdido al no encontrar el equilibrio entre su presente y el pasado que lo atormenta a lo largo de
 la persecución que se desarrolla sobre la arena, por donde circulan decenas de vehículos que colisionan en su intento de recuperar a las mujeres que acompañan al protagonista en su huida hacia ese renacer que él se ha negado para sí. En los personajes femeninos reside una de las novedades más destacadas de esta entrega, pues, al contrario que en la trilogía precedente, la presencia en Mad Max: Furia en la carretera de Imperator Furiosa (Charlize Theron) iguala en rudeza y en importancia al loco solitario, y puede que, como aquel, también ella hubiera sido indiferente a la desolación que caracteriza el mundo que habitan. Pero, en el momento de arrancar el film, se posiciona y opta por redimirse de sus actos pretéritos, decisión que implica traicionar al líder de la ciudadela donde inicialmente se retiene al vagabundo, que, a pesar de no buscar venganza, se caracteriza por la amargura, el individualismo y la soledad que definen a otros personajes del western, sin ir más lejos a los interpretados por Randolph Scott a las órdenes de Budd Boetticher.

domingo, 16 de agosto de 2015

Kingsman. Servicio secreto (2014)


Apenas dos siglos atrás, la población mundial no alcanzaba la cifra de los mil millones de habitantes; en la época en la que se ambienta Kingsman. Servicio secreto (Kingsman: The Secret Service, 2014), supera los siete mil millones de personas. Dicha superpoblación, y los problemas que conlleva (cambio climático, desequilibrios socio-económicos, hambrunas, migraciones masivas,...) convence a los máximos mandatarios mundiales para aceptar la propuesta de Valentine (Samuel L. Jackson), el multimillonario que asegura que la violencia le produce malestar, aunque no duda en emplearla de forma indirecta (él no quiere ensuciarse las manos) y continuada para reducir de manera drástica el número de habitantes del planeta. El fin que persigue este alucinado villano sería el de salvar a la raza humana de su extinción, y para ello ha optado por crear una sociedad compuesta por quienes considera dignos de formar parte de la misma (postura que delata su narcisismo, su megalomanía y su locura). Pero Kingsman. Servicio secreto no es una simple película de acción, amistad, aprendizaje o espionaje en la que se enfrentan héroes y villanos que encajarían sin apenas esfuerzo tanto en una aventura de James Bond (el interpretado por Sean Connery o Roger Moore) como en un episodio de la serie británica Los vengadores, sino que se desvela como una sátira subversiva que, al tiempo que ofrece frescura y desenfado al cine de espías actual, ironiza sobre el orden establecido. Kingsman, nombre del servicio secreto del que forma parte Harry Hart (Colin Firth), no depende de ningún gobierno ni organismo porque sus fundadores fueron conscientes de la necesidad de ser imparciales, lo cual ha mantenido a la agencia alejada de los intereses de este o de aquel país, pero siempre desde el conservadurismo que se observa en la procedencia social de sus miembros. De ese modo, dentro de la elegante clandestinidad en la que opera Kingsman, Eggsy (Taron Egerton), el candidato elegido por Hart para ocupar el puesto vacante, parece no encajar porque se recela de su valía como consecuencia de sus orígenes humildes. Pero Harry, gentleman refinado y letal donde los haya, confía en el potencial de su pupilo, por lo que no duda en ofrecerle la posibilidad de aprender desde una perspectiva que Eggsy no había contemplado con anterioridad. De tal manera, el joven se convierte en un alumno que se identifica con la vendedora de flores a la que dio vida Audrey Hepburn en My Fair Lady (George Cukor, 1962), ya que se trata de un adolescente marginal, poco refinado, que muestra un comportamiento que lo opone al resto de candidatos al puesto de Lancelot (cada agente recibe un nombre artúrico). Pero, al igual que la Elisa encarnada por Hepburn, el muchacho muestra un afán de superación que le permite reconstruirse desde la supuesta falta de estilo al que se refiere Arthur (Michael Caine), el mandamás de Kingsman, quien no duda en calificarlo de paleto porque no posee una educación ni refinada ni aristocrática, lo cual delata el esnobismo que también caracteriza a la mayoría de los aspirantes, que no comprenden que la valía no proviene de la cuna, sino del empeño y de la superación que convierten a Eggsy en la imagen renovada (y rebelde) de su elegante y flemático mentor.


jueves, 13 de agosto de 2015

Yellow Submarine (1968)

Considerada en la actualidad película de culto, El submarino amarillo (Yellow Submarine) tuvo su razón de ser hacia finales de la década de 1960, cuando su cuarteto protagonista llevaba un par de años alejado de las actuaciones en directo y se dedicaba a las grabaciones de estudio, lo cual posibilitó la experimentación y la evolución de su estilo musical, como se aprecia en los álbumes Revolver (1966) y Sgt.Pepper's Lonely Hearts Club Band (1967) o en las canciones que componen la banda sonora de este vanguardista largometraje animado, canciones que en algunos casos ya aparecían en el primero de los elepés citados. Pero vista a día de hoy Yellow Submarine se antoja un film para nostálgicos y seguidores de un grupo que se convirtió por derecho propio en icono cultural del siglo XX, por lo que un supuesto remake no tendría razón de ser (al parecer Robert Zemeckis quiso llevarlo a cabo en 2012), ya que la nueva versión carecería del sentido que sí tuvo en una década de luchas por la igualdad racial, de protestas estudiantiles, de conflictos bélicos, de guerra fría, de pop, de rebeldía o de consumo de alucinógenos, pero también del florecimiento de la música psicodélica como movimiento contracultural, un movimiento que concluyó a principios de los setenta y en el que participaron, aparte de The Beatles, grupos míticos como The Rolling StonesThe YardbirdsPink Floyd o The Doors. Pero no solo en la música de aquellos años se aprecian rasgos psicodélicos, también se pueden encontrar en la pintura o en el medio cinematográfico, por ejemplo en los títulos de crédito de la saga 007 o en producciones como Easy Ryder (Dennis Hooper, 1969), road movie de gran éxito en su momento, El viaje (Roger Corman, 1967), primera película que trata de manera explícita el consumo del LSD o en la popular Cowboy de medianoche (John Schlesinger, 1969). En algún momento de los tres films citados se muestra el consumo de sustancias psicotrópicas, no así en la cuarta película protagonizada por The Beatles, una novedosa y atrevida aventura animada que semeja extraída de una noche de consumo máximo de alucinógenos, durante la cual George Harrison, John Lennon, Paul McCartney y Ringo Starr se convierten en personajes de dibujo y solo al final del film se muestran en carne y hueso. El submarino amarillo, fantasía surrealista y psicodélica, fue realizada por el animador canadiense George Dunning (su único largometraje como realizador) y en ella el cuarteto de Liverpool solo prestó su voz a las canciones que componen la banda sonora del film (Yellow Submarine, Love You To, All Together Now o All You Need Is Love), siendo doblados en los diálogos por Paul Angelis, Peter Batten, John Clive y Geoffrey Hughes. La idea de la película partió de la canción de mismo título, una canción que ideó Paul McCartney y que cantó Ringo Starr, y que se lanzó como sencillo del álbum Revolver, uno de los más prestigiosos del grupo y en el que se aprecia un cambio en el estilo musical del cuarteto. La historia de Yellow Submarine se inicia en Pepperland, país colorista donde todo es armonía gracias a la presencia de la Sgt.Pepper's Lonely Hearts Club Band, banda musical que queda atrapada en el interior de una burbuja que les impide tocar. Como consecuencia de este hecho, los negativos Blue Maines se apoderen del lugar, siendo "el joven" Fred el único que logra escapar de la invasión, y lo hace en el interior del submarino amarillo que Ringo descubre en Liverpool, donde Fred pide ayuda a los Beatles, que embarcan en el sumergible que les conducirá a través de mares increíbles hasta esa tierra que ha perdido el color y el sonido.

jueves, 6 de agosto de 2015

American Graffiti (1973)


La relación cinematográfica entre Francis Ford Coppola y George Lucas se inició durante el rodaje de El valle del arco iris (Finian's Rainbow, 1968), musical dirigido por el primero y al cual el segundo asistió gracias a la beca obtenida tras ganar el primer premio en el festival nacional de Escuelas de Cine por el cortometraje THX 1138: 4EB. Un año después volvieron a coincidir en Llueve sobre mi corazón (The Rain People,
 1969), de nuevo con Coppola como director y Lucas ejerciendo de productor asociado. Ese mismo año fundaron (en colaboración de otros cineastas) la American Zoetrope, productora en la que se gestó el primer largometraje profesional de George LucasTHX 1138 (1971), aburrido film de ciencia-ficción (basado en el corto que presentó como proyecto universitario) que pasó sin pena ni gloria por las salas comerciales y en el que el realizador de Drácula de Bram Stoker (1992) participó como productor ejecutivo. A pesar de este traspié comercial y artístico, la relación profesional entre ambos continuó en American Graffiti (1973), el primer gran éxito de Lucas y una película muy lucrativa tanto para la pareja de cineastas como para la Universal Pictures, major que había puesto como una de sus condiciones para dar luz verde al proyecto que el nombre del director de El padrino (The Godfather, 1972) apareciese en los títulos de crédito (la fama adquirida por Coppola tras su adaptación de la novela de Mario Puzo era un reclamo publicitario muy atractivo). Coppola supo aprovechar esta circunstancia para evitar que la película de su amigo sufriera cambios en el montaje final, aunque esto no impidió que el film corroborase las carencias del responsable de Star Wars en la dirección, carencias narrativas que ya se observan en su anterior largometraje. Desde cierto tono autobiográfico y nostálgico, American Graffiti ofrece una perspectiva inocente y superflua de la adolescencia estadounidense de los primeros años de la década de 1960, centrando su interés en cuatro amigos que a lo largo de una noche deambulan por separado por las luminosas calles de Modesto (población natal de Lucas), transitadas por automóviles en los que se dejan escuchar los numerosos clásicos de rock que suenan a través de la emisora local. Pero, por mucha música que se escuche durante el metraje, American Graffiti resulta una propuesta carente de ritmo y también de interés, pues apenas profundiza en las supuestas inquietudes del cuarteto protagonista, reflejo de una juventud que todavía no había sufrido las consecuencias de los turbulentos años que siguieron a esa noche del verano de 1962, durante la cual se desarrollan las andanzas nocturnas de Steve (Ron Howard), Curt (Richard Dreyffus), John (Paul Le Mat) y Terry (Charles Martin Smith). Los dos primeros disfrutan de sus últimas horas en el pueblo que les ha visto crecer, ya que a la mañana siguiente tomarán el avión que los aleje de su cotidianidad presente para trasladarlos hasta un futuro universitario incierto, sin los amigos de siempre y lejos del hogar. Pero, al contrario que Steve, Curt no tiene claro que su camino sea abandonar cuanto conoce, quizá porque ese espacio transitado por vehículos llamativos le proporcione una cómoda sensación de pertenencia y seguridad. Sin embargo, a medida que transcurren las horas, se produce un cambio en los pensamientos de ambos y se descubre a Steve dominado por las dudas que surgen a partir de la relación que mantiene con Laurie (Cindy Williams). Los casos de Terry y John no plantean interrogantes sobre su futuro, aunque sí sobre su presente, ya que ambos son conscientes de que permanecerán en esa ciudad donde el primero se muestra inseguro y tímido, a la sombra de sus amigos, mientras que el segundo oculta sus inseguridades entre carreras de coches y su pose a lo James Dean de Rebelde sin causa (Rebel without a Cause, 1955), un clásico dirigido por Nicholas Ray que trata con mayor complejidad el mundo de la adolescencia que también Francis Ford Coppola retrató en Rebeldes (Outsiders, 1983) y La ley de la calle (The Rumble Fish, 1983).