viernes, 23 de enero de 2015

Los niños de Hiroshima (1952)


El 6 de agosto de 1945, el cielo de Hiroshima se cubrió con una nube radioactiva bajo la cual perecieron más de cien mil personas, la mayoría civiles. Sin distinción de edades ni de sexos, ni de ideas, de culpas o disculpas, la explosión arrasó su radio de acción, pero Los niños de Hiroshima (Gembaku no ko, 1952) no se centra en este fatídico día ni en esas miles de víctimas instantáneas de una bomba hasta entonces nunca vista ni sufrida. Nacido en 1912, en la misma Hiroshima, Kaneto Shindô volvió la vista hacia su pasado y miró la hecatombe desde la perspectiva de Takako (Nobuko Otowa), una joven maestra que perdió a su familia durante aquella aciaga jornada en la que ella sobrevivió. Varios años después del incidente, aprovechando sus vacaciones de verano, regresa a la ciudad donde, a pesar de que la vida continúa, se observan las consecuencias de aquel instante que cambió el destino de los supervivientes mientras borraba el de los muertos. Con Los niños de Hiroshima, Shindô no buscaba señalar culpables, tampoco juzgar aquel momento ya pasado, que se presenta en una fugaz sucesión de imágenes en la parte inicial del film, sino que prefirió mirar al presente (y de ahí, a un futuro que lo mejore) y constatar las consecuencias de una guerra que, en palabras de la alumna moribunda, fue un infierno. Y, aunque ese infierno no desapareció con la conclusión de la contienda, por fortuna, tanto para Takako como para muchos de sus vecinos, la esperanza y la vida laten entre los escombros, lo hacen con fuerza creciente para, de nuevo, abrirse camino.


La primera parada de la heroína nos lleva hasta el emplazamiento donde, tiempo atrás, se levantaba su hogar. Allí honra la memoria de sus difuntos, antes de reemprender su recorrido, durante el cual se encontrará con huérfanos (como ella) y otras personas que perecen como consecuencia de la radiación, que continúa afectando a parte de la población, a mujeres como su amiga Natsue (Miwa Saito), que no puede tener hijos, u hombres como Iwakichi (Osamu Takizawa), un antiguo conocido que luce en su rostro la marca de una explosión que también ha estigmatizado su interior. Iwakichi se avergüenza de su ceguera y de que esta lo haya condenado a pedir limosna para sobrevivir. Además, esta imagen humana, física y espiritual, de aquel agosto de 1945, confiesa a Takako su incapacidad para asumir el cuidado de su nieto de siete años, un niño que, como tantos otros en la ciudad, vive en un orfanato. Pero, a pesar de la distancia, el pequeño se ha convertido en la fuerza vital de Iwakichi, por ello se niega a aceptar la propuesta de la maestra cuando le ofrece la posibilidad de un hogar para el niño. Ante la negativa del abuelo, y después de visitar el orfanato, la joven decide aventurarse por las calles de la ciudad para saber qué fue de sus antiguos alumnos; de ese modo inicia su recorrido por las huellas imborrables que se presentan tanto en su memoria (Natsue y ella misma todavía se estremecen al escuchar el sonido de los aviones que sobrevuelan Hiroshima) como en la cotidianidad en la que, además de las secuelas, también descubre optimismo y aceptación (en la familia de uno de los niños a quien dio clase), indiferencia (en otro de antiguo alumno) o la resignación de una niña moribunda de quien también fue maestra.

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