La primera parada de la heroína nos lleva hasta el emplazamiento donde, tiempo atrás, se levantaba su hogar. Allí honra la memoria de sus difuntos, antes de reemprender su recorrido, durante el cual se encontrará con huérfanos (como ella) y otras personas que perecen como consecuencia de la radiación, que continúa afectando a parte de la población, a mujeres como su amiga Natsue (Miwa Saito), que no puede tener hijos, u hombres como Iwakichi (Osamu Takizawa), un antiguo conocido que luce en su rostro la marca de una explosión que también ha estigmatizado su interior. Iwakichi se avergüenza de su ceguera y de que esta lo haya condenado a pedir limosna para sobrevivir. Además, esta imagen humana, física y espiritual, de aquel agosto de 1945, confiesa a Takako su incapacidad para asumir el cuidado de su nieto de siete años, un niño que, como tantos otros en la ciudad, vive en un orfanato. Pero, a pesar de la distancia, el pequeño se ha convertido en la fuerza vital de Iwakichi, por ello se niega a aceptar la propuesta de la maestra cuando le ofrece la posibilidad de un hogar para el niño. Ante la negativa del abuelo, y después de visitar el orfanato, la joven decide aventurarse por las calles de la ciudad para saber qué fue de sus antiguos alumnos; de ese modo inicia su recorrido por las huellas imborrables que se presentan tanto en su memoria (Natsue y ella misma todavía se estremecen al escuchar el sonido de los aviones que sobrevuelan Hiroshima) como en la cotidianidad en la que, además de las secuelas, también descubre optimismo y aceptación (en la familia de uno de los niños a quien dio clase), indiferencia (en otro de antiguo alumno) o la resignación de una niña moribunda de quien también fue maestra.
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