El nacimiento de Jason Bourne (Matt Damon) se materializa cuando un pesquero le recoge de las oscuras aguas sobre las que flota malherido. Allí le curan sus heridas de bala y le aceptan como a uno más entre ellos, sin embargo, él no puede aceptarse, ya que se descubre sin pasado, sin nombre y sin comprender el motivo que provocó los balazos que luce en su espalda. Lo único que sabe, y que le desconcierta de igual manera que aquello que ignora, es el número de una cuenta bancaria que alguien implantó bajo su piel. Para este recién nacido solo existe la certeza de que debe darse una identidad que le permita conocerse, así que para ello sigue la única pista que posee y se traslada a Suiza, donde encuentra dinero, pasaportes y una pistola que arroja a una papelera (¿inconscientemente siente rechazo por su yo pasado?). Ahora conoce su nombre: Bourne, Jason Bourne, residente en París, aunque a decir verdad no tiene constancia de que ni lo uno ni lo otro sean fiables. A pesar de este planteamiento inicial, El caso Bourne (The Bourne Identity) resulta previsible, más si cabe porque, gracias al enfrentamiento dialéctico que mantienen Ted Conklin (Chris Coper) y Ward Abbott (Brian Cox), se tiene acceso a toda la información que el desmemoriado irá recopilando a lo largo de las persecuciones y de las peleas que se convierten en la llave que posibilita su avance. Las evidentes carencias dramáticas y significativas de El caso Bourne no desmerecen el acierto del guionista de la saga, Tony Gilroy, al desmarcase de la insustancial novela de Robert Ludlum, dejando que la trama transite por otros derroteros en los que no hay cabida para el temor a Carlos, y sí para el descubrimiento de que Bourne es un asesino sin escrúpulos que ejecuta sin miramientos las órdenes de quienes le han hecho así. Sin embargo, la simpatía que el personaje despierta en el espectador provoca que se deje de lado su antigua personalidad, quizá porque se ha presenciado su nacimiento y se comparte el esfuerzo que significan sus primeros pasos por el mundo de los vivos, donde sobrevive al tiempo que la acción se convierte en el eje fundamental de su recorrido existencial, durante el cual las situaciones extremas a las que se enfrenta resultan fundamentales para que adquiera conciencia de sus capacidades y de la siguiente pista a seguir en su afán por alcanzar esa identidad que, sin percatarse, se moldea con cada paso que da, del mismo modo que le aleja de su antiguo yo (aquél que dejó de existir cuando recibió los disparos). A decir verdad, El caso Bourne cumple la expectativa de entretener durante todo su metraje, incluso en el precipitado y falso romance que se gesta en menos de un minuto, en una situación en la que solo Marie (Franka Potente) aceptaría llevar a Bourne a París, ciudad donde comprenderá que también ella es una víctima de ese pasado que ambos desconocen y que seguirá persiguiendo al desmemoriado a lo largo de dos secuelas que superan en calidad a esta primera entrega de la saga.
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