Aparte de los sorprendentes efectos especiales desarrollados por Eiji Tsubaraya en una época en la que estos se realizaban con trucajes, maquetas o miniaturas, Godzilla (Gojira, 1954) también destaca por ser uno de los primeros films que abordó los peligros de las pruebas nucleares que las grandes potencias estaban realizando en el Pacífico, una amenaza más real y terrorífica que el monstruo estrella del film de Ishiro Honda. El éxito de Godzilla fue brutal, incluso una distribuidora estadounidense compró los derechos para, dos años después, estrenarla con escenas adicionales en las que aparecía el actor Raymond Burr; por aquello de hacerla más atractiva al espectador occidental, sin embargo, solo consiguió restar parte del encanto del largometraje original. En la actualidad, la historia que narra Godzilla puede resultar convencional, a fuerza de repetirla y realizarla fuera de su mejor contexto. No obstante, en su día, al igual que lo fue King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933) dos décadas antes, seria un acontecimiento descubrir en la pantalla a un monstruo de tiempos remotos que abandona la paz de su hogar, situado en el fondo oceánico, irritado como consecuencia de las pruebas nucleares que afectaban en mayor o menor medida al archipiélago japonés. Así pues, se descubre la advertencia, ojo con las bombas nucleares, en las andanzas de este reptil radiactivo de cuarenta y cinco metros de altura, capaz de suministrar el calor suficiente para incendiar la ciudad de Tokyo mientras se da uno de sus paseos por tierra firme. Godzilla no solo arrasó en la taquilla japonesa, sino que se convirtió en un icono cultural y en una fuente de ingresos, tal como parece corroborar una larga lista de imitaciones, secuelas y nuevas versiones; por ejemplo, la dirigida en 1998 por Roland Emmerich, cuyo único valor tangible (e intangible) reside en demostrar que tener un presupuesto holgado y contar con sobradas posibilidades técnicas no aseguran una buena película.
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