En 1630 la paz llegó a Japón al tiempo que también se lo hizo una dura política que provocó la caída de muchos clanes, condenando a sus miembros a convertirse en parias sin trabajo, sin hogar. Sin embargo, al clan Iyi no le preocupa los acontecimientos que transforman al país, sino la constante aparición de samuráis desesperados por la pobreza que acuden a ellos con la excusa de realizar el Harakiri o Seppuku que les proporcione unas monedas que les permita vivir un día más. Dicha situación se empieza a generalizar cuando se corre la voz de que han ofrecido un trabajo a uno de esos ronin para evitar que realizase un ritual que sería, según el código, la muestra definitiva del honor, del valor y del respeto del samurái, el cual entrega su vida rajándose el estómago con su espada, antes de que su cabeza sea separada del tronco por el hombre que haya escogido como padrino de la ceremonia. Cuando Hanshiro Tsugumo (Tatsuya Nakadai) se presenta solicitando que se le conceda la gracia de aceptar su sacrificio, Kageyu Saito (Rentaro Mikuni) intenta disuadirlo, narrándole la historia de un joven que solicitó el mismo favor, un joven al que obligaron a ejecutar el rito, sin escuchar las súplicas que pedían retardar el Seppuku dos días, pero ellos ni siquiera se plantearon el por qué de aquella petición; ese joven, llamado Motome Chijiiwa (Akira Ishihama), murió por su propia espada, un arma que no cortaba, una espada de bambú, pero que clavó repetidas veces, mostrando su rabia y su desesperación al ser forzado a realizar un acto carente de honor, por unos hombres que carecía de él. Tsugumo escucha la historia, pero no se retracta en su intención de morir en presencia de los Iyi, tampoco acepta la ropa blanca que le ofrecen para el ritual, prefiere su atuendo oscuro, presagio de que en su interior esconde dolor y desencanto. También se le ofrece el derecho a escoger un padrino entre los ilustres samuráis del clan, pero resulta que el caballero a quien elige se encuentra indispuesto. Tsugumo aprovecha ese tiempo de vacilación para contar otra historia, la suya, trasladando la acción varios años atrás, a 1619, revelando que conocía al joven samurái del que le hablaron. Motome Chijiiwa era el hijo de su señor y amigo, Jinai Chijiiwa (Yoshiro Imaba), quien antes de quitarse la vida, ante la inminente caída de su clan, escribió una carta en la que pedía a Tsugumo que cuidase de su hijo. Mientras aguarda a su muerte, Hanshiro Tsugumo expone la crudeza de su tragedia, al tiempo que las imágenes se mueven entre el presente y el pasado para delatar la falsedad del honor al que aluden los miembros del clan Iyi. Los oyentes del veterano guerrero se encuentran incómodos, escuchar que conocía a la víctima inquieta a Kageyu, quien sospecha que Hanshiro Tsugumo pretende algo más que realizar el Seppuku; además, ninguno de los otros dos padrinos escogidos por el ronin se han presentado, alegando lo mismo que el primero, una extraña coincidencia que alarma al representante del clan Iyi. Ante esa sospecha, Kageyu Saito ordena que se ejecute el Harakiri, en caso contrario sus hombres se encargarán de que Tsugumo muera, pero éste insiste en que piensa cumplir con lo que ha dicho, pero antes desea continuar su historia, porque el destino de hoy podría ser el de otros mañana. Tsugumo continúa su relato, habla de la pobreza extrema a la que su familia se vio condenada tras la caída del clan, también explica que su hija, Miko (Shima Twashita), creció en edad y belleza, convirtiéndose en una hermosa mujer a quien pretendían como concubina, cuestión que les hubiese sacado de la miseria, pero que Tsugumo rechazó por amor a Miko, quien finalmente se casaría con Motome, tan pobre como ellos. Masaki Kobayashi desarrolló en Harakiri (Seppuku) una tragedia que profundiza en aspectos tan humanos como la importancia que se le concede a la imagen, el sacrificio (el falso y el verdadero), la pobreza (consecuencia de las diferencias sociales y de las decisiones políticas) o la imposibilidad que genera acciones como la que decide Motome, cuyo gesto fue incomprendido por quienes le juzgaron y le obligaron a cometer un acto en el que no existió honor, sino la deshonra que Tsugumo reprocha a sus verdugos, cuando ante ellos muestra su dolor y su desesperanza, pero también su firmeza y su sinceridad, afirmando que el honor que predican es una fachada, como falsas serían las palabras que Kageyu Saito ordena que se escriban en un libro que demuestra que la historia no siempre cuenta la verdad de los hechos, sino los hechos de quienes la escriben.
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