Materializar un sueño desde la nada conlleva esfuerzo, ilusiones y también algunas decepciones. Estas tres compañeras de viaje no son ajenas a aquellos creadores cinematográficos que, sin más apoyos que su creatividad y su tesón, persiguen realizar su primer film. Este sería el caso de Satyajit Ray, quien, años antes de alcanzar su propósito, había empezado a dar forma en su mente a Pather Panchali (La canción del camino, 1955), película en la que puso corazón, talento, dinero de su bolsillo y tiempo robado a sus horas de descanso. Años antes de poder filmarla, se produjo su primer contacto serio con el cine, gracias a su encuentro con Jean Renoir, cuando este se encontraba en la India buscando localizaciones para el rodaje de El río (The River, 1951). Mientras ayudaba al realizador francés a localizar exteriores, Ray le comentó el argumento que pretendía llevar a cabo, aunque este no se hizo realidad hasta cuatro años después del encuentro entre estas dos figuras claves en la Historia del Cine. Así pues, aquello que el espectador, oyente o lector contempla, escucha o lee en minutos, horas o días, es el resultado de semanas, meses y puede que años de trabajo, esperanzas, frustraciones, cambios, desaliento y, sobre todo, de la valentía de continuar adelante con la intención de convertir la ilusión en una obra tangible que exprese por sí sola aquello que el verdadero artista intenta plasmar en cada una de sus creaciones. En el caso del realizador bengalí su sueño cobró forma en las poéticas imágenes de esta obra cumbre del cine humanista, que recibió influencias de Renoir y del neorrealismo italiano, movimiento que Satyajit descubrió durante su estancia en Londres. Por ello no resulta extraño que en su debut en la dirección prevalezcan el realismo, la sencillez y la sinceridad que también definen a las posturas cinematográficas desarrolladas por Rossellini y De Sica, o puntualmente por Visconti y Fellini, aunque, por encima de cualquier otra cuestión, en Pather Panchali se descubre la poética mirada de un cineasta sensible y muy personal, a quien se recompensó en el festival de Cannes con el premio Especial del Jurado al "Mejor Documento Humano" por su ópera prima.
De mayor significado que los premios resulta la crudeza y la sinceridad de Ray a la hora de exponer los hechos que dan forma a esta obra maestra que presenta una madurez que, en un principio, no corresponde o no se atribuye a un debutante. En ella dibujó un retrato reflexivo y realista que gira en torno a una familia que no encuentra el sosiego en un presente que la desintegra; este núcleo familiar volvería a reaparecer en las dos producciones con las que el cineasta completó su excelente Trilogía de Apu, tres películas que delimitan la infancia, la adolescencia y la madurez del joven protagonista, a quien se observa crecer dentro del entorno que se muestra desde la mirada de los más jóvenes de la familia, circunstancia esta que también se descubre en El río. Pero hasta aquí las similitudes con el film de Renoir, porque donde el responsable de La gran ilusión se decantó por un núcleo familiar europeo, bien posicionado y perfectamente adaptado a un país que no es el suyo, Satyajit Ray concedió el protagonismo a una familia bengalí dentro de un espacio que les es familiar, porque forman parte de él, a pesar de la mala fortuna y de la pobreza a la que el propio medio los condena. En el seno de esta familia nace Apu, quien a los pocos años empieza a descubrir la cruda realidad en la que viven él y los suyos. Harihar (Kanu Bannerjee), el cabeza de familia, no encuentra trabajo a pesar de ser un hombre cultivado que escribe poesía, pero el arte no consigue llenar la mesa, ni vestir a los niños ni arreglar la casa. Mientras, su madre, Sarbojaya (Karuna Bannerjee), aguanta las críticas de las vecinas, que acusan constantemente a su hija Durga de ladrona, porque, desde niña, tiene la costumbre de arrancar frutas de los árboles de sus huertas. Pero Sarbojaya ya no aguanta más esa constante, como tampoco puede ya con la miseria que los devora; discute, pierde los nervios y convence a su marido para que haga algo. La vida de Apu (Subir Bannerjee) y de Durga (Uma Das Gupta) sería como la de cualquier otro niño, desean jugar, disfrutar de las golosinas o, como en el caso de la segunda, saber que en algún momento podrá casarse al igual que lo van a hacer sus amigas; sin embargo, no pueden acceder a sus deseos al encontrarse condenados por una pobreza que los obliga a aceptar las carencias y las desgracias que les golpean constantemente: la muerte de la abuela (el primer contacto infantil con la muerte), la falta de alimentos, de ropa, el abandono obligado de un padre que debe encontrar trabajo para poder mantenerlos o los mortales y feroces monzones son una circunstancias que les priva de su infancia y que Satyajit Ray va mostrando desde la sencillez de su lúcida mirada.
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