Como parte de su formación cinematográfica Joseph L. Mankiewicz asumió al inicio de su carrera como realizador tres guiones escritos por Philip Yordan, uno de ellos, Odio entre hermanos (House of Strangers, 1949), dio como resultado un drama de aire trágico con rasgos de cine negro; un film oscuro, por momentos tenso, que cuenta con unas actuaciones tan geniales como la de Edward G. Robinson, un actor cuyo talento era inversamente proporcional a su estatura. La trama nos muestra a Max Monetti (Richard Conte), que acaba de salir de la cárcel, sin embargo todavía no es libre, porque existe un algo de su pasado que le mantiene atrapado. Ese algo lo obliga, antes de nada, a presentarse ante sus hermanos para advertirles que no ha olvidado y que está dispuesto a resarcirse de un hecho que todavía se desconoce. Posteriormente, acude a casa de Irene (Susan Hayward), una mujer que ha estado siete años esperándole y quien le hace la mejor propuesta que se le podría hacer: empezar una nueva vida juntos, en un lugar fuera del alcance del recuerdo del difunto Gino Monetti (Edward G. Robinson). Max no puede aceptar la proposición, antes debe vengarse, obsesión que Irene sabe negativa y que de cumplirse nunca serían libres para amarse. Tras abandonar el lujoso piso de la mujer que ama, Max se detiene en su antigua casa, circunstancia que Odio entre hermanos aprovecha para viajar a un pasado que responde a los interrogantes que surgen en su arranque. La mayor parte del metraje de la película de Joseph L. Mankiewicz transcurre en ese pasado donde se gestó el presente, un tiempo en el que los hermanos Monetti vivían bajo el yugo paterno, trabajando para él en el banco de su propiedad. Posiblemente otros padres hubiese facilitado el ascenso de sus hijos; Gino Monetti, no. El patriarca desea que saquen lo mejor de ellos, o al menos eso es lo que él quiere creer. Joe (Luther Adler) trabaja como cajero, cobrando un sueldo que no le permite grandes lujos, además está cansado de recibir órdenes e insultos, sin embargo, no se atreve a replicar y acude a Max, el favorito y único que no trabaja para Gino, para que interceda por él. Los otros dos hijos, Pietro (Paul Valentine) y Tony (Efrem Zimbalist, Jr.), tampoco reciben alabanzas paternas, ni mejor trato que Joe. Para ellos resulta una humillación, no se sienten arropados, ni queridos; en su interior se ha gestado una especie de rechazo hacia esa figura autoritaria y poco comprensiva. Por su parte, Max, abogado de profesión y apunto de casarse con María (Debra Paget), es un hombre que parece saber lo que quiere, sin embargo, la aparición de Irene Bennett, mujer que inicialmente semeja manipuladora y caprichosa, trastoca sus planes. La vida de Max empieza a girar en torno a esa bella mujer, a quien ama y quien le corresponde, pero no se atreve a dar un paso que le llevaría a romper con María, símbolo de una vida predestinada a cumplir aquello que se espera de un matrimonio, en la que el amor no importa tanto como una falsa idea de seguridad y de que todo marcha correctamente. Max sabe que deben romper, sin embargo, lo que había empezado como un entretenimiento se ha convertido en una necesidad real y profunda; por esa razón no es capaz de olvidar a Irene cuando ella le abandona, circunstancia que no soporta y que le lleva a ir en su búsqueda, aunque puede que sea demasiado tarde. Los problemas nunca vienen solos, sentencia que en el caso de Max se cumple a la perfección cuando descubre que su padre es acusado de malversación de fondos. La mejor solución sería repartir las responsabilidades entre los hermanos, así podrían evitar la cárcel para el patriarca; posibilidad que Max expone y que sus hermanos rechazan, dejando al cabeza de familia en sumido en la desilusión más absoluta. Durante la vista que puede llevarle entre rejas, Gino, hombre hecho a sí mismo tras haber llegado a ese nuevo mundo al que pertenecen sus hijos, se muestra orgulloso porque no tiene nada que ocultar, pero poco después su actitud cambia, ya no hay orgullo sino odio y deseo de venganza, sentimientos que han nacido porque le han apartado de aquello que ama: su banco. A Gino le da igual que su hijo predilecto haya sido condenado por intentar salvarle, a Gino lo único que le importa es fomentar la venganza, que Max no olvide, que odie como él lo hace y que acabe con esos hijos desagradecidos que le han privado del control y de la sensación que éste produce. Por esa semilla sembrada en su corazón, Max aún no puede ser libre, para ello deberá escapar de la celda a la que le ha condenado un padre que les ha hecho como son; cuatro hermanos que se enfrentan y que se han convertido en extraños.
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