Aquella tarde de verano de 1985, con once años recién cumplidos, no estaba en la costa ni en los espacios urbanos habituales de juegos, de travesuras, de pedaleos kamikazes ni de luchas entre barrios vecinos. Me encontraba sentado, tal vez tranquilo o ansioso, en el cine Capitol de Santiago de Compostela, hoy reconvertido en sala de conciertos, donde no era consciente de que estaba ante el canto de cisne de una época en el cine infantil y juvenil. En aquel instante, junto a un grupo de amigos de la infancia y en aquella sala oscura que se iluminó e ilusionó con la proyección que se iniciaba con una fuga carcelaria y la posterior persecución por el pueblo donde viven los héroes y heroínas de la acción, solo me importaban tres cosas: silenciar al de las palomitas, pipas o lo que fuese que armase aquel incordio sonoro, disfrutar de la aventura que tenía ante mí y vivir una similar, aunque esto último lo supe después, cuando salimos a la calle y no paramos de fantasear hasta que llegó el momento de separarnos. Sin efectos digitales y con el encanto que supone el mirar con humor e ingenuidad, las escenas se sucedían entre mi ilusión pasmosa y la superación a la que se ven obligados los protagonistas de lo que, para mí, era una de piratas e Indiana Jones, pero sin piratas, ni errol flynnes ni indianas, con muchachos de más o menos mi edad que me animaban a ser cómplice. Aquellos tonos grises, dominantes en el panorama inicial de la húmeda Astoria, apuntaban la nostalgia de un grupo de jóvenes ante lo todavía no perdido, ante lo que se niegan a perder: su paraíso, el de su infancia, el de su amistad, el de su fantasía. Esa negativa, rebeldía de la infancia frente al mundo adulto que no en pocas ocasiones devora la inocencia y la ilusión, reafirma el carácter ingenuo, soñador y aventurero de Los Goonies (The Goonies, 1985) y de los pequeños espectadores que acudieron a salas como la de mi niñez y se dejaron llevar por las imágenes de Richard Donner —y de su equipo: Michael Kahn en el montaje, Dave Grusin en la partitura, Nick McLean encargándose de labores fotográficas o Chris Columbus como responsable de un guion que desarrollaba una historia ideada por Steven Spielberg—, imágenes que introducían a jóvenes y no tan jóvenes en un espacio cinematográfico abierto a los tópicos, al conformismo, que es donde se asienta la rebeldía infantil, la industria hollywoodiense y buena parte de la humanidad, a los héroes y villanos, a la diversión, a la promesa de la amistad eterna que suele verse incumplida una vez quede atrás la infancia, al homenaje al cine de piratas y de colegas, a la superación de trabas que, en sí, es toda aventura que bien acaba…
Años después, comprendí que existe cierto tipo de libros, música y películas que marcan la infancia de una generación; Los Goonies es una de esas marcas cinematográficas que los niños de los “ochenta” llevan en su memoria, pues se reconocieron o quisieron verse en aquellos jóvenes aventureros. Para nuestra infancia, aquella era una divertida, emocionante e, incluso, peligrosa aventura, en la que cada uno de los héroes y heroínas juveniles suman para lograr el éxito de su odisea, una plagada de guiños cinematográficos. La historia narrada por Donner arranca en el pueblo de Astoria (Oregón), con una persecución policial que, animada por la partitura de Grusin, presenta a los personajes principales: un grupo de muchachos cuyas vidas están a punto de aventurarse en la peligrosa y trepidante búsqueda del legendario tesoro de Willy el tuerto. Así mismo, tendrán que escapar de las garras de los Fratelli, una familia de criminales liderados por una madre con muy malas pulgas. Los Goonies son un grupo de amigos que necesitan soñar con ese tesoro porque en él se encuentra la solución para un problema que amenaza con cambiarlo todo. Las únicas certezas que les depara el futuro son su inminente separación y el abandono del pueblo que les ha visto crecer. Estas dos verdades, no deseadas, obligan a Micky (Sean Astin) a convencer a sus amigos para que, unidos, intenten encontrar el fabuloso botín. Dice que por ellos y por sus padres. Lo que calla ni él lo sabe, pues también ignora, como yo en mi niñez, que el cine de Hollywood, a imagen de la sociedad estadounidense (y de otros lugares), necesita crear y creer en héroes individuales, figuras que mantengan el sueño vivo y tal vez al público dormido.
Micky se erige en el auténtico motor de la búsqueda de Willy, su rival a batir. Para ello, contará con la ayuda de su hermano mayor, Brand (Josh Brolin), “Bocazas” (Corey Feldman) quien, obviamente, no puede mantener su boca cerrada, “Gordi” (Jeff Cohen), por supuesto, glotón y miedoso, o Data (Ke Huy Quan), cuyos inventos le convierten en un pequeño aspirante a Q. A este grupo de amigos se unen Andy (Kerry Green) y Stef (Martha Plimpton), dos chicas que sin darse cuenta se irán identificando con la filosofía goonie, ingenua, infantil y sólida en sus lazos. Su aventura les lleva por los subsuelos de Astoria, por cuevas, ríos subterráneos y decenas de trampas mortales; y por la diversión a quienes simpaticen con el grupo que persigue una solución, no por ambición, sino porque es la manera de permanecer unidos y de continuar con sus vidas en el paraíso de siempre, donde sienten seguridad y la posibilidad de seguir soñando. Así, pues, tendrán que enfrentarse al peligro, una y otra vez, si desean conservar sus existencias tal y como les gusta: juntos. Los artífices de todo esto no son los miembros de la pandilla, tampoco los delincuentes, sino los “niños grandes” con Donner a la cabeza, que produjo y dio forma audiovisual al invento que dio como resultado una mezcla de humor, aventura, tópicos y acción, que pide complicidad e invita a disfrutar la propuesta regresando a la inocencia de una edad en la que la fantasía suele desbordar sin más restricción que la imaginación de quien fantasea y las intervenciones censoras de los guardianes del orden cotidiano.
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