En El hombre de mármol (Czlowiek z marmuru, 1976), Andrzej Wajda hace una clara referencia a la creación de un mito y su destrucción; en realidad, encuentra su modelo en el minero Alekséi Stajánov, a quien en 1935 la propaganda soviética convirtió en ejemplo nacional de producción, pues se dijo que había recogido en un día, junto a otros tres compañeros, ciento dos toneladas de carbón, cantidad que suponía multiplicar por catorce la recolección diaria. Con Stajánov se inició un movimiento con el que las autoridades, más que los trabajadores, pretendían un aumento en la producción; de modo que este modelo humano servía para intereses propagandísticos que contribuyesen a establecer la verdad de Stalin, quien pretendía, incluso desde la fantasía y la exageración de las cifras, hacer realidad sus números, sus predicciones, su progreso. Wajda se inspira en ese uso de la propaganda para crear héroes que sirvan de modelo a imitar, pero no se trata del modelo que toma un escultor para, a partir de un bloque de mármol sin forma, crear una obra de arte que el público admira. Los modelos aquí expuestos son otros, mejor dicho, es otro y no persigue un fin artístico. Es el trabajador anónimo que los medios al servicio de la propaganda estatal toman para dar forma a un héroe que sirva a sus fines y ofrecérselo a un pueblo o a un colectivo, siempre ávidos de ejemplos que emular.
En su reflexión sobre Polonia y su historia contemporánea, Wajda realiza un cine que indaga en la sociedad polaca, en su política y en diferentes hechos que marcaron el desarrollo de su país. Aquí, propone un viaje por una Polonia en construcción, influenciada por el poder soviético, hasta la mitad de la década de 1970, y lo hace, salvando las distancias, desde una perspectiva que emula la empleada por Orson Welles en su Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941). Wajda abre el film mostrando el presente, se detiene en una joven directora de documentales que pretende realizar un film sobre un héroe olvidado del periodo estajovinista (etapa de mayor influencia stalinista que vivió Polonia). ¿Qué fue de él y cuáles fueron las causas de su caída? Como respuesta a esta doble pregunta, El hombre de mármol no podría presentarse de otra forma, necesita viajar al pasado y llevarlo al presente en los documentales que Agnieszka (Krystyna Janda) observa y en las entrevistas que realiza a personajes que conocieron a Birkut (Jerzy Radziwilowicz), un obrero que, gracias a una hazaña preparada de antemano, se convirtió en un símbolo nacional.
La reconstrucción del personaje (y de cuando le rodea) se inicia en una sala de proyección donde se visiona un documental sobre Birkut, pero es incompleto, existen piezas que no encajan, ausencias y vacíos cuyo relleno explicaría la retirada de las fotografías del héroe, ya caído, del espacio público donde antes era una imagen dominante. Para la joven directora, la película que prepara se convierte en un reto o necesidad de conocer unos sucesos que se omiten y que llevaron al ídolo al ostracismo. De este modo, no duda en lanzarse a una investigación filmada, que le lleva a una serie de entrevistas —el director del antiguo documental, un agente del servicio de seguridad, el amigo de Birkut o la propia esposa del desaparecido— que van ofreciendo una perspectiva de los hechos acaecidos. Gracias a esas declaraciones, que trasladan al espectador al pasado, descubre que el derrumbamiento de este individuo se produjo como consecuencia de su lucha por libertar a su amigo, detenido injustamente. Su afán por reclamar justicia dentro de un sistema que no tolera un alboroto de esa índole resulta inútil, incluso negativo para este personaje anteriormente admirado, creado para ensalzar la grandeza de un nuevo orden. La excelente propuesta del director polaco permite un acercamiento a esa Polonia dominada por el stalinismo, donde se comprueba que nada queda al azar, todo está programado por aquellos quienes deben velar por el bienestar social, hasta un momento de menor control comunista, donde las nuevas perspectivas permiten luchar a la joven directora para poder ver cumplido su objetivo, eso sí, superando las trabas que se le presentan. Esos problemas con los que se encuentra Agnieszka serían el reflejo de los que hubo de superar el propio Andrzej Wajda a la hora de filmar este excelente retrato de una era, en la que la censura, a pesar de ser menos férrea que en la época de auge de Birkut continuaba vetando el pensamiento artístico.
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