martes, 10 de mayo de 2011

El dormilón (1973)


Parte de la filosofía vital de Miles Monroe (Woody Allen) se expresa al final de El dormilón (Sleeper, 1973): no cree en la ciencia, ni en la política ni en Dios. El bueno de Miles cree en el sexo y en la muerte, dos cosas que dice haber experimentado. Yo le creo, ¿por qué iba a dudarlo? Y mucho más cuando concluye que <<al menos muerto no se sienten náuseas>>. Ahí, en la irónica resignación que implica su <<al menos>>, pues indica que podría ser peor, y en la negación sensitiva, me digo que este <<ateo teológico existencialista>>, así se define, sabe de lo que habla. El futuro cómico-distópico en el que despierta, después de pasar los últimos doscientos años de su muerte congelado en una cápsula, difiere de 1974, cuando era propietario de un restaurante de comida sana y un clarinetista que fue a operarse de una nadería y ya nada supo hasta ese 2174 en el que resucita. Poco a poco, recupera sus capacidades —no como Silvester Stallone y Wesley Snipes en Demolition Man (Marco Brambilla, 1993), que se pasan cuarenta años congelados y mantienen sus músculos en plena forma para, a base de balas, golpes y “tacos” a la vieja usanza, reventar el orden del mundo feliz en el que despiertan—, y descubre que ahora tiene más de dos siglos y desconoce ese nuevo mundo que no se parece al que conocía; aunque haya cosas que, en esencia, no han cambiado. Miles se encuentra en un mundo feliz de estilo totalitario y con una sociedad carente de libertad de pensamiento, dominada por un jefazo de tendencia fascista, aunque la gran sorpresa llega cuando los científicos que le despiertan le informan que lo han hecho porque es el único ser humano sin identidad registrada, por tanto, el único que puede descubrir en que cosiste el Proyecto Aires y ponerse en contacto con la resistencia. Sin embargo, mientras pone pegas y peros a su cometido, él y los científicos son sorprendidos y atacados por miembros de la seguridad del Estado. Primero descolgándose del balcón, e intentando alzar el vuelo, y posteriormente disfrazado de robot doméstico, Miles logra escapar y acaba sirviendo en el domicilio de Luna (Diane Keaton), una poetisa alienada, claramente adaptada a la sociedad, que inicialmente no se plantea más que aquello que la ocupa; es decir, fiestas y placer, el cual se obtiene en ese futuro por vías distintas a las conocidas por Miles, que se encariña de la bola de placer que se niega a ofrecer a los invitados. Pero ese no es el motivo por el que Miles secuestra a Luna. Lo hace porque necesita su ayuda, para contactar con la resistencia, y porque se siente atraído por ella.


Por momentos, El dormilón parece una comedia silente. Sus gags recuerdan a aquellos cortometrajes cómicos de la Keystone de Mack Sennett o mismamente de Charles Chaplin y Buster Keaton. Golpes, caídas, gestos, persecuciones, huidas, descuelgues por fachadas, “orgasmatrones”... y más situaciones hilarantes acompañadas por una partitura musical que realza la comicidad de un conjunto que, en unión musical, dialogante y visual, invita a la risa que El dormilón logra sacar con frecuencia. Se trata de una comedia para nada seria, pero ya evoluciona respecto a Toma el dinero y corre (Take the Money and Run, 1969) —<<El dormilón iba un paso por delante de mí, porque no era Toma el dinero y corre, sino que tenía un argumento de verdad>> (1)—. Podría parecer una tontería afirmar esto, pero en el caso de Woody Allen quizá no lo sea, ya que existe un antes y un después en su filmografía. El dormilón pertenece a la perdió anterior a Annie Hall (1977), pero en aquí, en este futuro distópico y fascista, Allen esboza ideas, en busca de su estilo, y toca sus temas. Cierto que lo hace con mayor ligereza que posteriormente, pues se deja llevar por la necesitad de la risa, de hacer reír, dando prioridad a la comicidad del director-guionista-actor al frente. Como apunto arriba, en El dormilón asoman algunas de las constantes temáticas de Allen: desde el ateísmo hasta el jazz, deteniéndose en las relaciones de pareja, vistas desde el ingenio de un cineasta que, entre chistes y gags, no disimula su pensamiento existencial ni su gusto por el slapstick mudo o por los hermanos Marx, ni tiene reparo en comentar qué le parecen los políticos del presente de 1974 y de 2174; así como confirma sus dos creencias: la muerte y el sexo, dos constantes que Allen desarrollará a lo largo de su filmografía. Y, como en casi en todas sus películas, existe un hueco para homenajear a aquellos personajes del mundo del cine que han marcado de una forma u otra su estilo. Así pues, hay en El dormilón homenaje al slapstick y una especie de tributo a Groucho Marx en la escena en la que Miles se afeita ante el espejo, que, salvando las distancias, hace referencia a la divertida escena del espejo en Sopa de Ganso (Duck SoupLeo McCarey, 1933).


(1) Woody Allen: Conversaciones con Woody Allen (traducción de Ángeles Leiva Morales). Debolsillo, Barcelona, 2009.


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