martes, 25 de noviembre de 2014

El orgullo de los Yankis (1942)


Las biografías cinematográficas tienden a idealizar personajes, a sintetizar y a alterar hechos con el fin de servir a los intereses económicos, ideológicos y artísticos de quienes las llevan a cabo conscientes del imperativo de ajustar las vidas de los retratados a metrajes que apenas alcanzan las de horas de duración. En el caso de El orgullo de los Yankis (The Pride of The Yankees) los aspectos político-sociales de la época tuvieron suma importancia a la hora de conferir al Lou Gehrig interpretado por Gary Cooper la imagen modélica que admirar e imitar. Esta circunstancia encuentra su explicación en la situación por la que atravesaba el país tras el bombardeo japonés a Pearl Harbor en diciembre de 1941 y en la predilección de Hollywood (y de la sociedad estadounidense) por los individuos hechos a sí mismos, como sería el caso de este jugador fallecido un año antes del estreno de la película en la que se narra su vida. Por aquel entonces la moral de los ciudadanos norteamericanos había sufrido un duro golpe y, la necesidad de
 elevarla, provocó que se desarrollaran historias que concediesen el protagonismo a ciudadanos de incuestionable conducta que alcanzan el éxito desde su esfuerzo, sin renegar de sus principios éticos, los mismos que defendería su nación. El film de Sam Wood homenajea y concede a Gehrig el rol de individuo íntegro y modélico de incuestionable moral, es un buen hijo, un buen esposo, un buen amigo, en definitiva, es un hombre que se define por sus elevados valores, por su capacidad de sacrificio, por su humanidad y por su gran generosidad. Tal perfección provoca que, más que un deportista, este jugador de baseball sea la materialización humana del sueño americano, salido de la pobreza pero que no olvida ni rechaza sus orígenes humildes, del mismo modo, nunca deja de honrar a sus mayores y por ello, en su paso de la adolescencia a la madurez, acepta el sueño que su madre (Elsa Janssen) tiene para él (convertirse en ingeniero para ser alguien). De tal manera, el joven asume un futuro que no es el suyo, y lo hace para no dañar las esperanzas e ilusiones maternas, sin embargo, su destino le depara entrar a formar parte de los Yankis de Nueva York, el equipo en el que se convertirá en una leyenda al completar la cifra de 2130 partidos de baseball consecutivos. Pero, más que un film sobre una figura deportiva, El orgullo de los Yankis se decanta por centrarse en las bondades de su protagonista y en cómo este logra alcanzar la cima sin sacrificar su esencia, lo cual le permite disfrutar de la plenitud que le guía incluso en los momentos más dramáticos de su existencia, como sería ese instante en el que se le dictamina su enfermedad terminal, la cual encaja sin reproches, sin quejas y agradecido por su vida al lado de Eleanor (Teresa Wrigth). Así pues, la película de Sam Wood presenta a Lou Gehrig desde su faceta humana antes que como estrella mediática o atlética, y lo hace porque el personaje pretende ser un ejemplo de nobleza y fortaleza, de ahí que sus cualidades y sus sentimientos sean las que marquen el ritmo de este homenaje que avanza por los años para mostrar la evolución de un hombre sencillo, a quien no afectan ni la fama ni la gloria, porque para Gehrig lo importante son sus seres queridos y ese deporte que, día a día, le permite disfrutar y superarse.

martes, 18 de noviembre de 2014

Una partida de campo (1936)



El tiempo es un regalo que no se detiene en su rápido avance hacia el olvido de quienes, habiéndolo vivido, han desaparecido o continúan viviendo en recuerdos que, tarde o temprano, también emprenderán su camino hacia esa inexistencia que en algunos casos, como el de los grandes artistas, se retarda gracias a su legado, el cual permite que sus nombres pervivan mientras lo hagan sus aportaciones artísticas. Dentro del ámbito cinematográfico se puede afirmar, sin riesgo a equivocarse, que Jean Renoir es uno de esos nombres propios que perdura más allá de su época, uno de esos cineastas que, ya ausente, se reafirma en el presente gracias a la riqueza formal y temática de una filmografía sobresaliente, compuesta por títulos indispensables -ToniLa gran ilusión
La bestia humanaLa regla del juego, Esta tierra es mía, French Can-CanLos crímenes del señor Lang,...- como esta película inacabada, cuyo metraje apenas alcanza los cuarenta minutos. Pero esta brevedad no impide que Una partida de campo (Une partie de campagne, 1936) sea de las obras fílmicas que mejor definen el pensamiento de Renoir, quien, influenciado por los pintores impresionistas (entre ellos su padre Pierre-Auguste Renoir), filmó en Una partida de campo un instante de vitalismo o la vitalidad en un instante que se desarrolla y se vive por entero a orillas de un río alejado de la aglomeración parisina de donde procede la familia Dufeur, el grupo de domingueros que se traslada al campo para saborear una idílica jornada de domingo donde los estímulos y la naturaleza celebran la vida. Durante varias horas, los excursionistas disfrutan de aspectos que en la ciudad no tienen cabida. A quien más afectan los minutos en contacto con la naturaleza es a Henriette Dufeur (Sylvia Bataille), que se deja embargar por la sensación de plenitud que le confiere el experimentar la novedad que para ella significa disfrutar de la sencillez de aspectos tan naturales como comer bajo la sombra de un cerezo o mantener su primer contacto sexual, efímero e idílico con Henri (Georges D'Arnoux), un joven del lugar. A pesar de su corta duración (al inicio se informa de que es un film inacabado) y de que el montaje final fue realizado diez años después de su rodaje, Una partida de campo se descubre como un film completo y complejo, que se desarrolla a partir de unos personajes caricaturescos dentro de un entorno natural que sirve de escenario para el desarrollo de la visión de su autor sobre la fugacidad del momento presente, un momento que inevitablemente queda atrás, pero durante el cual Henriette se impregna de la sensualidad, las emociones y la exuberancia de una jornada que perdurará en su recuerdo cuando regrese a su cotidianidad urbana. Dicha cotidianidad se omite para concluir la narración dos años después del breve lapso temporal, de nuevo en el mismo espacio fluvial, aunque en un instante muy distinto, como confirma su reencuentro con Henri, aquel joven sátiro que pretendió su conquista. En este presente ya nada queda de aquella maravillosa y feliz jornada, cuando ambos fueron uno; ahora, para la joven, solo queda la decepción de una realidad amarga, ajena a aquel despertar al deseo y a las ilusiones compartidas en la fugacidad que ya solo existe en el recuerdo que les confirma que el tiempo, indiferente a las necesidades humanas, ni se detiene ni puede devolverles a aquel instante irrepetible en el que ambos fueron felices.

jueves, 13 de noviembre de 2014

América, América (1963)


La voz de Elia Kazan (director, guionista y productor de la película) introduce América, América (1963) como la historia de su tío, el primogénito de ocho hermanos y el responsable de que el cineasta naciese en suelo americano. Tras esa personal introducción, y a lo largo de sus casi tres horas de metraje, se detallan las dificultades a las que Stavros Topouzoglou (Stathis Giallelis) se enfrenta para alcanzar un sueño nacido de la necesidad y no de la ilusión, un sueño que conlleva numerosos sacrificios, así como la pérdida de la inocencia en un entorno donde, para poder sobrevivir, también se ve obligado a perder parte de su humanidad. El recorrido de Stavros se inicia a finales del siglo XIX en la península de Anatolia, donde los habitantes de origen griego y armenio son dos minorías étnicas que viven dominados por la mayoría turca; de modo que, como tantos otros personajes reales y cinematográficos, este joven de ascendencia griega sueña con dejar atrás la miseria y la opresión que descubre en su presente. En un primer momento es incapaz de decidirse a emprender el camino hacia la materialización de su objetivo (quizá por temor, quizá por falta de dinero, de seguridad en sí mismo o en aquello que desea por encima de cualquier otra circunstancia), pero, tras la masacre de sus vecinos armenios, su padre (Harry Davis) deposita en él la esperanza de mejora de los suyos y le envía a Constantinopla con todos los bienes materiales de la familia. Pero este personal homenaje de Kazan a sus raíces, y a la figura de su tío en particular, se centra en el alto coste personal que Stavros se ve obligado a pagar desde que abandona su hogar hasta que pisa suelo estadounidense, un periodo marcado por las pérdidas materiales (el dinero familiar a manos de un embaucador a quien acaba asesinando) y personales (comprende que debe dejar atrás su inocencia y su humanidad, aunque esta nunca llega a desaparecer por completo). Durante este itinerario lleno de trabas, el joven no abandona su obsesiva ilusión de alcanzar el continente americano, así lo confirma durante el camino que le conduce a Estambul o durante su estancia en la ciudad, donde contacta con un pariente de quien escapa al comprender que pretende casarlo con una joven heredera. A partir de este instante, su periplo urbano le depara hambre, miseria y los trabajos más duros, que acepta sin dudar porque cree firmemente que su esfuerzo le proporcionará el billete para esa tierra utópica a la que algún día también espera llevar a toda su familia. Sin embargo, el robo de sus ahorros provocan su desesperación y casi su muerte (al coquetear con el anarquismo), pero también una nueva estrategia cuando, sin otra opción, asume el matrimonio con Thomma (Linda Marsh) como su única vía para conseguir la cantidad que precisa para el pasaje. Su relación con esta joven le permite acceder a una etapa de comodidad, de la que reniega porque comprende que su necesidad va más allá de la dote o de una vida acomodada en un país donde no quiere ni puede permanecer. Experiencia tras experiencia, se va completando el sacrificio de alguien obligado a cambiar su pensamiento y su comportamiento, así lo exigen las circunstancias que marcan su experiencia y su comprensión de los actos de quienes se cruzan en su camino, individuos que le confirman que en su mundo la bondad y la inocencia son signos de debilidad de la que otros se aprovechan. No obstante, por muchos obstáculos o cambios que sufra su personalidad, en Stavros siempre pervive su anhelo (necesidad) de alcanzar una tierra que idealiza, al igual que hacen los protagonistas de Charlot emigrante (Charles Chaplin, 1917), Toni (Jean Renoir, 1935), El camino de la esperanza (Pietro Germi, 1950), Los emigrantes (Jan Troell, 1971), El padrino parte II (Francis Ford Coppola, 1974), Lamerica (Gianni Amelio, 1994), Bwana (Imanol Uribe,1996) o más recientemente Edén al oeste (Costa Gavras, 2009) y El sueño de Ellis (James Gray, 2014), porque en ella todos proyectan la ilusión que su lugar de origen les niega.


jueves, 6 de noviembre de 2014

Motín en el pabellón 11 (1954)


Una de las cuestiones planteadas en Motín en el pabellón 11 (Riot in Cell Block 11, 1954) partió de una experiencia personal de su productor Walter Wanger, e invita a reflexionar sobre si las cárceles están destinadas a fines integradores o simplemente a alejar de la sociedad a aquellos individuos que han cometido algún delito (o han sido encontrados culpables de haberlo cometido). No tarda en comprenderse que el film de Don Siegel se decanta por la primera opción, pero siendo consciente de que la realidad se encuentra en la segunda, por ello se expone desde una perspectiva crítica del sistema penitenciario de la época de su rodaje. Para ello, antes de que se inicie la acción, se produce una breve explicación de la precaria situación de los correccionales: el exceso de presos en los recintos, el trato que reciben o la falta de un plan educativo que permita su reinserción una vez cumplida la condena. Pero esta crítica inicial, que nunca llega a desaparecer del todo, queda relegada a un plano secundario para dar paso a un intenso drama carcelario en el que sus personajes emplean la violencia como medio para alcanzar el fin que persiguen. Este tono violento y opresivo se apodera del relato desde el mismo instante en el que se accede al complejo carcelario donde los presos se amotinan, como consecuencia del conflicto de intereses y posturas contrarias que mantienen con las autoridades. Entre los presos se descubre todo tipo de individuos, los hay como el coronel (Robert Osterloh) que, aguardando su puesta en libertad, no piensa en la violencia como medio de solución de los problemas (aunque acaba por aceptar la revuelta) y otros como Mike Carnie (
Leo Gordon), que no actúan para denunciar la precariedad en la que viven dentro de los muros de la penitenciaria, sino por su afán de dar rienda suelta a la brutalidad que los domina y que se propaga mientras amenaza con echar por tierra las intenciones de aquellos que han planeado el motín como el único medio posible para obtener la mejora en sus condiciones diarias. Las exigencias contemplan la reducción de presos por módulo, la separación de los reclusos (allí se juntan en una ubicación común tanto delincuentes juveniles como asesinos, violadores, ladrones o presos con problemas psicológicos), el fin de los malos tratos, la implantación de programas educativos y otras cuestiones que han provocado el motín liderado por Dunn (Neville Brand). En el pabellón 11 los convictos retienen a cuatro guardias a quienes ponen como moneda de cambio en la negociación con la que pretenden las mejoras, las mismas que el alcaide (Emile Meyer) lleva tiempo pidiendo a una Administración que desoye sus propuestas. Así que, mediante el empleo de la amenaza y de la violencia, el grupo de amotinados intenta conseguir ese cambio que se ha hecho esperar hasta el extremo de situarlos al límite. Desde un punto de vista autoral, podría decirse que Motín en el pabellón 11 es una de las primera grandes películas de Siegel, en ella ya se observan las características de su cine posterior, como sería la violencia inherente a sus protagonistas, que la utilizan como la única vía para expresar su postura ante aquello que les rodea, al tiempo que la usan para lograr aquello que de otra manera no serían capaces, de ahí que las personalidades de personajes como los asesinos de Código del hampa (The Killers, 1964), la del ladrón de La gran estafa (Charley Varrick, 1973) o la del propio Harry el sucio (Dirty Harry, 1971) se encuentren condicionadas por esa fuerza bruta necesaria para su evolución dentro de un entorno que parece fomentarla.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Bienvenidos al fin del mundo (2013)



La adolescencia es una etapa propicia para fantasear con comerse el mundo aunque más adelante, como en el caso de Gary King (Simon Pegg), uno se deje engullir por él.
 Este personaje, a punto de cumplir los cuarenta, revive en su memoria aquel lejano periodo de su vida en el que era admirado y arropado por cuatro amigos con quienes compartía ilusiones y borracheras, sin pensar que algún día su realidad le depararía soledad, decepción y una inmadurez nacida de su urgente necesidad de vivir en aquel pasado en el que él era el rey. Pero este adolescente de cuarenta años no actúa de modo alocado e infantil por capricho, lo hace porque es incapaz de aceptar el paso del tiempo y la derrota que para él ha significado, de ahí que haya intentado evadirse de la realidad mediante la masiva ingestión de alcohol, el suicidio frustrado o su eterna negativa a asumir que el fin de su yo juvenil podría ofrecerle nuevos y distintos horizontes de aquellos que, años atrás, llenaban su mente y la de aquellos amigos con quienes no pudo completar su recorrido cervecero por la "milla de oro". Como consecuencia de sentirse un perdedor en su etapa adulta, King decide volver a intentar aquel mítico y etílico recorrido en compañía de sus antiguos compañeros, quienes aceptan a regañadientes su propuesta, aunque con la silenciosa esperanza de revivir aquella época ya pasada como si con ello pudiesen alejarse de las decisiones que han marcado un presente insatisfactorio.


Para dar forma a esta divertida y gamberra reflexión sobre el paso del tiempo, Edgar Wright presentó 
Bienvenidos al fin del mundo (The World End's, 2013) como una comedia desmadrada que toma como referencia el cine de ciencia-ficción; anteriormente Zombies Party (Shaun of the Dead, 2004) había tomado el de zombies o Arma fatal (Hot Fuzz, 2007) el cine de acción. Sin embargo, tras la aparente sátira del cine de género se esconde una lectura amarga sobre el transcurrir de los años y las consecuencias que este tiene para sus protagonistas: hombres de mediana edad que no han visto cumplidas las expectativas de su juventud. Pero, al contrario de King, Andy (Nick Frost), Oliver (Martin Freeman), Peter (Eddie Marsan) y Steve (Paddy Considine) viven adaptados a su mediocridad, al orden social y a aquello que se espera de ellos, aunque esto no les exime de sufrir las carencias, los problemas y las frustraciones que salen a relucir con la irrupción de Gary King en sus respectivas cotidianidades. Con la misma vestimenta de antaño, el mismo automóvil y la misma intención (tomar una pinta de cerveza en cada uno de los doce pubs que componen la milla), la imagen de Gary les ofrece, aunque no lo reconozcan, la falsa ilusión de acceder a aquel periodo de sus vidas que ya nunca podrá volver, a pesar de que lo intenten con su regreso a la localidad que les vio crecer. En esa villa, de apariencia tranquila, el quinteto se encuentran con una población de "simples" que han sustituido a los humanos y, ante esta inesperada circunstancia, acaban por enfrentarse a ese suplantador alienígena convencido de la imperfección de la raza humana y empeñado en erradicar la individualidad que define a sus miembros. La imagen de la perdida de identidad se descubre en cada pub o en su reencuentro con su antiguo profesor (Pierce Brosnan), a quien todavía parecen temer (símbolo de la inmadurez del quinteto), pues este intenta convencerlos de lo positivo de aceptar esa perfección que no contempla ni el derecho a ser distinto ni una característica tan humana como la de errar, algo que King y compañía no contemplan al comprender que se trata de una perfección que ni puede ni debe existir por el bien de la imperfecta especie a la que pertenecen como individuos que buscan el camino que satisfaga su paso definitivo a la madurez.