En el capítulo Una larga historia: segunda parte de su libro de memorias Autobiografía, Akira Kurosawa recordó como Kajiro Yamamoto (a quien consideraba su maestro dentro de la Toho) le aconsejó escribir guiones si pretendía convertirse en director de cine, consejo que el realizador de la magistral Vivir (Ikiru, 1952) aceptó de inmediato. Una vez asentado como realizador, Kurosawa continuó participando en los guiones de sus propias películas y, en ocasiones, de otras ajenas como lo fue Ginrei no hate, que elaboró al lado de Senkichi Teniguchi, quien, al igual que él, había iniciado su carrera desempeñando funciones de ayudante de dirección, realizando todo tipo de labores relacionadas con las producciones que se filmaban en la Toho, lo que supuso un excelente aprendizaje para ambos. Aunque Taniguchi nunca alcanzó el nivel artístico, creativo y autoral mostrado por Kurosawa, cabe destacar su puesta en escena en Ginrei no hate, su segundo largometraje como director y el primero en el que, a pesar de sus reticencias iniciales, participó Toshiro Mifune. Por aquel entonces, quien poco después se convertiría en el rostro más reconocido del cine japonés, no tenía el menor interés de ser actor, lo suyo era la fotografía y, como consecuencia, se presentó en el estudio interesado por un puesto de operador de cámara, pero en la Toho las cosas no fueron como él había previsto y, tras participar a regañadientes en un concurso de jóvenes talentos, finalmente asumió el papel de Eijina, uno de los tres ladrones que en su huida se ven atrapados entre la nieve y el aislamiento de una montaña situada en la prefectura de Nagano, en los Alpes japoneses, donde inicialmente se ocultan en un balneario que se ven obligados a abandonar cuando dos estudiantes empiezan a sospechar de ellos. Esta circunstancia obliga al trío a continuar montaña arriba hasta alcanzar una cabaña deshabitada donde reparten el botín, pero donde también comprenden la dificultad del terreno y la ardua tarea que supondrá mantenerse fuera del alcance policial. La choza les proporciona un mínimo de protección, pero los sonidos de los perros y de los agentes acercándose en la distancia les obliga a retomar un sendero cubierto por la nieve que amenaza con aludes como el que sepulta a Takasugi (Yoshio Kosugi), el ladrón que perece bajo el manto blanco que cubre el camino que conduce a los dos supervivientes hasta el refugio habitado por un anciano (Kokuten Kodo) y sus dos nietos: Honda (Akitabe Kono) y Haruko (Setsuko Wakayama). A partir de este instante la acción se detiene para profundizar con mayor detenimiento en las personalidades de ambos ladrones, opuestos en pensamiento y comportamiento, como delatan los tensos movimientos y la inquietante mirada de Eijina en contraposición del agradecimiento y la buena predisposición mostrados por Nojiro (Takashi Shimura). Pero el tiempo de reposo toca a su fin cuando Eijina, pistola en mano, obliga a Honda, experto alpinista, a servirles de guía por esa montaña donde el peligro se presenta a cada paso, hasta el extremo de que el guía sacrifica su integridad física para salvar a sus secuestradores. Este comportamiento sorprende a Nojiro, incapaz de comprender el por qué, y le obliga a reflexionar sobre sí mismo y sobre cuanto le rodea, cuestión que le lleva a enfrentarse a su compañero de fuga cuando aquel decide abandonar al alpinista a su suerte. Así pues, y a pesar de la reticencia inicial de Toshiro Mifune, Ginrei no hate significó su debut en la pantalla y su primer contacto profesional con Akira Kurosawa, con quien mantuvo una de las asociaciones artísticas (actor-director) más destacadas de la historia del séptimo arte gracias a títulos como: El perro rabioso, Rashomon, Los siete samuráis, Yojimbo, El infierno del odio o Barbarroja (su última colaboración). Pero, además de estos dos nombres propios, también cabe destacar la interpretación de Takashi Shimura (otro de los actores más representativos del cine de Kurosawa) y el excelente pulso narrativo de Teniguchi en las peligrosas secuencias rodadas en la montaña, donde según parece solo él, acostumbrado al medio, se encontraba a gusto.
domingo, 24 de agosto de 2014
martes, 19 de agosto de 2014
Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (2008)
Durante los años que siguieron a Indiana Jones y la última cruzada (Indiana Jones and the Last Cruisade, 1988) los rumores de una cuarta entrega de las andanzas del arqueólogo más famoso del cine fueron una constante que concluyó casi dos décadas después, cuando, en 2007, George Lucas, Harrison Ford y Steven Spielberg confirmaron el rodaje de una nueva aventura del héroe, lo que supuso una alegría para los numerosos seguidores de la saga y la oportunidad para que una nueva generación de espectadores entrase en contacto con este icono del aventurero cinematográfico. Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of The Crystal Skull, 2008) conservó las características esenciales de sus predecesoras, en ella apenas se vislumbran cambios en la narrativa empleada por Spielberg, fiel a la desarrollada en la primera y tercera entrega de la saga, del mismo modo prevalece el estilo visual que Janusz Kaminski heredó de Douglas Slocombe, el director de fotografía de las anteriores producciones. Más difícil fue mantener la fluidez y la gracia de antaño, ya que, a pesar de su inicio prometedor, la acción pierde interés para transformarse en una prolongación conformista y autocomplaciente de las anteriores incursiones del trío en el universo creado veintisiete años atrás en En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981). Aunque es de agradecer la intención de conservar la esencia del personaje y de la serie, quizá esa misma intención jugase en contra del resultado final de una película en la que prevalece la sucesión de guiños a sus predecesoras y a producciones como: Salvaje (la irrupción motorizada de Mutt en la estación de tren), Tarzán de los monos (el avance que este mismo personaje hace por la selva) o Cuando ruge la marabunta (el ataque de las hormigas gigantes). Esta constante mirada al pasado provoca la sensación de presenciar algo familiar, por momentos agradable, pero que no colma las expectativas generadas en torno al héroe y su cuarta aventura cinematográfica, dentro de la cual se fuerza la reaparición de Marion (Karen Allen), la protagonista femenina de la primera entrega, se intenta rellenar el hueco dejado por Marcus Brody o se desarrolla una relación paterno-filial carente de la química desprendida por la vivida en Indiana Jones y la última cruzada. Pero todo lo dicho hasta el momento carece de interés para un arqueólogo que ha continuado con su trabajo durante los diecinueve años que separan su nueva peripecia de aquella destacada odisea al lado de su padre, tiempo más que suficiente para provocar cambios en su físico y en su entorno, ubicado cronológicamente en 1957, en un periodo durante el cual el enemigo son soldados soviéticos liderados por Irina Spalko (Cate Blanchett), una villana en quien se descubre una ambición desmedida similar a la mostrada por sus predecesores en la serie. Esta era de guerra fría remite directamente a la amenaza comunista y a las pruebas nucleares con las que se inicia el film, cuando se descubre a un Indiana Jones entrado en años, pero sin que el paso del tiempo haya mermado sus aptitudes o cambiado su manera de entender el medio por donde transita su ajetreada existencia. Desde su presentación, en la base secreta donde se guardan algunos de los objetos que él mismo encontró en el pasado, se le observa enfrentándose al grupo de militares rusos, de quienes se esconde en un pueblo fantasma donde sobrevive a una explosión atómica para de inmediato caer en manos de agentes federales que le acusan de simpatiza con la ideología comunista (una referencia clara a la caza de brujas de la época). Así pues durante los primeros compases del film se muestran aspectos que ubican la historia dentro de un contexto definido en el que Jones reniega de su supuesto cansancio físico para embarcarse en una aventura que coquetea con el cine de ciencia-ficción de la década de 1950, de ahí que hacia el final de la trama se muestre a una comunidad extraterrestre que reposa en la mítica ciudad de El Dorado, a la que el héroe y sus acompañantes acceden tras superar las inevitables trabas que les separan del éxito. Sin embargo, y a pesar de sus buenas intenciones, Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal provoca la sensación de no aportar nada nuevo a la ficción cinematográfica de un personaje que en su momento revitalizó el género de aventuras, provocando la proliferación de imitadores menos carismáticos e incluso la gestación del vástago que se dio a conocer en esta entretenida película.
domingo, 17 de agosto de 2014
Los peores años de nuestra vida (1994)
En Los peores años de nuestra vida (1994), Emilio Martínez-Lázaro adaptó un guion escrito por David Trueba en el que se suceden situaciones imaginativas, miedos y anhelos, que se muestran en la pantalla como parte de la personalidad de Alberto (Gabino Diego), un joven de veintidós años atrapado entre la lucidez y las frustraciones que nacen de su inmadura y soñadora visión de un entorno del que se autoexcluye como consecuencia de sus diferencias respecto a los intereses establecidos. Pero, además de contar con una historia entretenida, Los peores años de nuestra vida también posee una narrativa ágil y fresca, influenciada en cierta medida por el triángulo amoroso de Casablanca y por el cine de Woody Allen (a su vez influenciado por Bergman, Fellini, Keaton o los hermanos Marx) en la intervención del Alberto adulto en un momento puntual de su infancia o, ya de vuelta al presente, en la discusión que mantiene con la pareja de celuloide que cobra vida para responder a sus constantes ataques dialécticos. Mediante su rechazo creativo, Alberto se abre al espectador quejándose de sus fracasos amorosos, consecuencia de un físico poco agraciado y de un carácter que no se adapta dentro de una sociedad que considera a Roberto (Jorge Sanz), su hermano, un triunfador. Como consecuencia de sus evidentes diferencias, durante la mayor parte de la película ambos personajes semejan antagónicos; donde uno se muestra seguro, realista y decidido, el otro se desvela acomplejado, infantil, romántico y soñador, pero sin la madurez ni la confianza necesarias para superar su supuesta falta de atractivo y para alcanzar su confirmación individual dentro del colectivo. Este hecho provoca que Alberto pase la mayor parte del día compadeciéndose, recriminando a Roberto su facilidad para atraer al sexo opuesto o protestando contra esa sociedad adulta que no le convence, y a la que no pretende pertenecer porque le resulta más cómodo no formar parte de la misma, de ahí que emplee su creatividad para divagar y soñar, aunque sin llegar a concretar ninguno de sus sueños ni ofrecer explicaciones plausibles que justifiquen su negativa a asumir su maduración personal. Se podría decir de este postadolescente, inteligente y sensible, que su rechazo sistemático a entrar en la etapa adulta nace de su temor a que esta implique el fin de sus ideales, y la posterior decepción que significaría no verlos cumplidos, de modo que se decanta por inventar una realidad propia (menos materialista de la que reniega) y emplear sus múltiples recursos para escribir novelas que las editoriales le devuelven (o bien no concluye por falta de constancia y fe en sí mismo), para tocar la guitarra en los túneles del metro (donde solo su madre y dos amigas de esta aplauden su actuación) o para hacerse pasar por un profesor anglosajón que ayuda con su inglés a una adolescente con ganas de conocer aspectos ocultos de la fisonomía masculina. La comprensión del medio que muestra este simpático iluso apunta hacia un comportamiento egoísta que le niega la posibilidad de comprender que a su alrededor otros muchos viven circunstancias que también les impiden satisfacer sus necesidades. Sin embargo, este egoísmo inconsciente e infantil desaparece a medida que se consolida su relación con María (Ariadna Gil), de quien Roberto se enamora y a quien él idealiza como ya habría hecho con tantas otras desde aquel lejano día en la playa; y como desde entonces emplea métodos poco eficaces para atraer la atención de esta mujer desorientada, que se debate entre aquel que se compadece de su infortunio mientras la atosiga con frases empalagosas y aquel otro que la rechaza porque antepone los sentimientos de su hermano a los suyos propios, lo cual implica su tormento y el cambio de su percepción y comportamiento.
martes, 12 de agosto de 2014
Sierra de Teruel (1939)
martes, 5 de agosto de 2014
Elysium (2013)
La inmigración y la desigualdad social se encuentran presentes en los primeros compases de Elysium (2013), durante estos instantes iniciales también se descubren dos espacios antagónicos que se distancian por una frontera invisible que nada tiene que ver con la atmósfera que los separa, pues el límite que aleja a la Tierra del país de las maravillas que gira a su alrededor se encuentra en los posibles económicos que permiten los privilegios que se descubren en el satélite artificial, habitado por una minoría elitista que disfruta de la opulencia y la despreocupación de saber que en cada hogar existe una máquina regeneradora, promesa de inmortalidad. Esta última circunstancia, unida al sueño de mejora, provoca que muchos de los desheredados que malviven en la superficie terrestre intenten entrar ilegalmente en ese paraíso espacial protegido por la política xenófoba llevada a cabo por la ministra de seguridad (Jodie Foster), con la que intenta preservar el bienestar que conseguido. Para mantener este modo se aísla a los habitantes de Elysium de los problemas y necesidades que existen más allá de sus fronteras (y de los que directa o indirectamente son responsables), aquellos que se producen en el día a día de millones de hombres y mujeres que desde la distancia contemplan el lujoso satélite como la promesa de escapar del padecimiento generado por la segregación económica que agudiza las diferencias e insensibiliza a la población, no solo a quienes moran en la utopía circular sino a los habitantes del planeta, individuos como Max (Matt Damon), que intenta rehacer su vida trabajando en una fábrica donde tampoco se valora la condición humana, como demuestra que a nadie le importe que quede atrapado dentro del compartimento estanco donde sufre la radiación que provoca su estado terminal y, como consecuencia, su decisión de acudir a Spider (Wagner Moura), el delincuente que controla el tráfico ilegal de la Tierra a Elysium y que resulta ser su única esperanza para conseguir el pasaje que le permita alcanzar la cura. Pero en un mundo deshumanizado nada es gratuito, así que las circunstancias obligan a Max a aceptar una misión suicida a contrarreloj, durante la cual se desentiende por completo de cuanto sea ajeno a sus intenciones, lo que le lleva a dejar a un lado las necesidades de quienes, como Frey (Alice Braga), precisan y solicitan su ayuda. La situación y el comportamiento de este atihéroe remiten al personaje principal del anterior trabajo de Neill Blomkamp, ya que ambos sufren un accidente que provoca el paulatino cambio en sus maneras de comprender entornos caóticos en los que prevalecen la desigualdad social (racial en el caso de District 9) y económica, y que deriva en su evolución de individuos egoístas al altruismo que alcanzan hacia el final de sendas producciones. A pesar de los aspectos comunes que comparten los dos largometrajes, se observa en esta segunda propuesta cinematográfica de Blomkamp un mayor conformismo en su discurso, adecuándose a lo establecido dentro las pautas del espectáculo hollywoodiense, lo que provoca que, aparte de algunos rasgos estéticos, solo comparta con District 9 un inicio de crítica social que a medida que avanzan los minutos se sustituye por la repetición de tópicos como el comportamiento del villano encarnado por Sharlto Copley o el poco creíble y desinteresado gesto final de Max.