sábado, 6 de octubre de 2012

La huella (1972)


En 1930, Joseph L. Mankiewicz iniciaba su carrera como guionista en la Paramount y, salvo las tres películas escritas por Philip Dunne y sus dos últimas producciones, participó en la escritura de sus guiones, ya fuera en colaboración, en solitario o sin acreditar. En una entrevista le plantearon si había intervenido en el guion de La huella (Sleuth, 1972), porque parecía escrito por él, y respondió que no, que la obra teatral y el guion de Anthony Shaffer no lo necesitaba, porque encajaba dentro de sus intereses autorales. Y tanto; como demuestra cada minuto de una película que, finalmente, fue el broche de oro para una carrera cinematográfica repleta de títulos inolvidables. Mankiewicz filmó el guion de Schaffer y nos regaló una de las mejores (sino la mejor) charadas de la historia del cine, por lo que resulta increíble que alguien pensase en realizar una nueva versión. ¿Para qué? ¿Qué iba a aportar si el juego se abre y se cierra en esta excelente duelo entre dos personajes que se dejan atrapar dentro de una espiral de bromas y engaños, sin tener en cuenta que a veces los divertimentos se convierten en algo más peligroso que la propia realidad? <<Las cosas no son siempre lo que parecen ser>>, le dice Andrew Wyke (Laurence Olivier) al inspector de policía hacia la mitad de La huella. Esta frase define lo pretendido (y conseguido) por Mankiewicz en su brillante despedida, un adiós que reafirmaba la maestría del cineasta a la hora de filmar falsas apariencias, mentiras e inolvidables duelos interpretativos como el que se desarrolla entre Laurence Olivier y Michael Caine, dos magníficos actores que fueron capaces de generar la complicidad necesaria para que el soberbio planteamiento realizado por el cineasta provocase en el espectador la duda o la incertidumbre de si uno se encuentra disfrutando de una comedia, de un thriller de suspense, de la lucha de clases, disfrazada con buen gusto, o de una broma o juego elegante y macabro en el que los antagonistas pretenden humillar al contrario. En esta comparación lúdico y clasista, una de las genialidades de Joseph L. Mankiewicz residió en jugar con el espectador al tiempo que lo hacen los dos personajes, inmersos en un duelo en el que no saben qué es verdad y qué es mentira, quizá por ello son capaces de engañar a su oponente sin que este se dé cuenta de la trampa en el que ha caído.


El inicio de La huella presenta a los dos oponentes en el exterior de la mansión del famoso novelista Andrew Wyke, a quien se descubre en el interior del laberinto de setos al que Milo Tindle (Michael Caine) no puede acceder, lo cual enfatiza la distancia existente entre ambos, ya que el escritor pasa por ser un refinado gentleman inglés, novelista de gran éxito, mientras que Tindle no sería más que un peluquero de origen italiano que se ha convertido en el amante de la mujer del literato. El motivo de la visita aparentemente nace del deseo de Wyke por conocer al hombre que pretende casarse con su esposa, pero no le ha invitado para juzgarle, o eso demuestra, sino para decirle que aprueba la relación que mantiene su invitado con su mujer. Aunque eso no sería todo, pues el anfitrión propone a Tindle el robo de sus propias joyas para que así consiga el dinero suficiente para satisfacer los caprichos de una mujer como Marguerite Wyke, y de ese modo él conseguiría la indemnización del seguro y la compañía de su amante. En el interior de la mansión se observa el gusto obsesivo de Andrew hacia los juegos, de hecho, para él todo podría pasar por un divertimento, y sin embargo no parece ser un buen jugador, porque desprecia a su rival y no asume que pueda perder, y menos aún con un hombre que según su parecer posee una baja condición moral, intelectual y social. En este punto, La huella no solo enfrenta dos clases siempre en lucha, sino dos ámbitos antagónicos: el de la ilusión que se descubre entre las novelas y los objetos recreativos que alejan al escritor de la realidad (como sucede al inicio del film, cuando busca la paz dentro del laberinto a pesar de vivir en una mansión alejada de la civilización), y el tangible que representa inicialmente Milo Tindle, que vive en la ciudad, rodeado de gente, disfrutando de la moda, de su escala social y de la mujer de Wyke. Sin embargo, ambos roles acaban por acercarse, e incluso a intercambiarse creando la confusión que les impide distinguir qué es real y qué es mentira.

2 comentarios:

  1. Teatro filmado con dominio de la puesta en escena y la tensión dramática de una lucha de clases que solo puede ser británica con ese dandismo decadente, esa rebeldía de clase obrera, y el marco del laberinto. Espléndido ensayo fílmico de un sabio del séptimo arte como Toño Pardines

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    1. Muchas gracias, Francisco. Siempre tan generoso. Y me parece muy acertada y elegante tu definición de la película.

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