martes, 12 de febrero de 2019

Cold War (2018)

Una película como Cold War (Zimna Wojna, 2018) se enriquece con las omisiones, en ese espacio vacío de imágenes se encuentran vivencias, sensaciones y el nexo que une a sus dos protagonistas, un nudo que ni el tiempo ni el espacio son capaces de romper. Son esas separaciones entre cada encuentro que observamos las que ofrecen una idea de la insatisfacción que implica la distancia y la separación en los amantes, pero también permite comprender el rápido afianzamiento del estalinismo en Polonia durante la posguerra, el cual empuja a Viktor (Tomasz Kot) a tomar la decisión de exiliarse, o suponer el éxito profesional de Zula (Joanne Kulig) como cantante y bailarina y su posterior matrimonio con un comerciante italiano como medio que le permite abandonar legalmente su país de origen. Las elipsis nos posibilitan un intento de reconstruir el asentamiento de Viktor en París después de su solitaria partida de Berlín, ante la ausencia de la mujer amada, el cómo supo de su actuación en Yugoslavia y cómo fue allí para volver a verla, su deportación del país gobernado con mano de hierro por el mariscal Tito o, tras ser rechazada de forma oficial su petición de regresar a Polonia -al ya no poseer nacionalidad alguna-, su entrada ilegal y sus años en presidio, acusado de cruzar clandestinamente la frontera polaca y espiar para los ingleses. Así mismo, la omisión del periodo que abarca desde la visita de Zula al campo de prisioneros hasta su último encuentro nos empuja a sospechar que la relación de Zula con Kaczmarek (Borys Szyc), el director ejecutivo del grupo folclórico que Viktor e Irena (Agata Kulesza) crean sin intenciones políticas -solo con el fin de transmitir la cultura popular de la Polonia rural-, fue fruto de su promesa de sacar de la cárcel a su amante. Todo ello, lo visible e invisible, forma parte de la historia de dos enamorados, pero lo que vemos en la pantalla son fragmentos de sus vidas, de sus instantes de amor, de los imposibles que los separa a lo largo de quince años de distancia física y de breves reencuentros en diversos puntos geográficos de una Europa condicionada y dividida por la Guerra Fría. Al igual que sucedía en la magnífica Ida (2013), donde uno de sus temas centrales no asoma en las imágenes salvo por alusión en conversaciones-confesiones, las omisiones resultan fundamentales en Cold War, pero en este film que Pawel Pawlikowski dedica a sus padres hay otro elemento indispensable: la música. Siempre presente, aunque dicha presencia surge de forma natural en los ensayos, teatros, locales nocturnos o en la sala de montaje donde Viktor añade su partitura a imágenes cinematográficas, la música empleada por Pawlikowski nunca fluye de un fondo musical, pues este no tiene cabida en la película, ya que la música forma parte de la vida de la pareja antes y después de que, al inicio del film, Viktor e Irena seleccionen a los futuros miembros del grupo, candidatos entre los cuales el primero descubre a la joven que llama su atención y se convierte en el centro de su existencia. Ella es Zula y con ella comparte la relación sentimental que se fragmenta en el espacio y el tiempo para transformarse ante nuestros ojos en una sensible y, por momentos, desgarradora historia de amor y de exilio, una historia que no necesita condicionar con artificios ni forzar poesía, solo mostrar la intermitencia de dos existencias que, separadas por distintas circunstancias, nunca sienten por separado la satisfacción que les proporciona su unión, aunque esta, cuando semeja factible en París, sufre altibajos, distanciamiento, sospechas de infidelidades, celos y ruptura. Dichos altibajos rompen aquello que ambos desean y, de nuevo separados, se ven condenados a regresar al espacio vacío donde posiblemente la infelicidad sea la tónica dominante, de ahí que, ante la falta del ser amado, Viktor tome su maleta y abandone la vida, a todas luces incompleta, que ha intentado construir en Francia, lejos de su mundo, un mundo que no es un espacio físico, ni un país ni líneas imaginarias delimitadas en alguna parte, sino el indestructible sentimiento que comparte y le une a Zula.

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