miércoles, 27 de febrero de 2019

Contrabando (1958)


La secuencia que abre Contrabando (The Lineup, 1958) resulta tan contundente y efectiva como el estilo expositivo de Don Siegel, cuya narrativa, veloz, sencilla y precisa, supera carencias presupuestarias y la imposición de Columbia Pictures de conceder importancia a la pareja de agentes de policía que investiga las muertes de un compañero y del falso taxista que lo atropelló, en su intento de huir con una maleta robada en el puerto de San Francisco. Dicha imposición encuentra sus motivos en el éxito de la serie de la CBS The Lineup (1954-1960) de la que Contrabando asume el título original y los personajes interpretados por Warner Anderson y Marshall Reed, en no defraudar a posibles admiradores del serial televisivo creado por Lawrence L. Klee y así asegurarse fidelidad en la taquilla. De modo que los responsables del estudio insistieron en la presencia de la investigación policial (temática de la serie de la cual Siegel había dirigido su episodio piloto). Sin embargo, el artífice de la magistral La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1955) apenas dedica veinte minutos de metraje a las pesquisas policiales, que sintetiza en sucesión de pistas, aparición de un par de cadáveres o rueda de sospechosos, sin detenerse más de lo necesario en los encargados del caso. Este distanciamiento desaparece cuando el realizador se centra en la pareja que conocemos en el avión que aterriza en San Francisco, ciudad donde se desarrolla la acción y donde descubrimos que se trata de dos individuos contratados por "el hombre" (Vaughn Taylor), el misterioso jefe de la organización de narcotraficantes, para que recuperen las figuras donde se oculta la heroína que ciudadanos libres de toda sospecha introducen sin ser conscientes de ser mulas, escogidas justamente por ser corrientes, por no tener ningún antecedente y porque no se imaginan que las figuras que les venden en el extranjero contienen droga. En definitiva, son víctimas y más lo serán cuando Dancer (Eli Wallach) y Julian (Robert Keith) los busquen para recuperar la sustancia con la que trafica el desconocido que les paga. Pero tampoco esto es lo más interesante del film, ya que su esencia la encontramos en la sencillez empleada por Siegel para ofrecernos una relación inusual entre sicarios, una relación que no es de iguales, sino la de un mentor, más bien un asesor de imagen, y la del asesino a quien enseña modales e intenta insistir en que piense antes de apretar el gatillo. No existe más relación entre ellos, no son amigos y, salvo que ambos visten traje, corbata y sombrero, no guardan aspectos comunes. Julian es un hombre maduro que supera los cincuenta, Dancer es joven, el primero piensa, el segundo actúa según sus incontrolables impulsos homicidas, pues, como bien define su compañero, estamos tratando con <<un psicópata sin escrúpulos>> y un <<adicto al odio>>. La personalidad del asesino provoca la mayoría de los brotes de violencia que salpican esta magistral, trepidante y sencilla propuesta que se encuentra entre lo mejor del cine de Siegel, por su precisión descriptiva, tanto de los personajes como de las situaciones que se producen. Cuanto observamos en la pantalla funciona, no hay un momento en el que el film pierda interés, además, alcanza momentos tan contundentes e impactantes como la primera escena, la persecución final por una autopista inacabada y en construcción o aquella en la que descubrimos la identidad de "el hombre" al tiempo que lo hace Dancer, en una escena que se resuelve de la única manera posible, con tensión y con la explosión de violencia del asesino ante la amenaza de quien le asegura que <<estás muerto>>.

lunes, 25 de febrero de 2019

La terminal (2004)


El cine de Steven Spielberg cree en héroes, los necesita y los crea. Esta necesidad es constante en su obra fílmica y en La terminal (The Terminal, 2004) asume rasgos capraianos y cobra cuerpo en Viktor Navorski (Tom Hanks), un turista que, tras el levantamiento militar en su país de origen, se ve inmerso en una paradoja administrativa —existe como ser, pero legalmente no se reconoce su existencia— que escapa a su comprensión e inicialmente a su control. La perspectiva asumida por Spielberg transforma lo dramático en cómico, la derrota en victoria y al individuo en un referente moral que, similar a los idealistas del cine de Frank Capra, no se rinde ni vende su integridad en su lucha contra el Goliath de la burocracia que representa Frank Dixon (Stanley Tucci). Sin papeles, sin país, sin posibilidad si quiera de ser un número más dentro del engranaje que lo condena al limbo de la espera, Viktor deja de existir para el sistema que derrotará con paciencia, dignidad y humanidad. Su inexistencia administrativa lo convierte en un individuo atrapado dentro de una situación kafkiana que, como hemos apuntado con anterioridad, en manos de Spielberg adquiere tintes de comedia capraiana y, aunque se inspire en una situación verídica, huye de la realidad para acceder a lo artificial, por momentos a la fantasía de los cuentos de hadas —la cena que Amelia (Catherine Zeta Jones) y Viktor comparten, la boda de Enrique (Diego Luna) y Dolores (Zoe Saldanha) o la carrera de Gupta (Kumar Pallana), fregona en mano, por una de las pistas de aterrizaje—, que asume la forma del aeropuerto neoyorquino JFK, donde el enfrentamiento entre un hombre corriente, que a la fuerza deja de serlo, y la burocracia se convierte en la cotidianidad del primero, pues, sin más, carece de nacionalidad, de privilegios, de un lugar que no sea esa terminal internacional que se convierte en su prisión, pero que él transforma a medida que transcurren días, semanas y meses durante los cuales la agente Dolores le deniega el visado de entrada a Nueva York. Inicialmente, Navorski no comprende el idioma, lo cual tampoco ayuda a captar la explicación que le ofrece el encargado de la seguridad del aeropuerto y villano de la función, porque, sin abandonar el clasicismo cinematográfico, ¿qué es Dixon si no un villano no malvado, pero deshumanizado e indispensable para la existencia del héroe de a pie interpretado por Tom Hanks?


Son muchas las referencias que desvelan la herencia que
La terminal recibe de Capra, siempre presente en la dignidad de Viktor, la cual le permite dejar de ser un paria para convertirse en el modelo de los empleados del recinto, hombres y mujeres que, salvo Dixon, le aplauden y admiran porque en él encuentran a alguien capaz de derrotar al sistema en el que, de una u otra forma, todos parecen estar atrapados o, tomando prestado palabras del artífice de El secreto de vivir (Mr. Deeds Goes to Town, 1936), ven en él <<el grito de rebeldía del individuo contra ser pisoteado hasta verse reducido a pulpa>>*. Pero Spielberg no logra generar las emociones ni calcar la pasión que habitan en películas como Caballero sin espada (Mr. Smith Goes to Washington, 1939), porque el héroe idealista de Capra es inherente al discurso del cineasta, a su postura vital y cinematográfica a favor del individuo frente a la <<producción en masa, el pensamiento en masa, la educación en masa, la política en masa, la riqueza en masa, la conformidad en masa>>*, mientras que en Spielberg el héroe de La terminal existe como referencia y homenaje a los señores Deeds y Smith que forman parte de las influencias de un realizador que nunca ha dejado de admirar y de beber del cine clásico hollywoodiense.



*Frank Capra. El nombre delante del título. T&B Editores. Madrid, 2007. De la traducción de Domingo Santos

viernes, 22 de febrero de 2019

Días de gloria (1944)


Vista hoy, Días de gloria (Days of Glory, 1944) presenta varias curiosidades que pueden llamar la atención, entre ellas el protagonismo de Gregory Peck, en su primera (y pudo ser la última) aparición en la pantalla, y que Jacques Tourneur abandonaba el terror sugerido en La mujer pantera (Cat People, 1942), Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, 1943) y El hombre leopardo (The Leopard Man, 1943) para manejar mayor presupuesto y tiempo de rodaje en un film de propaganda bélica escrito y producido por Casey Robinson para RKO. Pero, quizá, la mayor curiosidad del film resida en devolverla al momento histórico de su filmación, un tiempo de guerra que exigía a Estados Unidos y a la Unión Soviética compartir intereses, enemigos y objetivos comunes, pues aquel instante de excepción, impensable antes y después del conflicto armado, fue indispensable para que el protagonismo de la película recayese en un grupo de partisanos soviéticos. Aunque a nadie escapa que, más allá de los nombres de los protagonistas y de ubicar la historia en espacio soviético, la nacionalidad de los guerrilleros y el lugar concreto carecen de relevancia significativa, y daría lo mismo que fuesen franceses, belgas o griegos, ya que el verdadero protagonista de las imágenes es la propaganda que se decanta por resaltar el sacrificio y la heroicidad de los hombres y las mujeres que, sea cual sea su origen nacional, combaten por liberar los territorios ocupados por el invasor alemán. Por aquel entonces, este tipo de producciones era frecuente en Hollywood y, como parte de su gestación, Días de gloria abusa de tópicos del cine de propaganda, presentes en el título o audibles en la introducción realizada por el narrador a quien solo oímos. Por otra parte, nos encontramos con el exceso melodramático que acompaña al inevitable romance de Nina (Tamara Toumanova) y Vladimir (Gregory Peck), pero ni esto ni aquello impiden que Días de gloria brille en su intimidad, en aquellas imágenes que apuntan las miradas de Yelena (Maria Palmer), que silencia su amor por su comandante o su desencanto vital al comprender que ya no tiene lugar en el corazón de aquel a quien ama, la paulatina integración grupal de Nina, inicialmente ajena a la guerra y al núcleo guerrillero, o las responsabilidades y las decisiones que, como líder, Vladimir debe asumir aunque le generen conflictos que guarda para sí. Es en ese espacio íntimo y sombrío, lejano de la propaganda superficial, que no se exterioriza verbalmente, y tan querido por Tourneur, donde surge la humanidad de esa familia a la fuerza, que vive y lucha unida contra el invasor que obligó a cada uno de sus miembros a abandonar sueños y existencias pasadas, condenándoles a vivir un presente incierto durante el cual se esconden entre los árboles y habitan el sótano del antiguo monasterio en ruinas donde comparten los escasos alimentos, la amenaza enemiga, la lucha de guerrilla, la esperanza de liberar a su país y otras circunstancias que forman parte de una cotidianidad en la que inevitablemente la muerte ocupa un lugar privilegiado.

miércoles, 20 de febrero de 2019

La pasión de Juana de Arco (1928)


Experimental e innovadora, la Juana de Arco realizada por Carl Theodor Dreyer puede o no gustar, molestar, sorprender, aburrir, entretener, provocar incomprensión y otras reacciones o dejar indiferente, aunque estas son cuestiones que, como en cualquier otra película, remiten a los gustos personales, y ni confirman ni niegan que se trate de un título imprescindible para y en el devenir del cine como medio de expresión artística. La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne D'Arc, 1928) es un film fundamental por la manera en la que Dreyer busca y experimenta <<una forma simplificada y abreviada para alcanzar [...] un realismo psicológico>>* al que, como espectadores, accedemos a través de los primeros y primerísimos planos que el cineasta empalma a lo largo del film para penetrar en la interioridad de su protagonista (Reneé Falconetti), en su sufrimiento, en su lucha, en su subjetividad humana, en definitiva, en la verdad interior que la hace ser y que ha deparado la situación externa y extrema que padece durante el metraje que encierra a sus personajes en un espacio acotado y opresivo. Es evidente que a Dreyer no le interesa la Juana de Arco heroína francesa, tampoco nos plantea si se trata de una persona desequilibrada o de una iluminada, al realizador danés le atrae e interesa el ser humano que habita tras el rostro, en especial los ojos, los cuales sirven a la cámara de puerta de acceso al dolor, a la certeza o a la pasión que Juana vive durante el proceso que la juzga por herejía. A todas luces, estamos ante un film distinto, una película de rostros que se desarrolla en un plano psicológico que no tiene cuerpo físico, de ahí que el decorado apenas interese y su presencia resulte mínima, pero sí tiene un cuerpo que se intuye y que se confirma en nuestra comprensión de las imágenes, pues La pasión de Juana de Arco fluye en ese interior que se exterioriza en caras, ojos y expresiones faciales que no buscan entretener, sino transmitir las dos verdades que se enfrentan en los planos/contraplanos de la acusada y acusadores. Ambas son verdades abstractas, fruto de comprensiones e incomprensiones, de ignorancias o de aceptaciones que validan esto y anulan aquello y también de creencias que, en el caso de los inquisidores de Juana, no pueden aceptar otras, ni como parte de la verdad de la muchacha (ella no duda que sea real su contacto divino) ni como parte de la fe que profesa y que ellos mismos defienden (la existencia de Dios). Juana vive en el convencimiento de haber sido elegida para llevar a cabo designios divinos (un tanto subjetivos, pues se trata de liberar a Francia de la presencia inglesa), algo que sus jueces rechazan de plano, quizá porque esa supuesta voluntad divina choca contra sus intereses terrenales o quizá porque sinceramente creen que la joven confunde la identidad del ser que la ha escogido. En ningún caso el tribunal asume que las palabras de Juana puedan ser válidas, cuando, en realidad, lo son para ella. De modo que niegan de antemano el pensamiento de la doncella e imponen el propio en forma de constantes ataques verbales y preguntas con las que quieren demostrar que la acusada es víctima del diablo. Los hechos que se suceden nos muestran sin adornos el padecimiento de quien no puede renegar de la verdad que le ha sido desvelada, sea o no real, ya que para ella se ha convertido en su realidad. La postura contraria tampoco puede ser juzgada desde la simplicidad, puesto que se trata de una postura que, intolerante, no deja de ser otra realidad, la de los acusadores, y en ella creen y, al menos, con ella pretenden salvaguardar su verdad y salvar el alma de la chica a quien dicen ayudar, aunque dicha ayuda consista en forzarla al límite de su aguante o amenazarla con la tortura que Dreyer visualiza en la máquina giratoria destinada a "limpiar almas" a base de brutalidad y dolor físico.



*Carl Theodor Dreyer. Reflexiones sobre mi oficio. Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Barcelona, 1999

martes, 19 de febrero de 2019

Ariel (1988)


Cualquier film de Aki Kaurismäki es fiel a Kaurismäki. Alguien podría decir: pues vaya, menuda tontería ha escrito este. Entonces, todo está dicho y aquí termina la lectura... Pero, para quien se plantee la supuesta superficialidad que abre esta entrada y decida continuar, lo dicho arriba supone reconocer que el cine del realizador finlandés nace de sus ideas y de sus convicciones, de su cinefilia y de su interpretación del mundo, de ahí que presente posturas éticas y formas estéticas que reaparecen en cada una de sus películas, sobre todo su voz o, mejor escrito, su ausencia sonora, desde la cual se materializa la conciencia humana y social del cineasta. La voz de Kaurismäki se eleva en las omisiones, en los silencios que identifican a sus personajes, en la ironía de las imágenes, en la ausencia de adornos y de movimientos bruscos de cámara que falseen su mirada y aparten la atención de cuanto pretende expresar. Dicha voz nunca calla, va al grano y desvela sin miedo y sin retórica el pensamiento de quien tampoco duda en señalar problemas sociales como los abordados en su trilogía dedicada a los perdedores: trabajadores sin esperanza, al borde mismo del abismo de la desolación y la desesperanza en Sombras en el paraíso (Varjoja paratiisissa, 1986), Ariel (1988) y La chica de la fábrica de cerillas (Tulitikkutehtaan tyttö, 1990), tríptico con el que pretendió reflejar la situación de la clase trabajadora finlandesa, la de sus miembros más desfavorecidos: hombres y mujeres golpeados por la sociedad y el sistema que, en teoría, debe protegerlos y acercarlos al bienestar que brilla por su ausencia. En Ariel (1988) presenciamos un inicio demoledor y a la vez cargado de humor negro. Se trata del cierre de la mina donde trabaja el protagonista, a quien en la siguiente escena descubrimos junto a su padre en una cafetería. Este le habla de que debe alejarse de la miseria que les ahoga tras perder su trabajo y le regala las llaves de su descapotable, tras lo cual se levanta y se dirige al aseo, donde, fuera de campo, se suicida, pues, para él, ya no quedan esperanzas. Taisto (Turo Pajala) no se inmuta cuando descubre el cadáver que no vemos en la pantalla, porque mostrarlo sería un recurso visual que mermaría la impresión que produce el hecho en sí y la impasibilidad que se aprecia en el rostro del hijo, quien, en la siguiente secuencia, intenta sin éxito encapotar el automóvil que ha heredado, su única posesión y su medio para acceder a la promesa de un espacio más cálido. En el interior y exterior del automóvil, Taisto avanza por un paisaje nevado, frío y solitario que le conduce de la desolación que deja tras de sí a la ciudad, símbolo de una supuesta nueva oportunidad que no tardará en descubrir inexistente. Durante este periplo, Ariel transita por el realismo y las películas de carretera, aunque no por mucho tiempo, pues el recorrido sobre ruedas deja su lugar a la ciudad donde el vagabundo conoce a Irmeli (Susanna Haavisto). Tras compartir un instante humano, quizá el único que proporciona calor y quietud la pareja protagonista, el film se adentra en el drama carcelario y el thriller, aunque nunca abandona la comedia negra ni la irónica capacidad crítico-analítica de Kaurismäki. La mezcolanza genérica va aportando datos a la crónica de la cotidianidad del marginado, que encaja golpes físicos (el robo de sus ahorros, un trabajo eventual e ilegal en la zona portuaria o su condena a prisión por intentar resarcirse del robo de sus bienes) y morales (la imposibilidad de acceder al bienestar) que provocan que Taisto se vea contra natura empujado hacia el delito, incluso hacia el crimen, cuando intenta rescatar a Mikkonën (Matti Pellonpää), su compañero de celda en el correccional de donde Irmeli les ayuda a escapar. Aunque para él no parece existir vía de escape alguna, Kaurismäki le ofrece una salida, la de abandonar el país e iniciar, si es que puede, una nueva vida lejos del desamparo y de la miseria que se descubren a lo largo de su recorrido existencial. En definitiva, Taisto es la imagen de la derrota, del perdedor que se ha convertido (obligado a ello) en un ser marginal, sin más posesión que su viejo descapotable, que se ha visto marginado de cualquier promesa que no sea la de deambular su laconismo y su dolor por un entorno desolado, despojado de prácticamente cualquier esperanza. Todo ello empuja al protagonista de Ariel hacia la violencia y la delincuencia, aunque estas no formen parte de él, pues son circunstanciales al exterior que Kaurismäki muestra durante la silenciosa supervivencia de su antihéroe, que desea pensar en México, el destino que escoge, como la imagen de una promesa quizá inexistente, pero que le concede un motivo para no perder su humanidad y poder continuar su deambular.

lunes, 18 de febrero de 2019

Larisa Shepitko. Existencias al límite


El nuevo cine soviético de la década de 1960, en el que se agrupa a cineastas tan dispares como Larisa ShepitkoAndrei TarkovskiSergey ParajadnovAndrei KonchalovskiMarlen Juciev, Otar Iossaliani Elem Klimov, apenas tuvo difusión dentro de la Unión Soviética y fuera de la misma solo se presentaba en festivales. Dichos certámenes posibilitaban prestigio y permitían a las autoridades soviéticas ofrecer la imagen de un país que se abría al exterior, un país donde el cine recibía el apoyo estatal, aunque nada más lejos de la realidad de películas que no se estrenaban, otras que lo hacían con una distribución precaria, o años después de su rodaje y con cortes en sus montajes originales, e incluso donde los contratiempos eran parte inseparable de la cotidianidad laboral de los realizadores, al menos de quienes asumían el medio cinematográfico para expresar inquietudes artísticas y existenciales, desencanto e individualidad, raíz de las numerosas diferencias entre las filmografías de los citados. En definitiva, solo se proyectaban a gran escala los títulos que la censura calificaba con la categoría A -aquellos que no contrariaban el discurso oficial-, pues del Estado eran las salas de proyección, la mítica productora Mosfilm, la red nacional de distribución cinematográfica y la última palabra a la hora de decidir qué y cómo exhibirlo. Otra historia se vivía en la escuela de cine estatal de Moscú (VGIK), donde los estudiantes y futuros cineastas tuvieron acceso otro tipo de películas, más allá de las oficiales. Allí se gestó una modernidad cinematográfica que sería sistemáticamente silenciada, y allí, inicialmente bajo la tutela de su paisano Aleksandr Dovzhenko, estudió la ucraniana Larisa Shepitko, una de las figuras más destacadas del heterogéneo cine soviético de los años sesenta y setenta, cuyos miembros tuvieron en común la continua intervención de la censura, el carácter personal y la disconformidad que adquieren relevancia en sus películas y el perseguir nuevas formas estéticas desde las que ahondar en las subjetividades existenciales expuestas en sus films. Dos cortometrajes, seis largos, uno de ellos para televisión, y un proyecto concluido cuatro años después de su fallecimiento por su marido Elem Klimov, son el bagaje fílmico de Shepitko, cuya corta filmografía no resta importancia a su destacada y, para muchos, desconocida aportación a la nueva corriente que desterraba de sus formas el realismo socialista de la época estalinista. A menudo ninguneada, Shepitko sufrió el ostracismo, consecuencia de su elección de ir a contracorriente y optar por un cine personal, humanista y existencial, poblado de individualidades que se enfrentan a la realidad que los aísla, les desilusiona y los sitúa en puntos sin retorno, caso del joven aguador de Calor, de la protagonista de Alas (Krylya, 1965) o de los condenados de La ascensión (Voskhozdenie, 1976).


Nacida en 1938, en Bajmut (Ucrania), a los dieciséis años Shepitko se trasladó a Moscú e ingresó en el instituto de cine donde en 1957 filmó el destacado cortometraje documental Zhivaya Voda y donde se graduó en 1963, siendo Calor (Znoj, 1962) su trabajo de fin de carrera. En apenas diez minutos de duración, la primera recoge influencias de las sinfonías urbanas y "verzovianas" para mostrarnos la nocturnidad y el amanecer fluvial de una ciudad en la que el individuo apenas tiene presencia, salvo como parte del colectivo que ocupa las calles al final del metraje, mientras que la hora y cuarto de la segunda asume influencias visuales de Dovzhenko y concede suma importancia al individuo frente al colectivo y a la aspereza narrativa-visual que caracterizaría el resto de su obra. Por si hubiera dudas al respecto de su intención humanista y existencial, en Alas la directora agudizó su discurso cinematográfico, además de dar un paso definitivo en su magistral capacidad para acceder a interioridades complejas y atormentadas como la de Nadya, la protagonista; pero, al igual que su film anterior, este espléndido drama apenas tuvo presencia en las salas comerciales. Peor fortuna corrió la producción experimental El comienzo de una época desconocida, codirigida junto a Andrei Smirnov y prohibida hasta 1987. Ante la imposibilidad de desarrollar sus películas con libertad, la directora probó suerte en la televisión con A las trece de la noche, aunque sus intenciones creativas tampoco encontraron su lugar en el medio televisivo. Entre prohibiciones, tiranteces y desencuentros, llegó la década de 1970 y con ella su reconocimiento internacional, pero también la década en la que solo completó los largometrajes Tú y yo, que llamó la atención de la crítica occidental durante su proyección en la Mostra de Venecia, y La ascensión
, el film que le concedió mayor fama y el Oso de Oro en el festival de Berlín, certamen que presidiría dos años después y uno antes de su fallecimiento, en 1979, cuando preparaba Adiós a Matiora (Proshchaine s Matyoroy, 1983) y se produjo el accidente que acabó con su vida y con la de varios miembros del equipo de una película que acabaría siendo filmada por Elem Klimov, su viudo y el responsable del sentido homenaje cinematográfico Larisa (1980).



Filmografía

Living Water (Zhivaya Voda, 1957)

Calor (Znoj, 1962)

Alas (Krylya, 1965)

El comienzo de una época desconocida (Nachalo nevedemogo veka, 1966)

A las trece de la noche (V trinadtsatom chasu nochi, 1968)

Tú y yo (Ty i ja, 1971)

La ascensión (Voskhozhdeniye, 1976)

Adiós a Matiora (Proshchaine s Matyoroy, Elem Klimov, 1983)

sábado, 16 de febrero de 2019

Maximilian Kolbe (1991)

 El cine o la literatura son ideales para crear e imaginar héroes y villanos, la mayoría de linealidad imposible, y la realidad lo es para las personas de carne y hueso, con condicionantes, claroscuros, contradicciones y con actos que, en ocasiones, sobresalen de lo rutinario para, quizá fruto del azar o de decisiones puntuales, alcanzar el grado de extraordinario, excepción que escapa a la cotidianidad y a la comprensión de quienes observan, escuchan o descubren los resultados y tienden a simplificarlos o a mitificarlos. Esto me plantea si mitificar es una necesidad humana que permite evadirse de uno mismo, fantasear y admirar aquello que por diferentes motivos o elecciones ese mismo uno lo vive a través de las distintas vías que lo dan a conocer, entre ellas el cine o la literatura, dos medios de expresión que han sabido elaborar entretenimiento a partir de hechos concretos, en algunos casos excepcionales, en otros no tanto, de vidas reales que se simplifican y se exhiben ante nosotros desde la mezcla de ficciones y supuestas verdades, una mezcolanza que nos conduce hacia donde pretenden los responsables de biográficas que, sin otro objetivo, dramatizan y alaban la vida y obra de los retratados. Esta no es la finalidad de Krzysztof Zanussi en su Maximilian Kolbe (Zycle za zycle. Maksimilian Kolbe, 1991), pues ni realiza ni pretende una loa del franciscano que da título al film. El cineasta polaco reflexiona sobre dos elecciones que, si bien se antojan opuestas, no pueden juzgarse la una mejor, ni más humana ni heroica, que la otra, y no pueden porque el espacio donde se producen imposibilita cualquier juicio moral sobre las mismas. ¿Es Kolbe un héroe y un santo? ¿Pudo escoger y si lo hizo, fue desinteresado? ¿Es Jan egoísta y culpable de realizar un acto censurable? ¿Tenía otra elección? Por un lado, la fuga de Jan (Christoph Waltz) de Auschwitz, por el otro, el sacrificio en ese mismo campo asumido por Maximilian Kolbe (Edward Zentara) sirven al cineasta polaco para analizar el complejo de culpabilidad del primero y la excepcionalidad del acto del segundo, pero sobre todo nos aproxima a la decisión de Jan, y cómo le afecta durante el resto de su existencia, una elección que habría que calificar de impulso, aquel que nace de su instinto de supervivencia -en un momento concreto que conlleva una acción que bien podría ser la única posible- en el infierno de Auschwitz. Su fuga no es premeditada, surge como consecuencia del accidente en el que se ve enterrado vivo, un derrumbamiento del cual se recupera para descubrir que a su alrededor no hay nadie, ni carceleros ni presos. Es su oportunidad para escapar y vivir, al menos de tener la esperanza de hacerlo en un momento en el que esta han dejado de existir, de modo que es su necesidad de sobrevivir la que lo empuja, sin pensar o no querer (ni poder) detenerse en las consecuencias que su humanidad acarreará a sus compañeros de bloque. Cualquiera en su lugar habría hecho lo mismo, sin embargo cuando conoce la noticia de que un religioso entregó su vida a cambio de la de uno de los diez seleccionados al bunker de la muerte, la curiosidad y el remordimiento parecen adueñarse de Jan. Así inicia su reconstrucción de los hechos, necesita comprender por qué Maximilian Kolbe hizo lo que hizo, o si es verdad que lo hizo, pues duda de que un gesto desinteresado de tal magnitud pueda darse en el campo de la muerte. A lo largo del periodo que comprende desde 1941, momento de la huida, hasta 1971, cuando Jan ve en la televisión la beatificación de Kolbe, Zanussi indaga en la figura del clérigo a partir de la mirada de Jan, de sus pesquisas, de las entrevistas que mantiene con aquellos testigos que puedan arrojar algo de luz sobre la personalidad del franciscano y sobre la verdad de los hechos que se produjeron tras la evasión. Quizá lo haga para poder encontrarse a sí mismo o quizá para perdonarse, comprender y aceptar que su decisión fue la única posible en un momento y en un espacio de sinrazón. Pero Jan siente vergüenza, por ello no confiesa que él fue el preso por quien murieron diez, también siente la culpabilidad del superviviente y el complejo de culpa inherente al catolicismo, aunque, en realidad, su decisión no fue ni buena ni mala, solo fue material y eligió la vida, mientras que la del religioso fue espiritual, dictada por la fe que asumió en aquel momento puntual de su niñez que Zanussi expone en una de las breves y numerosas analepsis que introduce a través de conversaciones y evocaciones.

jueves, 14 de febrero de 2019

Abril (1998)

Cineastas como Nanni Moretti no esconden que sus películas nacen de sus experiencias, gustos, fobias y reflexiones, subjetividades que se agudizan en Caro diario (1993), Abril (Aprile, 1998) y en el cortometraje Il Giorno della prima di Close-Up (1996), en las que abandona a su álter ego Michele Apicella (personaje recurrente de su filmografía previa) para interpretarse a sí mismo y asumir el protagonismo absoluto de cuanto vemos y escuchamos. En su cine, a todas luces personal e intransferible, con excepciones como La habitación del hijo (La stanza del figlio, 2001) o sus incursiones en el documental, predomina la comedia dramática, desde la cual, en los títulos nombrados, Moretti ironiza y reflexiona sobre Moretti, cineasta y persona, y sobre cómo le afecta cuanto le rodea: familia, Italia y cine. En Abril realiza una peculiar retrospectiva de un periodo inmediatamente posterior al recorrido romano y existencial propuesto en Caro diario, desde las elecciones de 1994, cuya victoria de la derecha de Silvio Berlusconi le desespera y provoca que por primera vez fume hachís, hasta 1997, cuando por fin se decide a rodar aquello que le gusta: una ficción musical sobre un pastelero experto en la elaboración de las tartas preferidas del realizador. Entremedias, en su faceta de cineasta intenta poner en marcha dicho proyecto musical, que abandona antes de filmar un solo plano, y, mientras como individuo particular aguarda temeroso y ansioso el nacimiento de su hijo, se decanta por documentar los comicios italianos de 1996. Durante este intervalo temporal, su yo cinematográfico conecta con el espectador desde la humanidad y los pensamientos que nos transmite, en definitiva, se hace familiar, cercano, falible, de carne y hueso, sobre todo por que se humaniza a sí mismo al desnudar las emociones y las sensaciones que surgen a lo largo del periodo de gestación y nacimiento de su hijo Pietro -uno de los tres ejes principales sobre los cuales gira la película, los otros dos son la situación italiana y, evidentemente, el propio Moretti- y el presente durante el cual sufre la crisis profesional que, lejos de la ensoñación fellinesca Ocho y medio (Fellini 8 1/2; Federico Fellini, 1963), le impide centrarse en su trabajo, sea filmar el documental político-social o cumplir el deseo del actor Silvio Orlando de rodar el musical sobre el pastelero a quien este debe dar vida en la pantalla. Todos los personajes que campan por Abril asumen el rol de ser ellos mismos, pero lo hacen desde la mirada de un cineasta que, más que narrar, comenta en primera persona sus impresiones sobre aspectos culturales, personales, políticos, sociales y metacinematográficos, pues todo ello forma parte de su cotidianidad, extraída de su supuesto diario y expuesta desde el aparente nerviosismo que le genera el inminente nacimiento de su primer hijo o desde su malestar por la victoria de la derecha y por la falta de actitud política y humana de la izquierda. Al igual que sucede en Caro diario, sus palabras y la acción de Abril transcurren en un presente que combina ficción y realidad, pero cuanto observamos son situaciones (las elecciones), vivencias (su paternidad) y sensaciones (su crítica u opinión sobre problemas sociales que parecen no encontrar solución) que ya han pasado, distintos momentos que Moretti nos invita a descubrir desde la subjetividad que nos habla de su cine, de su familia, de su trabajo, de su malestar político entre otras cuestiones que forman parte de la vida que el realizador italiano nos muestra con asumido desenfado creativo y su peculiar sentido del humor.

miércoles, 13 de febrero de 2019

Mi noche con Maud (1969)



<<Cuando filmo reflexiono sobre la historia, sobre el tema, sobre la manera de ser de los personajes. Pero la técnica del cine, los medios empleados, me vienen dictados por el deseo de mostrar algo>>

Eric Rohmer


La marca o denominación “Nouvelle Vague” tiende a homogeneizar a sus distintos miembros, quienes si bien guardan aspectos comunes —su gusto por el cine clásico hollywoodiense, la paternidad teórica de
André Bazin o el afán por la renovación cinematográfica—, presentan distintas interpretaciones y preferencias y, desde ellas, muestran diferentes estilos, intereses e intenciones en sus respectivas carreras cinematográficas. A grandes rasgos: François Truffaut era sensibilidad; Jean-Luc Godard, revolución e inconformismo; Claude Chabrol, el el crítico de la burguesía pueblerina; Alain Resnais —a quien se incluye en el grupo, aunque ya había definido parte de su estilo con anterioridad a la irrupción de la mayoría de sus miembros—, la memoria o Eric Rohmer, la mirada que desvela verdad y belleza, las que se esconden en la realidad que este cineasta nos muestra sin advertirnos de su presencia ni la de su cámara. Por separado y en conjunto, estos y el resto de los componentes de la nueva ola francesa, han pasado a la historia del cine por sus peculiaridades y como estas dan forma a sus películas y a su propia evolución como cineastas. Pero quizá encontremos en Rohmer al más coherente y fiel a sus ideas teórico-creativas y a la manera de llevarlas a la práctica durante toda su vida profesional. Ejemplo de cineasta austero y preciso que se decanta por el realismo de un espacio, un tiempo y unos personajes, el cine de Rohmer encuentra uno de sus motivos en mostrar la interioridad de seres reales como los que campan por sus "cuentos morales", compuestos por cuatro largometrajes y dos mediometrajes, en los que se decanta por <<no filmar para ilustrar una tesis o para mostrar a hombres o a mujeres limitados a su aspecto externo, sino para descubrir la materia de la que están hechos>>,1 inquietudes, contradicciones, deseos ocultos o comportamientos como los observados en Mi noche con Maud (Ma nuit chez Maud, 1969).


A diferencia de
Truffaut, Godard y Chabrol, que fueron aplaudidos y premiados por sus primeras películas, Rohmer no fue reconocido por la crítica y el público internacional hasta este film en el que las casualidades, humanas y climáticas, resultan fundamentales para acceder al pensamiento del narrador y protagonista. Son los imprevistos del azar los que provocan que el solitario ingeniero interpretado por Jean-Louis Trintignant se encuentre con Vidal (Antoine Vitez), un viejo amigo del instituto, a quien había visto por última vez catorce años atrás, y posteriormente este le invite a cenar en casa de Maud (Françoise Fabian), donde pasará la noche como consecuencia de la tormenta de nieve que le impide regresar a su hogar. El elemento meteorológico también resulta fundamental en otro encuentro casual, aunque buscado, cuando el protagonista aborda a Françoise (Marie-Christine Barrault) en la calle y la acompaña a su casa, donde, nuevamente debido a la presencia de la nieve, el ingeniero vivirá otra experiencia nocturna, aunque totalmente opuesta a la compartida con la desconocida por quien siente una atracción que, aunque inicialmente negada de palabra, se hace visible durante la velada en la que comparten lecho. En Mi noche con Maud el realizador accede a la verdad o verdades internas del narrador que, protagonista de su historia, se encuentra ante la disyuntiva generada por su atracción hacia mujeres diferentes: Françoise, convencional en apariencia y católica practicante como él, y Maud, liberada y librepensadora. Ambas son objeto de deseo, un deseo silenciado entre palabras, reflexiones y negaciones que escuchamos en los momentos que componen el film, aquellos que también nos descubren que en la primera encuentra el ideal de la esposa católica y tradicional y en la segunda la sensualidad y la agudeza que pone en evidencia a los dos hombres con quienes comparte la cena. Sin embargo, para el protagonista ya no hay elección posible, Rohmer lo deja claro mediante las palabras del narrador, que nos aclaran que la decisión ya ha sido tomada (desde el inicio sabemos que se ha casado con Françoise). Pero esto no es lo importante, sino las reflexiones con las que pretende ocultar, a nosotros y a sus oyentes, aquello que la velada en casa de Maud sale a la luz durante la conversación y posteriormente cuando se quedan a solas, dos momentos que el realizador de La coleccionista (La collectionneuse, 1966) filma como si se produjesen en directo, pues <<el sonido directo, la pureza y la verdad de la voz humana era una preocupación para Rohmer, particularmente en una película como esta, de texto tan extenso>>,2 que funciona como conjuntos de palabras que no siempre expresan los pensamientos de sus protagonistas, caso del ingeniero, de Vidal e incluso de Françoise, quienes a menudo ocultan u omiten la información que nos llega a través de los gestos, silencios y comportamientos que se contradicen.



1.Robert Bresson. Notas sobre el cinematógrafo. Trad. de Daniel Aragó. Ardora Ediciones, Madrid, 1997
2.Néstor Almendros. Días de una cámara. Seix Barral, Barcelona, 1990

martes, 12 de febrero de 2019

Cold War (2018)

Una película como Cold War (Zimna Wojna, 2018) se enriquece con las omisiones, en ese espacio vacío de imágenes se encuentran vivencias, sensaciones y el nexo que une a sus dos protagonistas, un nudo que ni el tiempo ni el espacio son capaces de romper. Son esas separaciones entre cada encuentro que observamos las que ofrecen una idea de la insatisfacción que implica la distancia y la separación en los amantes, pero también permite comprender el rápido afianzamiento del estalinismo en Polonia durante la posguerra, el cual empuja a Viktor (Tomasz Kot) a tomar la decisión de exiliarse, o suponer el éxito profesional de Zula (Joanne Kulig) como cantante y bailarina y su posterior matrimonio con un comerciante italiano como medio que le permite abandonar legalmente su país de origen. Las elipsis nos posibilitan un intento de reconstruir el asentamiento de Viktor en París después de su solitaria partida de Berlín, ante la ausencia de la mujer amada, el cómo supo de su actuación en Yugoslavia y cómo fue allí para volver a verla, su deportación del país gobernado con mano de hierro por el mariscal Tito o, tras ser rechazada de forma oficial su petición de regresar a Polonia -al ya no poseer nacionalidad alguna-, su entrada ilegal y sus años en presidio, acusado de cruzar clandestinamente la frontera polaca y espiar para los ingleses. Así mismo, la omisión del periodo que abarca desde la visita de Zula al campo de prisioneros hasta su último encuentro nos empuja a sospechar que la relación de Zula con Kaczmarek (Borys Szyc), el director ejecutivo del grupo folclórico que Viktor e Irena (Agata Kulesza) crean sin intenciones políticas -solo con el fin de transmitir la cultura popular de la Polonia rural-, fue fruto de su promesa de sacar de la cárcel a su amante. Todo ello, lo visible e invisible, forma parte de la historia de dos enamorados, pero lo que vemos en la pantalla son fragmentos de sus vidas, de sus instantes de amor, de los imposibles que los separa a lo largo de quince años de distancia física y de breves reencuentros en diversos puntos geográficos de una Europa condicionada y dividida por la Guerra Fría. Al igual que sucedía en la magnífica Ida (2013), donde uno de sus temas centrales no asoma en las imágenes salvo por alusión en conversaciones-confesiones, las omisiones resultan fundamentales en Cold War, pero en este film que Pawel Pawlikowski dedica a sus padres hay otro elemento indispensable: la música. Siempre presente, aunque dicha presencia surge de forma natural en los ensayos, teatros, locales nocturnos o en la sala de montaje donde Viktor añade su partitura a imágenes cinematográficas, la música empleada por Pawlikowski nunca fluye de un fondo musical, pues este no tiene cabida en la película, ya que la música forma parte de la vida de la pareja antes y después de que, al inicio del film, Viktor e Irena seleccionen a los futuros miembros del grupo, candidatos entre los cuales el primero descubre a la joven que llama su atención y se convierte en el centro de su existencia. Ella es Zula y con ella comparte la relación sentimental que se fragmenta en el espacio y el tiempo para transformarse ante nuestros ojos en una sensible y, por momentos, desgarradora historia de amor y de exilio, una historia que no necesita condicionar con artificios ni forzar poesía, solo mostrar la intermitencia de dos existencias que, separadas por distintas circunstancias, nunca sienten por separado la satisfacción que les proporciona su unión, aunque esta, cuando semeja factible en París, sufre altibajos, distanciamiento, sospechas de infidelidades, celos y ruptura. Dichos altibajos rompen aquello que ambos desean y, de nuevo separados, se ven condenados a regresar al espacio vacío donde posiblemente la infelicidad sea la tónica dominante, de ahí que, ante la falta del ser amado, Viktor tome su maleta y abandone la vida, a todas luces incompleta, que ha intentado construir en Francia, lejos de su mundo, un mundo que no es un espacio físico, ni un país ni líneas imaginarias delimitadas en alguna parte, sino el indestructible sentimiento que comparte y le une a Zula.

lunes, 11 de febrero de 2019

Following (1998)


El falso culpable y el voyeurismo son recurrentes en el cine de
Alfred Hitchcock, la identidad, la desorientación y la soledad lo son en el de Christopher Nolan y encontramos prueba de ello en Memento (2000), pero también en la dualidad del caballero oscuro de la trilogía Batman (2005-2012), en el riesgo que conlleva Origen (Inception, 2010) y, si me apuro, en el viaje Interstellar (2014). Sin pretender, ni ser, un film hitchcockiano, en apenas una hora de duración, en Following (1998), su primer largometraje, Nolan aúna el falso culpable, el voyeurismo y la búsqueda de identidad para dar forma a la experiencia vital de un joven de veintitantos años, sin trabajo, sin dinero, sin nombre —pues ¿quién es? ¿Bill? ¿Daniel? ¿o cualquier otro antropónimo que pueda responder a quien pregunte?—, sin relaciones y cuyo aburrimiento le lleva a seguir a desconocidos escogidos al azar. Es su principal regla: no seguir a la misma persona en más de una ocasión, pero asegura que fue la primera norma que rompió. Dicha ruptura provoca que el azar desaparezca de su experimento y dé paso al juego que Nolan introduce mediante la confesión del protagonista, aquella que engloba la práctica totalidad de una película en la que no sabemos si sus palabras son o no verdad.


El cineasta británico juega con el espectador al igual que lo hace con el anónimo seguidor a quien dio vida
Jeremy Theobald, que ya había protagonizado sus cortometrajes Larceny (1996) y Doodlebug (1997), o ¿es este último quien, como aspirante a escritor, engaña al policía (y a nosotros) a través de la historia que relata? Según sus palabras se trata de un resumen de los hechos, así lo expresa al detective (John Nolan) que escucha sin interrumpir, ni siquiera para preguntarle por qué desarrolla su relato combinando varios tiempos pasados, alterando la linealidad temporal y convirtiendo su confesión en piezas de un rompecabezas a resolver. Los tiempos pretéritos se entrecruzan en dos relaciones principales, la que el protagonista establece con Cobb (Alex Haw), a quien sigue hasta que, inesperadamente, este le comenta que es un ladrón y le ofrece la curiosa asociación que el aspirante a escritor, o a cualquier otra cosa, encara cual aprendizaje u oportunidad de encontrarse quizá, si no a sí mismo, con una imagen que apropiarse: la del propio Cobb. La segunda relación le une a la chica rubia (Lucy Russell) a quien aborda en un bar, una desconocida que a su vez le cuenta una historia que despierta mayor curiosidad en quien pretende ser parte integrante de la multitud entre la cual escoge a sus objetos de estudio, o puede que modelos a imitar. Sorprende el dominio de Nolan para, sin apenas experiencia profesional, manejar la intriga propuesta y llevarnos de aquí para allí sin que disminuya el atractivo del juego y sin que sepamos a ciencia cierta hacia dónde nos quiere conducir, probablemente porque su protagonista tampoco lo sabe, pues vive desorientado en un mundo fragmentado, emocionalmente necesitado de encontrarse, de sentirse parte de algo y de ser alguien, aunque ese algo y alguien le lleven a asumir la personalidad de Cobb, su trabajo asaltando casas vacías, pero con pruebas de existencias ajenas, y el supuesto objetivo de su mentor, el de <<invadir la vida de otras personas y averiguar quién son>>, pero, acaso, ¿no era esta la intención del protagonista cuando se decidió a perseguir a extraños escogidos al azar?



sábado, 9 de febrero de 2019

India (1958)


Los márgenes establecidos nunca lo fueron para Roberto Rossellini, un cineasta que interpretaba el cine como medio de búsqueda, no como fin, y, sobre todo, lo hacía adelantándose a su tiempo en películas como las protagonizadas por Ingrid Bergman, títulos que anunciaban la modernidad que sería aplaudida y asumida por los integrantes de las distintas nuevas olas cinematográficas. Pero, tras sus éxitos neorrealistas, a Rossellini apenas le aplaudía alguien, quizá porque quienes habían alabado Roma ciudad abierta (Roma, città aperta, 1950) se encontraban incapacitados para comprender las nuevas posibilidades cinematográficas ofrecidas a partir de Stromboli (Stromboli, terra di Dio, 1949), pues estas implicaban e implican una actitud activa por parte del espectador, un esfuerzo que nos aleja de la comodidad de lo conocido. De modo que tampoco sorprende que India (1958), un título clave en su filmografía, pasase desapercibida, y todavía permanezca oculta para la mayoría. Hoy, pocos dudan que el realizador italiano sea uno de los padres del cine moderno, pero, cuando viajó a la India, esto aún quedaba lejano y Rossellini llegó al país asiático sumido en una crisis de reconocimiento popular, que no artística. Pero el rechazo a su cine no le impidió ir un paso más allá y realizar un proyecto cuyo doble resultado dio origen a la serie de televisión La India vista por Rossellini (L'India vista da Rossellini, 1958), su primer contacto con el medio audiovisual en el que realizaría buena parte de sus futuros proyectos didácticos, y al largometraje India, un documento cinematográfico que ni es un <<documental estricto>> ni un reportaje geográfico. Las imágenes documentales son herramientas que el cineasta emplea para introducir la ficción dramática, la cual resalta la comunión humana y natural que se observa en la pantalla, aquella que él desea expresar prescindiendo, en la medida posible, del montaje y de cualquier efecto que desvirtúe y reste veracidad a dicha conexión. Los medios de Rossellini son las imágenes y las palabras, desde ambas nos invita a conocer al individuo y el medio que ocupa, y desde ellas reflexiona sobre la importancia que este tiene en los hábitos humanos. El cine de Rossellini es un cine antropológico y, como tal, sus películas van completando su estudio del ser humano, sobre quien vertebra un discurso cinematográfico que podríamos resumir en <<la búsqueda del hombre, del individuo>>, una búsqueda que da comienzo en sus films de propaganda durante la Segunda Guerra Mundial, evoluciona con el neorrealismo de posguerra y encuentra en Stromboli un punto de inflexión en su obra. A partir de la experiencia isleña, el realizador italiano ahonda con mayor incisión y precisión en la intimidad de sus personajes (en un espacio y en un tiempo), pero no se conforma y continúa perfeccionando su intención de desnudar y comunicar verdades humanas que, sin adornos ni efectos que resten honestidad a su búsqueda, se exponen en imágenes que permiten al espectador interpretar las realidades de las cuales nos informan. Respecto a esto, encontramos otro punto de ruptura en India, aunque quizá más que de ruptura tendríamos que hablar de un regreso al neorrealismo de Paisà (1946), pues, como en esta joya neorrealista, la aventura hindú de Rossellini se desarrolla por episodios que recorren distintos lugares geográficos del país asiático para encontrarse con el principio y fin de su obra cinematográfica: los individuos que lo habitan, sus pensamientos y sus relaciones con el espacio-tiempo que viven. Para lograrlo, el cineasta introduce motivos dramáticos que le permiten captar o capturar y exteriorizar las impresiones y sensaciones que ocupan las mentes de los narradores, quienes también asumen el protagonismo de aquello sobre lo cual reflexionan. Las palabras se funden con las imágenes formando un todo que, sin forzar, exterioriza la relación con la naturaleza y consigo mismos, de ahí que en India nos encontremos con el Rossellini humanista, que expresa, y el Rossellini reportero cinematográfico, que observa, aunque ambos son uno, el mismo que en Paisà, StromboliFrancisco, juglar de Dios (Francesco, Giullare di Dio, 1950) o Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1953) prescinde de ornamentos y se centra en las verdades que afectan a sus protagonistas, ya que los hombres y las mujeres filmadas por el realizador, incluso la mona protagonista del cuarto relato, que deambula entre humanos y simios a la espera de encontrar su lugar, experimentan <<su realidad, que es una realidad absolutamente íntima, única, unida a un individuo con todo el sentido de las cosas que le rodean>>. Dichas realidades ya se observa al inicio de India, cuando el realizador introduce el colectivo y las atestadas calles de Bombay para hablarnos de la multiculturalidad, de los distintos atributos y costumbres, de la tolerancia, en definitiva, de las diferencias y de como estas son asumidas sin que creen el menor conflicto. Pero esa multitud desaparece de la pantalla (no regresará hasta el final) para dejar su lugar a la intimidad, a la belleza natural (de montañas, ríos, selvas), al hombre, a la mujer, a la pareja, a sus costumbres y circunstancias, a la aceptada e inevitable presencia de la muerte o a la coexistencia (equilibrada o desequilibrada) de tradición y progreso en las distintas cotidianidades que forman este sincero estudio antropológico.

Entrecomillado extraído de Roberto Rossellini. El cine revelado. Ediciones Paidós, Barcelona, 2000

jueves, 7 de febrero de 2019

Heroica (1957)


La filmografía polaca de posguerra encuentra en la Segunda Guerra Mundial un tema recurrente, algo lógico si se tiene en cuenta que Polonia fue uno de los países más afectados y devastados por la contienda bélica y que los cineastas de la "escuela polaca", aquellos que renovaron la cinematografía nacional hacia finales de la década de 1950 y primeros años de la siguiente, vivieron el conflicto en primera persona. Además, habría que tener en cuenta que el pasado, reciente o lejano, histórico o imaginado, permitía a los distintos realizadores adentrarse en su presente de forma indirecta, mostrando en historias pretéritas situaciones que podrían extrapolarse al tiempo del rodaje. Esto se observa en Jerzy Kawalerowicz y sus incursiones en el siglo XVII de Madre Juana de los Ángeles (Matka Joanna od Aniolow, 1961) y en el Antiguo Egipto de Faraón (Faraon, 1966), donde nos ofrece una lucha de poder que refleja el enfrentamiento entre Estado e Iglesia en la sociedad de sus días o en Wojcieh J. Has, que nos invita a una magnífica fantasía surrealista, sin principio ni fin, en El manuscrito encontrado en Zaragoza (Rekopis znaleziony w Saragossie, 1964). ¿De qué nos hablan? ¿Del pasado o del presente? Con Kawalerowicz no hay duda, pero en el caso de Has esto ya no está tan claro y cabría preguntarse si su magistral propuesta circular remite al presente, a la naturaleza (racional e irracional) humana, de la cual ningún individuo puede escapar, o simplemente a historias que llevan a otras que deparan otras nuevas para devolvernos al punto de partida. Pero basta de divagaciones, regresemos al marco cinematográfico de la ocupación de Polonia durante la Segunda Guerra Mundial y centrémonos en Andrzej Wajda y Andrzej Munk, otros dos pilares del nuevo cine polaco, pero cuyas miradas difieren a la hora de abordar al individuo en su relación con el espacio que condiciona su heroicidad. Como Kawalerowicz y Has, ambos Andrzej son figuras imprescindibles en la renovación cinematográfica del país centroeuropeo, pues rompen con las formas estéticas del realismo socialista y se decantan por estilos novedosos desde los cuales conceden mayor protagonismo al individuo, al entorno que ocupan y a los hechos que en este se producen. El realismo y el pesimismo que Wajda emplea en su trilogía bélica -Generación (Pokolenie, 1954), Kanal (1957) y Cenizas y diamantes (Popiók i diament; 1958)- chocan con la ironía que Munk concede a Heroica (Eroica, 1957), película compuesta de dos mediometrajes independientes que se desarrollan en escenarios antagónicos. Ni hazañas ni proezas, Heroica es la realidad del no heroísmo y el fruto de la ironía de un cineasta que sabe por propia experiencia que en la guerra no hay héroes, ni actos heroicos, solo la figura del individuo, de su individualidad frente y dentro del sinsentido que impera en el espacio del que no puede escapar, lo intente o no, de modo que sus vivencias se desarrollan tragicómicas. Esto resulta más evidente en Scherzo alla Polacca, la primera parte, la cual, en su mayor parte, transcurre en localizaciones abiertas donde la libertad y el humor nacen de Ninny (Edward Dziewonski), mujeriego, borrachín, cornudo, pícaro y, como tal, aspirante a huir de la guerra aunque no pueda hacerlo, pues todo parece conducirlo al caos, que siempre lo atrapa, y que finalmente acepta para dejar atrás otro peor: su matrimonio. Pero dicho tono se oscurece en el recinto cerrado donde se desarrolla la totalidad de Ostinato Lugubre, un campo de prisioneros de donde, salvo el legendario Zawistowski (Tadeusz Lomnicki), nadie se ha fugado. Si la primera parte la ironía es visible y dominante, y me trae a la memoria las italianas La Gran Guerra (La Grande Guerra; Mario Monicelli, 1959) y Todos a casa (Tutti a casa; Luigi Comencini, 1960), la segunda se encierra cual Traidor en el infierno (Stalag 17; Billy Wilder, 1952) para redundar en la inexistencia de la heroicidad, aquella que se atribuye al único evadido del campo, un soldado mitificado que se mantiene oculto en el falso techo del barracón donde el teniente Zak (Jósef Kostecki) expresa su deseo de soledad, símbolo de su individualidad, en un estado de cautiverio que la impide. Este soldado se muestra contrario a sus compañeros, se encierra en una caja de madera porque así tiene la sensación de aislarse. Allí lee, pero sobre todo grita por su individualidad, aquella que es rechazada por la mayoría de los presos con quienes comparten alojamiento. Quizá sea una manera de Munk de revindicar al individuo frente a un estado (comunista) que promueve el colectivo, un sistema que en el momento del rodaje de Heroica parecía abrirse al exterior y a nuevas posibilidades. Fuera como fuere, lo que no tiene cabida es la figura del héroe y sí el escepticismo del realizador, pues, los protagonistas de Heroica ni lo son ni pretenden serlo. La única heroicidad que puede atribuirse al pícaro de la primera historia es la de sobrevivir a la misión que le ordenan cumplir, y sobrevive porque se muestra distinto, para nada heroico, y consciente del valor que concede a su vida. Así, pues, no duda en abandonar la instrucción al inicio de su aventura o se emborracha cuando tiene ocasión de hacerlo (incluso en el campo de batalla) y dicha ebriedad le salva de un tanque enemigo. Tampoco se muestra dispuesto a colaborar con la anciana a quien insulta, cuando un soldado alemán le obligado a cargar con el pesado fardo de la paisana, y ni se inmuta al descubrir a su mujer (Barbara Polomska) en brazos del teniente húngaro (Leon Niemczyk) que le propone una alianza entre la Resistencia polaca y las tropas magiares, alianza propuesta por interés, cuando los húngaros son conscientes de que Hitler está <<kaput>>. Si en Wajda la heroicidad existe y nace de situaciones que la fuerzan (la inocencia de juventud en 
Generación o la supervivencia en Kanal), en Munk no hay el menor rastro de gestos ni gestas heroicas, como corrobora que los protagonistas de ambas historias no realicen actos que puedan considerarse extraordinarios, salvo que consideremos extraordinario que Ninny no pueda escapar del espacio en guerra, pero sí de su esposa infiel, y que la inútil muerte de Zak, quizá no lo sea para él, pues a buen seguro con ella logra el acceso a la soledad que anhela en vida.