miércoles, 31 de octubre de 2018

Pigmalión (1938)


Un bloque de mármol nada objetaría, ni se enamoraría, ni arrojaría una zapatilla, a cualquiera que lo esculpiese y le diera forma humana, como tampoco nada censuró aquel que fue esculpido por el legendario Pigmalión para crear a Galatea, su ideal de belleza femenina, que cobró vida tras los ruegos del rey chipriota a su venerada Afrodita. De ese modo la estatua dejó de ser materia inerte y se convirtió en inteligencia, emociones, sentimientos, sueños y deseos. Tanto el mármol como el monarca podrían asegurar que la hermosa escultura carecía de vida antes de la intervención divina y, por tanto, que carecía de la consciencia (habrá quien prefiera decir alma, espíritu, razón o cerebro) que le permitiese sentir, pensar e interpretar su interior y su exterior. Al cobrar vida y consciencia, Galatea superó sus limitaciones pétreas y entró en el plano de la existencia (noción de ser) y coexistencia (relación con los demás). Pero el mito poetizado por Ovidio en Las metamorfosis es una cuestión de forma (el Pigmalión mitológico trasforma la piedra en su ideal de belleza física), mientras que el señalado tanto en la obra teatral de George Bernard Shaw como en la adaptación cinematográfica llevada a cabo por Anthony Asquith y Leslie Howard implica un problema de fondo, ya que su heroína "es" antes y después de la transformación que experimenta. Como consecuencia, la metamorfosis de la vendedora callejera, <<insulto personificado a nuestra lengua>>, en la distinguida y elegante dama que conquista a propios y a extraños en la recepción aristocrática implica una alteración total de su naturaleza, y dicha alteración origina el enredo propuesto por Pigmalión (Pygmalion, 1938), al tiempo que nos acerca a una realidad cotidiana: las relaciones diarias, sean personales o profesionales. Como el altivo profesor Higgins (Leslie Howard), queremos transformar y, como a la infeliz Eliza Doolittle (Wendy Hiller), a todos nos trasforman, incluso inconscientes de estar sufriendo cambios en nuestros pensamientos y en nuestros comportamientos. De tal manera, somos al tiempo pigmaliones y galateas que deseamos cambiar a quienes nos rodean, mientras quienes nos rodean nos transforman, pues el contacto humano implica una dirección de doble sentido. Nada hay de extraño en ello, salvo que la voluntad del uno se imponga a la fuerza sobre la del otro, lo cual implicaría el sometimiento y la pérdida de la esencia individual que experimenta Eliza durante el proceso que inicialmente dista de ser aprendizaje, evolución o maduración. La relación entre profesor y alumna cae en el desequilibrio entre quien somete y quien es sometida. Esto sucede en buena parte el film de Asquith y Howard e implica que del mito pasemos al drama o, en su caso, a la comedia, una de las más elegantes y prestigiosas del cine británico anterior a la Segunda Guerra Mundial. El film ironiza sobre la lucha de clases y de sexos, sobre el esnobismo dominante en la clase media alta y sobre esa realidad transformadora que, aunque consentida por Eliza (ella acude a casa de Higgins para que este le enseñe a hablar con corrección), implica su adiestramiento y su sometimiento. Y escribo adiestramiento y sometimiento porque cuanto sucede en pantalla no es un proceso educativo-constructivo, ni una relación entre iguales, es la constante tortura que la alumna sufre mientras se esfuerza por contentar al caballero de la alta sociedad que le obliga a repetir una y otra vez ejercicios de dicción que para ella carecen de sentido. Higgins nunca tiene en cuenta las necesidades ni los sentimientos de la joven, a quien modela imponiendo su criterio y su voluntad, como tampoco se inmuta cuando el coronel Pickering (Scott Sutherland) le pregunta si <<no cree que la chica puede tener sentimientos>>. Como testigo presencial y cómplice mudo en la relación maestro-alumna, el coronel apenas se opone a la destrucción de los rasgos personales de la antigua Eliza, a quien se desnaturaliza (ya no pertenece ni aquí ni allí), y apenas forma parte de la creación de la nueva imagen (externa-interna) adquirida a la fuerza por el personaje de Wendy Hiller -espléndida en su debut cinematográfico-, una personalidad opuesta a la de aquella joven <<deliciosamente vulgar>> a quien Higgins no consideró mujer, sino un bloque de mármol que pulir, aunque sin ser consciente de los cambios que él experimenta durante el proceso.

lunes, 29 de octubre de 2018

Hamlet (1948)



Han sido muchas la veces que en la pantalla del cine o de la televisión hemos visto a Hamlet representar la mascarada con la que muestra su despecho a la podredumbre que le rodea mientras se debate entre <<ser o no ser>>, pero, de todos ellos, quizá sea el de Laurence Olivier el más famoso y prestigioso, gracias a los numerosos premios que cosechó su película, aunque esto no implica que se trate de la mejor adaptación cinematográfica de la obra de William Shakespeare, cuestión discutible si recordamos la poética Hamlet (Gamlet, 1964) de Grigori Kozintsev o la descarada comedia negra Hamlet va de negocios (Hamlet liikemaailmassa, 1987) que Aki Kaurismäki realizó inspirándose en el texto original. Hamlet (1948) de Olivier es al tiempo narcisista y fiel al texto del autor isabelino, lo cual genera cierto desequilibrio entre el afán del cineasta por dejarse notar (tanto delante como detrás de la cámara) y su intención de romper las distancias entre cine y teatro shakespeariano, dos medios que conocía a la perfección y que ya había intentado aproximar cuatro años antes en su Enrique V (Henry V, 1944) -cuyos logros significaron un antes y un después en las adaptaciones de Shakespeare-, y volvería a intentar fusionar en Ricardo III (Richard III, 1955). Este acercamiento lo consigue empleando movimientos de cámara que recorren el castillo de Elsinor o envuelven a los personajes durante la representación de los cómicos, poetizando el suicidio de Ofelia (Jean Simmons), insertando planos del rostro de la reina (Eileen Herlie) cuando su hijo se enfrenta a Laertes (Terence Morgan) o la secuencia retrospectiva del abordaje que Horacio (Norman Wooland) lee en la carta que el príncipe danés le envía para anunciarle su regreso a Elsinor, de donde Hamlet se ausenta tras dar muerte a Polonio (Felix Aylmer). Con sus aciertos y fallos, Hamlet es contradictorio como sus personajes, todos ellos con su rostro público y su rostro privado, por un lado quiere ser una película, pero por otro no quiere o no puede dejar de ser teatro, pues, al contrario que sucede en las adaptaciones de Macbeth y El rey Lear de Akira Kurosawa, la palabra y la exageración se imponen a la imagen, lo cual provoca atracción por la entrega de los interpretes y rechazo por el exceso y la pesadez de algunos de sus pasajes. La puesta en escena, espectral, fría y oscura, denota el afán del cineasta por dejar constancia de sus conocimientos y de su admiración por la obra shakespeariana y, como consecuencia, quien contempla los hechos que se suceden, lo hace sin mayor opción que dejarse llevar por la senda señalada por el actor y director, sin opción a acercarnos a su personaje escuchando sus silencios, pues no los tiene, a sentir su dolor (más allá de lo que él mismo declama), a vislumbrar la interioridad herida y desorientada en su enfrentamiento a sí mismo, a los sentimientos que en él despiertan su madre u Ofelia, a la presencia de la muerte y al exterior donde desata su venganza y libera su desequilibrio interior. Culpabilidad, ambigüedad, dudas, locura, venganza, traición, ambición, fingimiento, son rasgos humanos que se suceden a lo largo de la tragedia del príncipe que desea vengar la muerte de su padre, pero más que nada, necesita encontrar el equilibrio existencial en un entorno donde el espectro paterno le exige que acabe con quien le dio muerte.

viernes, 26 de octubre de 2018

Me casé con una bruja (1942)


En alguna ocasión he leído que el cine de René Clair no ha envejecido del todo bien. Aquí no pretendo señalar ningún error ni decir eso de envejecer bien o mal es como no decir nada, tampoco voy a discutir si el cine puede envejecer bien o mal, aunque tenga mis dudas al respecto, más si cabe tratándose de cineastas de la talla de Clair, solo que me pregunto ¿qué es lo que no ha envejecido del todo bien en su cine? ¿Una parte o el total? ¿Algunas de las innovaciones técnicas desarrolladas en títulos como Bajo los techos de París (Sous les tois de Paris, 1930)? ¿Sus temas? ¿Su estilo caricaturesco? ¿el romanticismo que se descubre en algunas de sus películas? ¿Sus burlas a las costumbres y a la idiotez? ¿O el caos que desordena el orden en sus films? La superficialidad burguesa en Un sombrero de paja de Italia (Un chapeau de paille d'Italie, 1928), la pérdida de la libertad individual expuesta en la satírica Viva la libertad (A nous la liberté!, 1931) o los problemas socio-políticos derivados de la crisis económica en El último millonario (Le dernier milliardaire, 1934), son temas que pueden encajar tanto el ayer como en el hoy, como también encajan los aciertos de la fantasía romántica Me casé con una bruja (I Married a Witch, 1942), que todavía posee el encanto de quien habla sin afán de transcendencia y emplea los recursos a su alcance para crear imágenes, emociones y situaciones caricaturescas que trasladen al espectador a espacios irreales como la Norteamérica puritana del siglo XVII, donde, como décadas después haría Graham Chapman con sus productos en el circo de La vida de Brian (Life of Brian; Terry Jones, 1979), un vendedor ambulante ofrece maíz inflado al público que se congrega alrededor de la hoguera donde se consumen los cuerpos de Jennifer (Veronica Lake) y de su padre (Cecil Kellaway). Estamos ante el gentío que se reúne para disfrutar de la pira que, salvando las distancias y las llamas, remite a espectáculos que, desviando la atención hacia lo ajeno, se observan en la actualidad y sirven para hacer negocio. Pero este no es el único rasgo actual de Me casé con una bruja; hay un hecho incontestable del ayer, del hoy y, al parecer, del mañana: la importancia de la imagen pública. El magnate de prensa JB Masterson (Robert Warwick) es capaz de alterarla a su gusto: así vende a sus lectores el próximo gobernador del Estado, del mismo modo que puede hundir la reputación de aquel a quien pretendía encumbrar por el mero hecho de romper el compromiso que lo ataría a su insoportable hija (Susan Hayward). Estamos ante el poder de los medios de comunicación, un poder solo superado por el hechizo electoral de la bruja, y ante la incapacidad crítica del lector que recibe la información a la hora de recapacitar y reflexionar sobre la validez de la propaganda y de las medias verdades mediáticas que pueden llevar a Wallace Wooley (Fredric March) de lo más alto a lo más bajo (y viceversa). Este candidato desciende de aquel puritano que, enamorado de Jennifer, la acusó de brujería en el siglo XVII, lo cual desató la maldición que la acusada lanzó sobre la estirpe Wooley: el mal de amores. Los años se suceden y los siglos transcurren hasta el XX para confirmarnos que ningún Wooley ha sido feliz en su matrimonio y todo apunta a que Wally no será una excepción. Sin embargo el orden se trastoca cuando los espíritus de la bruja y de su padre se liberan para sembrar el caos y la infelicidad en el candidato, a quien pretenden hacer sufrir las consecuencias de las decisiones de su antepasado, aunque, como comedia de enredo, es Jennifer quien, en su intento de seducirlo (y lo consigue) para vengarse, cae rendida ante su oponente, cuyos encantos son potenciados por el filtro amoroso que ella ingiere sin ser consciente.

jueves, 25 de octubre de 2018

Scott en la Antártida (1948)

Producida en la Ealing de Michael BalconScott en la Antártida (Scott of the Antarctic, 1948) es otra excelente muestra de que en el mítico estudio londinense no solo se producían magníficas comedias que ironizaban sobre la idiosincrasia británica. Pero la fama se la llevaron aquellas inolvidables y divertidas joyas cómicas de Alexander Mackendrick, Charles Crichton, Henry Cornelius o Robert Hamer. Sin embargo en la productora también había espacio para el terror, el drama, el bélico o la aventura épica y para cineastas como Alberto Cavalcanti, Basil Dearden o Charles Frend, quien realizó esta destacada aventura polar y otras once películas para el estudio. Su exitosa recreación del segundo viaje a la Antárdida del capitán de la Royal Navy Frank Scott (John Mills) ensalza a su protagonista y al resto de los exploradores que lo siguieron en su viaje al continente helado, aunque esta alabanza no resta a los muchos aciertos de un film que transita por el espacio hostil que la expedición británica pretende derrotar y conquistar. Pero ¿qué impulsa a estos hombres a abandonar a sus familias y la comodidad de sus hogares y embarcarse en el "Terra Nova" rumbo al corazón del infierno blanco donde les aguarda la experiencia más dura y cruel de sus vidas? No son locos, ni suicidas, son científicos, marineros, exploradores, soldados y soñadores, sobre todo soñadores cuya ilusión es la de ser los primeros humanos en alcanzar el Polo Sur. Así los define la película, aunque sin insistir en la ambición perseguida por el personaje principal: pasar a la historia por ser el primer hombre en alcanzar el último punto virgen de la tierra. Posiblemente este fue uno de los motivos principales para que Scott pusiera en marcha su arriesgada empresa, en la que apenas presta atención a la contrariedad y al malestar que le genera la presencia de Admundsen en la Antártida, cuando daba por hecho que el noruego estaba en el Polo Norte. El Scott de Frend es un héroe inglés que ensalza el valor británico, aunque su aventura concluya en fracaso y muerte. Saber de antemano el destino de los personajes no resta interés a la película, ya que, aunque quizá haya quien crea lo contrario, conocer el final no afecta a los logros ni a la grandeza de una buena película. Y Scott en la Antártida lo es. Al tiempo estamos ante una aventura épica, una biografía y un drama que alcanza momentos de excelencia visual, pero también contemplamos un film que asume aspectos del documental y que no necesitaría palabras para expresar los hechos que narra. La mayor parte de su metraje no precisa diálogos, tampoco se resentiría de prescindir de la voz en off de Scott leyéndonos sus cartas, pues visionamos imágenes que hablan por sí mismas de las sensaciones de los exploradores, de las circunstancias en las que se encuentran y de las trabas que deben superar. Como documento nos introduce el espacio, los preparativos, las dificultades monetarias que retardan la expedición y más adelante las inherentes a un terreno congelado y frío, los materiales mecánicos (los tractores a motor) que apenas prueban, los animales con los que cuentan (perros y ponis que son sacrificados fuera de campo) y la "tracción humana" de hombres que a medida que avanzan (hacia su meta primero y después hacia el campamento base) se ven envueltos en la lucha con la inmensidad blanca e inhóspita, donde algunos se aventuran sin experiencia, pero con la ilusión común de emprender el viaje de sus vidas.

miércoles, 24 de octubre de 2018

El diablo dijo no (1943)



Las comedias de Ernst Lubistch son fantasías irónicas, ingeniosas, rítmicas y elegantes que al tiempo muestran y ocultan, pero la única que podría inscribirse dentro del género fantástico es El diablo dijo no (Heaven Can Wait, 1943). Esto solo forma parte de su apariencia y no trastoca lo esencial del cine del realizador berlinés: el sutil enfrentamiento de opuestos en espacios en su mayoría idílicos que invitan a la ensoñación y a la complicidad generada por las diferentes trivialidades que dan pie a momentos de elevada comicidad. Lo mismo podría decirse del uso de la fotografía en color, innecesaria en alguien como Lubitsch -era la primera vez que la empleaba y también fue la última, si exceptuamos la parte que rodó de La dama del armiño (That Lady in Ermine, 1947)-. Como cualquier otra de sus películas, El diablo dijo no podría funcionar en blanco y negro, de hecho, ganaría con la oposición bicromática que domina en su obra fílmica. Por ello, el ser su primera película en technicolor, se me antoja anecdótico e insustancial, quizá fruto de una exigencia comercial que le posibilitase un éxito tras el sonado fracaso de la satírica y brillante Ser o no ser (To Be or No to Be,1942). El uso del color no aporta a lo expuesto por un cineasta que narra en retrospectiva la vida del díscolo Henry Van Cleve (Don Ameche), pues lo importante en el cine de Lubitsch lo encontramos en la fluidez, en la elegancia y en su gusto por el detalle, tres características que dan forma a su estilo nada narcisista, y que nunca solapa aquello que deseaba enseñar u ocultar al público. Su estilo, sus formas y su narrativa se reafirman en este título que se desarrolla en dos planos opuestos: el visible y el omitido. Al inicio comprendemos que el narrador-protagonista de la película está muerto —circunstancia que Billy Wilder llevaría a su máxima expresión en la magistral, oscura y desmitificadora El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950)—, aunque nunca somos testigos presenciales de fallecimiento alguno; ni el suyo (sucede tras una puerta) ni del resto de personajes que aparecen y desaparecen en el transcurso del tiempo. Algo similar sucede con el comportamiento del protagonista masculino, pues, durante la fogosidad juvenil de Henry y de sus primeros años de matrimonio, todo se omite, salvo las quejas paternas y la pregunta materna <<¿a quién ha salido en esto?>>. Una posible respuesta señala al abuelo Van Cleve, una vez más impagable la pícara presencia de Charles Coburn, quien no llega a expresar con palabras el rechazo que le generan los comportamientos anodinos de su hijo Raymond (Louis Calhern) y de su nieto Albert (Allyn Joslyn), a quienes quiere, lo dice, pero con quienes no simpatiza ni empatiza, lo comprendemos por omisión. Encontramos en las insinuaciones otra película, aquella que nos remite a los deseos de los personajes, a la vida marital, a las posibles infidelidades que llevan a Martha (Gene Tierney) a abandonar a Henry o al dolor y a la felicidad que suponen las muertes y los nacimientos de los distintos miembros de la familia Van Cleve.


La primera secuencia de El diablo dijo no nos lleva hasta el inframundo, donde el protagonista busca el lugar que le corresponde, al menos, el lugar que él se asigna al calificar su vida de fechoría. Sin embargo, a lo largo de la conversación que mantiene con "Su Excelencia" (Laird Cregar) comprendemos que la suya solo ha sido la existencia de alguien que busca disfrutar del momento, de la vitalidad de la juventud y de la pasión por el sexo opuesto, sobre todo su pasión por Martha, con quien se escapa el día de su vigésimo sexto cumpleaños. Pero antes de introducir al personaje clave que lo transforma en sedentario y quizá monógamo (como también lo transforma el paso del tiempo), Henry nos hace partícipes de las mujeres que marcaron su infancia y su juventud, desde su nacimiento hasta la aparición de la prometida del aburrido y antagónico primo Albert, que se define a sí mismo como alguien que no da mucho calor en verano y protege del frío invernal. Martha no lo dice, pero no desea esa aburrida seguridad, prefiere el riesgo que conlleva Henry, un riesgo que disminuye con el paso de las tartas y de las velas de los cumpleaños en los que se desarrolla gran parte del film. Los años se suceden de forma vertiginosa y nada de lo mostrado por 
Lubitsch cae en lo sensiblero, ya que no necesita expresar la sensación de vacío de Henry ante la pérdida de su juventud y de sus seres queridos, sea el abuelo, cuya imagen se perpetúa en la sala donde cuelga su retrato, o Martha, a quien añora más que a ningún otro, como descubrimos cuando sujeta sobre sus manos el libro que los unió y en su rostro se agudiza la soledad y la nostalgia predominantes en la parte final de su vida.

lunes, 22 de octubre de 2018

Cartesius (1974)


<<Tan pronto como la edad me permitió salir de la sujección de mis progenitores, abandoné por completo el estudio de las letras. Y resolviéndome a no buscar otra ciencia que la que podría encontrar en mi mismo o en el gran libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar, en ver cortes y ejércitos, en frecuentar gente de humores y condiciones diversos, en recoger experiencias distintas, en probarme yo mismo en las ocasiones que la fortuna me proporcionaba y en hacer en todo momento tal reflexión sobre las cosas que se presentasen que pudiese sacar de ellas algún provecho>>*. En esta confesión, Descartes nos aclara varias cuestiones, entre ellas su individualidad, su inquietud y su necesidad de encontrar respuestas lógicas a sí mismo y a cuanto le rodeaba, verdades que se ajustasen a su razonamiento metódico. Para alcanzar el conocimiento verdadero, el filósofo y matemático francés creó el método cartesiano, aunque, en realidad, su método implicaba un conocimiento subjetivo e imperfecto del ser y del universo. No obstante, esta imperfección nos abrió a un nuevo mundo, a nuevas preguntas y a nuevas e hipotéticas explicaciones, a una nueva era del pensamiento humano, durante la cual se introducía la subjetividad (el método cartesiano) como vía de acceso al conocimiento universal. <<Mi designio se limitaba a tratar de reformar mis propios pensamientos y edificar sobre un terreno enteramente mío>>*, pero su designio puso fin a dos mil años de no plantearnos nada. Salvo las interpretaciones del platonismo y del aristotelismo llevadas a cabo por Agustín de Hipona, Avicena, Averroes, Alberto Magno o Tomás de Aquino, desde la Antigüedad, el pensamiento filosófico se encontraba estancado y pocos fueron quienes intentaron nuevos enfoques que rebatieran el aristotelismo de Aquino asumido por la Iglesia como válido. Fueron los siglos de escolástica que concluyeron con Descartes, cuyo cartesianismo significó el primer paso en la modernización del pensamiento filosófico, aunque bien es cierto que nada de todo eso habría sido posible sin el Renacimiento, sin la imprenta, sin Erasmo y el Humanismo, sin Miguel Servet, Copérnico, Giordano Bruno, Bacon o sin Galileo. Sin embargo, encontramos en Descartes al primer filósofo moderno, una mente inquieta que, lejos del escepticismo, planteaba dudas como un medio y no como un fin, pues desde ellas introduce su método racional y encuentra respuestas que considera indudables. Su búsqueda de la verdad encajaba en las intenciones didácticas de Roberto Rossellini, quien, hacia el final de su carrera, había hallado en la televisión el medio que le permitía continuar desarrollando un tipo de cine de investigación, que escapase del espectáculo y de la mediocridad y entrase de lleno en un plano antropológico que recorría algunos momentos de la historia humana a través de personajes reales como Sócrates, Agustín de Hipona, Blaise Pascal o Descartes. <<Nuestra especie, tan rica, se ha vuelto muy pobre. Y yo intento hacer algo para reencontrar esta riqueza, mostrando las cosas de una forma que deje siempre la posibilidad de una interpretación individual>>**. Al igual que Descartes, también Rossellini buscaba verdades, él mediante sus películas, de ahí que adquiera lógica que Descartes o Sócrates (y el tiempo que les tocó vivir) fuesen los protagonistas absolutos de dos de sus telefilms. Si el ateniense buscaba el conocimiento desde la certeza de la ignorancia ("solo sé que no sé nada") que le permitía razonar con lógica, el metafísico francés tomó el testigo tras concluir sus estudios y encontrarse <<embarazado de tantas dudas y errores que me parecía no haber conseguido, tratando de instruirme, otro provecho que el descubrir más profundamente mi ignorancia>>*. La ignorancia en Descartes genera la duda y esta le obliga a encontrar explicaciones racionales de todo aquello que le fuese cuestionable. Si tomamos su célebre <<pienso, por lo tanto existo>>*, primero se plantea a sí mismo y esto le conduce a la certeza de que si puede pensar existe un alma pensante y por lo tanto acepta haber encontrado la primera respuesta verdadera: la de su existencia, la del ser racional, aunque imperfecto le sirve para demostrarse el alma humana (el pensamiento) y posteriormente la existencia de la sustancia perfecta (para él, Dios) de la cual nunca duda. Esto que en la actualidad puede sonar simple, no lo fue en su momento, porque dicha respuesta, la de su pensamiento individual, le abre la vía hacia el conocimiento racional sobre la cual construyó su filosofía y sobre la cual se cimentó la filosofía moderna. Este es el personaje que Rossellini tomó como excusa para desarrollar el didactismo que impera en Cartesius (1974), un didactismo que no pretende demostrar ni seducir, sino mostrar la búsqueda de un hombre metódico decidido a encontrar su propio conocimiento, y con este ofrecerse explicaciones indudables a cuestiones hasta entonces aceptadas como universales inmutables o dogmas divinos por la mayoría de sus contemporáneos.


*Descartes, René. El discurso del método para conducir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias.
**Rossellini, Roberto. Entrevista con Filmcrítica mayo-junio 1976.

sábado, 20 de octubre de 2018

David O. Selznick. "Algo más grande"



En los años dorados de Hollywood hubo dos productores cuyas compañías independientes miraron de tú a tú a los grandes estudios. Uno fue Samuel Goldwyn, pionero que, junto a Jessy Lasky, había llegado a la localidad californiana en la década de 1910. El otro fue David O. Selznick, criado dentro de la industria cinematográfica en la que quiso crear la película más grande jamás rodada. Él fue el hombre de las anotaciones interminables y de las adaptaciones cinematográficas que pretendían ser fieles a las obras literarias adaptadas, el responsable del desfile de directores por Lo que el viento se llevó y 
Duelo al sol, de encumbrar a Katharine HepburnVivien Leigh o Jennifer Jones y de llevar a Hollywood a Ingrid Bergman y a Alfred Hitchcock. Sus intentos de algo más grande dejaron por el camino espléndidas muestras de la grandeza perseguida: quería construir el estudio más grande, producir la película más grande, el western más grande, descubrir a la estrella más grande, ser el más grande de los cineastas y el más independiente de los grandes, pero sin dejar de ser el hombre de Hollywood que siempre fue, quizá el último de los magnates creadores de películas. Hijo del también productor Lewis J. Selznick, este mítico personaje de la edad dorada de la industria hollywoodiense inició su carrera profesional corrigiendo guiones en MGM, aunque no tardó en dar el salto a Paramount Pictures y empezar a producir. Del estudio de Adolph Zuckor pasó a RKO y, entre 1931 y 1933, asumió labores de jefe de producción y produjo o supervisó Nota de divorcioHollywood al desnudo, El malvado Zaroff, Ave del paraíso o King Kong. Su talento era incuestionable, aunque algunos dudaron de que fuese el motivo por el cual su suegro Louis B. Mayer le ofreciera el puesto de vicepresidente de la Metro. Hubo quien quiso ver en su llegada al estudio del león una cuestión de parentesco, aunque tratándose de Mayer esto se antoja improbable, o una estrategia de Mayer para minar la autoridad creativa de Irving Thalberg, por aquel entonces el ejecutivo con mayor poder dentro de la major más grande del momento. Lo que sí es cierto es que con Selznick en la MGM, el poder se dividía entre dos grandes de estilos diferentes, pero de visión cinematográfica excepcional. Mientras Thalberg prefería el anonimato, buscaba glamour en sus películas y colaboraba con los cineastas, Selznick se decantaba por las adaptaciones literarias de prestigio —Ana KareninaHistoria de dos ciudades o David Copperfield— y sentía la creciente necesidad de independencia (para poder ser el creador exclusivo de sus producciones) y no rechazaba la publicidad, más bien la buscaba, porque en ella vio una aliada para alcanzar sus fines y ser algo más grande. Como Goldwyn, su nombre aparecería al inicio y al final de los títulos de crédito, en el lugar reservado para los realizadores, pues consideraban que las películas que producían era obras exclusivas suyas y así lo fueron algunas. Durante aquellos años, Thalberg y Selznick produjeron lo mejor de la Metro y ambos contaron con la dirección de George Cukor en varios de sus proyectos, aunque fue el segundo quien descubrió las posibilidades del cineasta durante su etapa en la Paramount. Desde aquel primer encuentro, Cukor y Selznick se hicieron amigos e iniciaron una colaboración que apuntaba a que el director se convertiría en el realizador estrella de Selznick International Pictures, pero, finalmente, Selznick encontró en Europa a su cineasta de prestigio, un cineasta cuyo talento había despuntado en varias producciones inglesas. El magnate no perdió el tiempo y contrató a Hitchcock, sin ser consciente de que el realizador poseía una personalidad tan fuerte como la suya, además de tener sus propios intereses creativos. De la relación entre Hitchcock y Selznick surgieron tres películas: RebecaRecuerda y El proceso Paradine. La primera fue la más lograda y significó el segundo Oscar para el productor, el primero lo había ganado un año antes por Lo que el viento se llevó, el ejemplo mayúsculo de una película de productor, aunque no por ello sea la mejor de las películas que produjo, pero sí la más grande. Aquel momento de 1939 fue la cima de su carrera hacia la gloria, una carrera que se convirtió en la búsqueda de superar la mítica y mitificada adaptación de la novela de Margaret Mitchell, con la que consiguió su algo más grande: la conquista de Hollywood y su lugar en la historia del séptimo arte.


Filmografía parcial

El malvado Zaroff (The Most Dangereous Game; Irving Pichel y Ernest B. Shoedsak, 1932)
Nota de divorcio (A Bill of Divorcement; George Cukor, 1932)
Hollywood al desnudo (What Price Hollywood?; George Cukor, 1932)
Ave del paraíso (Bird of Paradise; King Vidor, 1932)
Secret of the French Police (A. Edward Sutherland, 1932)
The Penguin Pool Murder (George Archainband, 1932)
The Half-Naked Truth (Gregory LaCava,1932)
No Other Woman (J.Walter Ruben, 1933)
The Past of Mary Holmes (Harlan Thompson, Slavko Vorkapich, 1933)
The Cheyenne Kid (Robert F. Hill, 1933)
Topaze (Henry d'Abbadie d'Arrast, 1933)
Lucky Devils (Ralph Ince, 1933)
The Great Jasper (J. Walter Ruben, 1933)
Our Better (George Cukor, 1933)
King Kong (Merian C. Cooper, Ernest B. Shoedsack, 1933)
Christopher Strong (Dorothy Arzner, 1933)
Scarlett River (Otto Brower, 1933)
Sweeping (John Cromwell, 1933)
Cross Fire (Otto Brower, 1933)
Cena a las ocho (Dinner at Eight; George Cukor, 1933)
Vuelo nocturno (Night Flight; Clarence Brown, 1933)
Meet the Baron (Walter Lang, 1933)
Dancing Lady (Robert Z. Leonard, 1933)
Viva Villa! (Jack Conway, 1934)
Manhattan Melodrama (W. S. Van Dyke, 1934)
David Copperfield (George Cukor, 1935)
Vanessa, Her Love Story (Willam K. Howard, 1935)
La indómita (Reckless; Victor Fleming, 1935)
Anna Karenina (Clarence Brown, 1935)
Historia de dos ciudades (A Tale of Two Cities; Jack Conway, 1935)
El pequeño Lord (Little Lord Fauntleroy; John Cromwell, 1936)
El jardín de Alá (The Garden of Allah; Richard Boleslawski, 1936)
Ha nacido una estrella (A Star Is Born; William A. Wellman, 1937)
El prisionero de Zenda (The Prisioner of Zenda; John Cromwell, 1937)
La reina de Nueva York (Nothing Sacred; William A. Wellman, 1937)
Las aventuras de Tom Sawyer (The Adventures of Tom Sawyer; Norman Taurog, 1938)
The Young in Heart (Richard Wallace, 1938)
Made for Each Other (John Cromwell, 1938)
Intermezzo (Gregory Ratoff, 1939)
Lo que el viento se llevó (Gone to the Wind; Victor Fleming, 1939)
Rebeca (Rebecca; Alfred Hitchcock; 1940)
Since You Went Away (John Cromwell, 1944)
Te volveré a ver (I'll Be Seeing You; William Dieterle, 1944)
Recuerda (Spellbound; Alfred Hitchcock, 1945)
Duelo al sol (Duel in the Sun; King Vidor, 1946)
El proceso Paradine (The Paradine Case; Alfred Hitchcok, 1947)
Jennie (Portrait of Jennie; William Dieterle, 1948)
El tercer hombre (The Third Man; Carol Reed, 1949)
Estación Termini (Stazione Termini; Vittorio de Sica, 1953)
Adiós a las armas (A Farawell to Arms; Charles Vidor, 1957)

viernes, 19 de octubre de 2018

Red Army (2014)


Los libros de Historia (general) suelen comprender el periodo de Guerra Fría entre 1947 y 1991. Sin embargo el inicio del conflicto podría situarse treinta años antes, cuando el éxito de la revolución de octubre de 1917 precipitó el primer gobierno comunista y provocó el miedo de los empresarios de medio mundo y prácticamente un siglo de conflictos con paréntesis de supuesta calma. Ya desde entonces se desató el duelo entre dos ideologías que llevadas a la práctica se lanzaron en una competición por la supremacía, mientras se olvidaban de lo más importante: el ser humano. Entremedias llegó la Segunda Guerra Mundial y el comunismo y las democracias capitalistas se vieron forzados a unir sus fuerzas para luchar contra los fascismos, pero concluida la contienda ambos bloques regresaron al terreno de juego y retomaron su lucha por demostrar cual de los dos se impondría al otro. Así entramos de lleno en la llamada Guerra Fría, en la carrera armamentística y en la espacial, en la propaganda, en la amenaza nuclear y en las cazas de brujas, en las competiciones deportivas y en otros signos que evidenciaban un duelo que no solo se producía en el silencio, en la sombra, en los despachos o en puntos concretos del globo (Corea, Cuba, Vietnam, Afganistán,...), sino en las pistas donde occidente, encabezado por Estados Unidos, y soviéticos se batían en lo que para algunos era más que deporte. Pero así fue, y en ambos bandos había individuos que veían en las disputas deportivas una cuestión política y de hegemonía mundial, lo cual provocó que el patetismo sustituyese al atletismo. De tal manera, los estadios se transformaron en campos de batalla. En la muy recomendable
Red Army (2014), Gabe Polsky indaga en este aspecto de aquella época más caldeada de lo que su nombre reconoce, y lo hace desde el documento cinematográfico, pero todos sabemos que el cine documental no acapara las portadas de las revistas populares de cine. Tampoco suele distribuirse al nivel del cine comercial, y en ocasiones ni siquiera llega a las salas de proyección, y quizá por eso no tiene la popularidad de su hermano de ficción, o quizá sea cuestión de una idea equivocada que el público tiene del documento cinematográfico, pues, dicho así, "documento cinematográfico", suena a algo denso y aburrido que no promete el entretenimiento que la mayoría busca en una sala de cine. Pero esto no ocurre con el film de Polsky, ni con muchos otros documentales, pues ese supuesto aburrimiento solo es una idea preconcebida que impide a la mayoría disfrutar de un tipo de cine que en muchas ocasiones resulta menos previsible que el comercial, y que ofrece películas que sorprenden por su frescura, su temática y su agilidad. Esto puede aplicarse a Red Army, un espléndido documento sobre una época, un país, un equipo y un hombre. La época, entre los años setenta del siglo pasado y la actualidad en la que Gabe Polsky entrevista a diversos personajes; el país, la extinta Unión Soviética; el equipo, el Red Army y el hombre, su capitán Viacheslav Fetisov, a quien el film ensalza como individuo dentro de un sistema que no contempla la individualidad. Con estos ingredientes el documental de Polsky regresa al pasado y nos ofrece una perspectiva de aquel momento a través de la selección soviética de hockey sobre hielo, un equipo que sorprendió al mundo por su juego, sus innovaciones tácticas y el talento de sus componentes. Prácticamente imbatibles, tras este equipo de ensueño se esconde la realidad que la película desvela con la sutileza de quien no pretende juzgar sino exponer, lo cual posibilita la reflexión del público y que este sea quien extraiga conclusiones sobre los hechos narrados a lo largo de un metraje de excelente ritmo y factura, que combina las entrevistas presentes con las imágenes de aquel tiempo pretérito durante el cual el Red Army se convirtió en algo más que en un equipo deportivo, se transformó en un símbolo soviético en la lucha por imponerse al capitalismo, pues vencer a occidente en el campo era una muestra del poderío comunista, o así lo creían las autoridades que apostaron por el hockey como una de sus armas propagandísticas.

jueves, 18 de octubre de 2018

Las noches de Cabiria (1957)


La idea de Cabiria se presentó en la mente de Federico Fellini cuando este trabajaba con Roberto Rossellini en El amor (L'amore, 1947). De hecho, la idea persistió y Fellini introdujo un esbozo fugaz del personaje en la nocturnidad de El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952). En la vida de aquella prostituta de buen corazón había una historia y, consciente de ello, tiempo después, en compañía de sus habituales Tulio Pinelli y Ennio FlaianoFellini elaboró el guión de Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957). Cabiria es un personaje cuya humanidad, ensoñación e ingenuidad le permiten sobrevivir a las numerosas vejaciones de las que es víctima (su sonrisa así lo confirma). Agredida por su novio, que la arroja al río tras robarle el bolso, humillada por el famoso actor que la encierra en el baño de su lujosa mansión mientras se reconcilia con su amante, abandonada por un cliente en la desolada Via Appia Antigua donde se produce su encuentro con "el hombre de la bolsa" que socorre a los indigentes o hipnotizada por el mago que la obliga a desvelar sus anhelos y su inocencia ante un público que disfruta insultándola, como la Gelsomina de La strada (1954), Cabiria (Giulietta Masina) es otra mujer de extrema pureza golpeada por la vida. Solitaria y engañada por los hombres, sueña con abandonar su modo de vida mientras recorre las calles y los suburbios donde al inicio del film es salvada de morir ahogada. En ese instante conocemos a la pequeña prostituta que ya se había dejado ver en El jeque blanco y el mundo al que pertenece, al cual regresa empapada, desengañada y decepcionada. ¿Cuántas veces van? Seguramente ya ni se acuerda de las ocasiones que ha sufrido y que ha vuelto a recomponerse para continuar transitando por un entorno marginal que podría ubicar al film dentro del neorrealismo. Pero nada más lejos de la intención de Federico Fellini, quien tiempo atrás ya se había decantado por una veracidad distinta, más fantasiosa y personal. Cabiria mantiene relación con muchachos y muchachas del arroyo, que presentan similitudes con los retratados por Pier Paolo Pasolini en su novela Ragazzi di vita. Pero Fellini nada tiene que ver con Pasolini, aunque este participase en la película como asesor de diálogos, y pronto comprendemos que Las noches de Cabiria no retrata rostros ni la suciedad que los rodea, es la búsqueda imposible de alguien que sufre y que sueña con dejar de sufrir, y ese sueño nace de su inocencia y de la ingenuidad que apenas asoman durante su vagar romano. Cabiria vive de noche, trabaja de noche y esa noche se eterniza más allá del día en el que regresa de la muerte para introducirnos en su casa. Pues ella sí tiene techo, pagado con un trabajo que la mantiene dentro de la marginalidad en la que siempre ha vivido y en la que habla con sus compañeras mientras espera a clientes o a ser arrestada por la policía. Ese ambiente es su realidad, pero ella desea otra tras deambular por Via Veneto, durante un tiempo que anuncia el lujo y la decadencia de La dolce vita (1960), y sobre todo cuando camina por el descampado donde descubre las cuevas y los indigentes que las habitan. <<Haz que cambie de vida. Concédeme la gracia>>, pide a la virgen durante la peregrinación que congrega a una multitud que también implora por las suyas. Pero el milagro no se produce y, bajo los efectos del alcohol, asume que <<no hemos cambiado. No hemos cambiado ninguna. Todas seguimos como antes>>. A partir de ese instante, Fellini nos adentra en un cuento de hadas sin final feliz, sin un final que pudo ser trágico, con un final abierto a la sonrisa de una mujer a quien le han arrebatado mucho, pero en quien todavía pervive la fantasía, la luminosidad y la esperanza.

miércoles, 17 de octubre de 2018

La busca (1966)


Mi primer contacto con la narrativa de Pío Baroja se produjo cuando abrí y leí Zalacaín el aventurero, pero fueron las lecturas de El árbol de la ciencia y de El mundo es ansí las que acabaron por convencerme de la grandeza y universalidad de la prosa de Baroja. Desde entonces, ha sido uno de mis autores habituales y su literatura, innovadora en su momento y de incuestionable valor y calidad siempre, me ha hecho reflexionar y nunca me ha decepcionado, más bien me ha llevado a admirar a un escritor que volvió a deleitarme con la trilogía La lucha por la vida, compuesta por La busca, Mala hierba y Aurora roja. Esta trilogía es una espléndida muestra de la escritura barojiana, del aprendizaje de su desorientado protagonista por un Madrid marginal donde a duras penas sobrevive y donde intenta enderezar su rumbo sin aparente éxito. Se trata de una novela publicada por primera vez en 1903, aunque su forma definitiva no aparecería hasta el año siguiente, pero el paso del tiempo no ha mermado su capacidad de conectar con quien la lee, pues lo expuesto por Baroja es intemporal y encaja en cualquier época y lugar donde el ser humano luche por salir adelante. Esta ausencia de caducidad llamaría la atención de Angelino Fons a la hora de decidirse por adaptar La busca, pero el realizador lo hizo alejándose de lo narrado por el escritor vasco y eliminando cualquier posibilidad de que Manuel (Jacques Perrin) encuentre una salida más o menos airosa. Fons tomó de la obra algunos de los personajes, prescindiendo de otros importantes, y la atemporalidad que permite desarrollar los hechos en el pasado descrito en la novela (1888-1891) pero hablando de un presente juvenil y urbano que enlaza con el espacio marginal de Los chicos (Marco Ferreri, 1959), Los golfos (Carlos Saura, 1959) o Young Sánchez (Mario Camus, 1963), películas que, como La busca (1966), exponen la cruda realidad a la que se enfrenta la juventud, de su desorientación y de la imposibilidad de escapar de la miseria en la que crecen y malviven. De modo que, al igual que los protagonistas de aquellas, para Manuel es más cómodo dejarse llevar, zarandeado por el espacio humano que lo empuja hacia la mala vida que descubre desde su llegada a Madrid. La apertura del film, con fotografías de finales del siglo XIX, acompañadas por la voz que habla de la precariedad, de la Restauración, del retraso económico, de las implicaciones de las pérdidas coloniales, de la lucha de clases y del enfrentamiento entre dos Españas, sirve para dos cosas: la primera, ubica la trama lejos del franquismo y la segunda habla de los mismos problemas que se observan en el franquismo. Este doble juego permite no hablar de un momento cuando en realidad sí se habla del mismo, así que Manuel, Rosa (Emma Penella), Vidal (Daniel Martín), el Bizco (Hugo Blanco), Justa (Sara Lezana) y el resto de parias de La busca podrían transitar tanto el Madrid desolado y ruinoso de finales del Diecinueve donde se ubica la trama como el de la década de 1960 al que de manera consciente remite la película de Fons.

lunes, 15 de octubre de 2018

La última etapa (1947)


Si
Aleksander Ford fue considerado el "padre" del nuevo cine polaco, ¿por qué no considerar a Wanda Jakubowska su "madre”? Jakubowska inició su carrera en 1932 y, desde 1949 hasta 1974, fue profesora en la Escuela Nacional de Cine de Lodz, de donde saldrían los Andrzej Wajda, Andrzej Munk, Roman Polanski o Jerzy Skolimowski, entre otras figuras claves en la modernización del cine polaco. Pero antes de su docencia en la prestigiosa escuela, su militancia en el partido obrero y su participación activa en la resistencia durante la Segunda Guerra Mundial provocaron su confinamiento en Auschwitz, donde fue testigo de la sinrazón que expuso en su película más famosa. Aunque posible, ignoro si La última etapa (Ostatni etap, 1947) fue el primer largometraje de ficción en dar testimonio de los horrores vividos en campos de exterminio como Auschwitz (donde se rodó parte del film), pero seguro que fue de las primeras películas en exponer la barbarie allí vivida y en desarrollar aspectos que desde entonces han reaparecido en posteriores producciones ambientadas en los campos de la muerte nazi: castigos, trenes en la noche, confiscación de bienes, pérdida de identidad, condiciones infrahumanas, la crueldad de las kapos, cadáveres sobre el fango, la resistencia, la presencia en off de las cámaras de gas, el humo de las chimeneas de los crematorios o la orquesta cuya música no silencia el dolor ni oculta la muerte que se aproxima. Sin ir más lejos, en la popular La lista de Schindler (Schindler's List; Steven Spielberg, 1993) el oficial a quien dio vida Ralph Fiennes emula en la distancia al soldado que abate a una joven por el placer que le reporta apretar el gatillo de su fúsil. O sin abandonar el cine polaco, encontramos en La pasajera (Pasazerka; Andrzej Munk, 1961) un ilustre e inconcluso ejemplo que concede el protagonismo a la supervisora alemana de La última etapa. Pero la película de Munk encuentra su razón de ser en los recuerdos y las mentiras del personaje interpretado en ambos títulos por Aleksandra Slaska, desde quien descubrimos el terror y la miseria que Jakubowska detalló con extrema minuciosidad, cual crónica que detalla su experiencia en Auschwitz. Como consecuencia, el realismo del film no es un capricho ni un ejercicio de estilo de influencia neorrealista, es fruto de la necesidad de quien desea dar testimonio de la barbarie estudiada, aprobada y ordenada por el gobierno nazi.


El prestigioso cineasta Jerzy Kawalerowicz, por aquel entonces ayudante de dirección de Jakubowska, recordaba que <<la película se hizo de una manera muy realista, casi en las mismas condiciones que un documental. Participaron en ella varias mujeres que habían estado prisioneras en Auschwitz, por lo que se respiraba un ambiente genuino de un campo de concentración. La propia Jakubowska había estado prisionera en Auschwitz, y lo conocía bien>>*. Dicho conocimiento dio forma a las imágenes de esta cruda película que al tiempo es un recordatorio, un testimonio y un homenaje a las víctimas, mujeres que sufrieron las precarias condiciones, los maltratos y la muerte, mujeres como Marta (Barbara Drapinska), Eugenia (Tatjiana Gorecka) o Anna (Antonina Gordon-Gorecka), mujeres de distinta nacionalidad, credo o etnia que han sido arrestadas en las calles, en sus casas o en cualquier otro lugar. Esa fue la primera etapa del viaje, de ahí que el film se abra con una breve secuencia de redada callejera, y la ultima se encuentra en el campo de concentración donde Marta descubre el infierno que nunca habría imaginado posible, y sin embargo es real.



* VV. AA., Jerzy Kawalerowicz. Un cineasta entre el poder y la gloria. Festival de Cine de Huesca, Zaragoza, 2003

domingo, 14 de octubre de 2018

Los amantes de la noche (1947)


El cine negro estadounidense vivió su época dorada durante la década de 1940 y su mejor año fue 1947. Así lo corroboran Cuerpo y alma (Body and Soul; Robert Rossen), Retorno al pasado (Out of the Past; Jacques Tourneur), Senda tenebrosa (Dark Passage; Delmer Daves), El beso de la muerte (Kiss of Death; Henry Hathaway), Fuerza bruta (Brute Force; Jules Dassin) o Encrucijada de odios (Crossfire; Edward Dmytryk), entre otras películas fundamentales rodadas entonces. Pero también fue el año del Plan Marshall, del Plan Molotov, del inicio de la Guerra Fría, de la inestabilidad geopolítica que marcaría la segunda mitad del siglo XX, de la primera lista negra de Hollywood y del debut de Nicholas Ray con un título clave en la modernización del género. Los amantes de la noche (They Live by Night, 1947) es sin duda alguna un excelente debut para un cineasta que, como Orson Welles, gozó de libertad creativa para realizar su primer largometraje y, como aquel, se convirtió en un cineasta que nunca llegó a encajar dentro de la industria hollywoodiense. En su primer film, Ray demostró madurez y personalidad creativa al introducir constantes temáticas (soledad, violencia, búsqueda y rebeldía) que reaparecerían en posteriores trabajos y un personaje recurrente en su filmografía: el joven marginal y rebelde dentro de un sistema que lo empuja hacia la violencia y el desencanto, a la pérdida de su lugar y a la trágica búsqueda del imposible al que se aferra.


Lo dicho ya sería suficiente para destacar a Los amantes de la noche, pero el realizador poetizó la fatalidad en el romance de los dos enamorados protagonistas que, siguiendo la senda de Solo se vive una vez (You Only Live Once; Fritz Lang, 1937), abren el camino a las parejas de fugitivos de El demonio de las armas (Gun Crazy; Joseph H. Lewis, 1949), Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967) o Malas tierras (Badlands; Terrence Malick, 1973). Bowie (Farley Granger) y Keechie (Cathy O'Donnell) se rebelan contra su presente y comparten el suspiro de ilusión, inocencia y amor, inconscientes de no ser dueños de su trágico destino. Para ellos no existe la tierra prometida, solo ese destino sellado que inevitablemente los conduce hacia caminos transitados por la violencia y por la certeza de que persiguen un imposible, aunque este parezca factible en la primera secuencia, cuando la cámara de Ray interrumpe la intimidad de los amantes. Son dos jóvenes de quienes nada sabemos. Podrían ser como cualquier pareja, aunque no lo son, como descubrimos después de que el realizador los abandone y viaje al pasado para insertar el plano aéreo que observa un vehículo en fuga. Esta oposición de idilio y violencia será constante a lo largo de la película, pues la intimidad compartida es el estado deseado por los jóvenes y la brutalidad es la realidad a la que se ven empujados por fuerzas externas que no pueden manejar: los dos socios de Bowie, las delaciones de personas derrotadas como el padre de Keechie (Will Wright) y Mattie (Helen Craig), la irregularidad en el juicio que condenó al muchacho cuando tenía dieciséis años o la prensa que lo convierte en el enemigo público número uno.


La escena del automóvil que nos descubre a Bowie y a sus dos compañeros de celda nos introduce a tres personajes que acaban de escapar del correccional donde el muchacho ha pasado los últimos siete años de su vida, arrancado de la juventud por irregularidades en su juicio por asesinato. Aquella sentencia marcó su rumbo y le arrebató la inocencia que descubre en Keechie. Ellos son hijos de hogares rotos, de adolescencias perdidas, el uno en un presidio y la otra en un ambiente de delincuencia. Son los desheredados y los parias en un país donde los valores han sido sustituidos por la ambición y el dinero, porque, como dice el juez de paz (
Ian Wolfe) que los casa en una ceremonia rápida de veinte dólares, con dinero todo puede comprarse, aunque no un futuro para ellos. Bowie y Keechie son excepciones que no encajan en el medio por donde transitan, salvo en su mundo de dos (aquel que se observa en la secuencia de apertura y en la intimidad que comparten a lo largo de su huida), porque son soñadores perdidos sin hogar, condenados a no hallar un lugar lejos del infortunio que les incapacita para cambiar la suerte que depara su tragedia.