jueves, 31 de mayo de 2018

El instante más oscuro (2017)


<<Durante la hora más sombría en la historia del país, Winston Churchill, con solo sus discursos, hizo más por elevar la moral de una isla asediada que ningún otro líder de Gran Bretaña. La mayor parte de dichos discursos ya tienen un sitio no solo en la memoria de sus oyentes, sino también en la historia>>.

Alan Moorehead: Churchill (Churchill, and his world). Salvat Editores, S. A., Barcelona, 1987.


Además de político, pintor, periodista y militar, Churchill era un prolífico escritor que dictaba miles de palabras diarias a sus secretarias, preparaba a conciencia sus discursos y los memorizaba de tal manera que, cuando los hacía públicos, parecían fluir de sus labios de forma improvisada y natural. Aquellos discursos levantaron la moral cuando más necesitaba ser levantada y <<las generaciones de británicos que lo conocieron, por lo menos y tal vez muchas más, siempre recordarán que en el momento más deprimido de la historia de la nación, cuando todo parecía perdido, él de algún modo consiguió elevar el nombre de Gran Bretaña a una altura que nunca antes había ocupado>>
(ibíd). Este es el héroe y la leyenda que pasó a la historia, pero tras él se encuentra el hombre que asumió el liderazgo de una nación a las puertas de ser derrotada por el ejército alemán que acorralaba a las tropas anglo-francesas y las empujaba hacia Dunkerque. Este momento, clave en la historia, es el que Joe Wright intentó plasmar en El instante más oscuro (The Darkest Hour, 2017), cuyo interés no reside en la aclamada interpretación de Gary Oldman, sino en el contacto del hombre y del político con el momento histórico que, delimitado por dos de sus más famosos discursos, le ha tocado vivir. Dicho periodo, de apenas tres semanas, es un tiempo de oscuridad en el que las sombras no solo se encuentran en la amenaza nazi, sino también en los intereses, en la ineptitud y en la ceguera que habían posibilitado el rearme alemán y su posterior avance por Europa, permitiendo la militarización alemana de Renania, la anexión de Austria y, con el beneplácito de Francia y Gran Bretaña, la de los Suretes. Ninguna democracia se opuso cuando era necesario hacerlo y cuando quisieron reaccionar, ya era tarde, para millones demasiado tarde. Con el veloz avance alemán sobre Holanda y Bélgica, Francia fue ocupada y los británicos temían correr la misma suerte que sus vecinos del otro lado del canal.


La situación era como mínimo desesperada y
El instante más oscuro se abre en la cámara de los comunes, donde se exige la dimisión de Neville Chamberlain (Ronald Pickup), a quien responsabilizan de los sucesos y de su incapacidad para gobernar al país en tiempo de guerra. Esta circunstancia posibilita lo impensable, que el Primer Lord del Almirantazgo Winston Churchill (Gary Oldman) sea elegido primer ministro. Su valía, reconocida por los liberales y no aplaudida por los miembros de su partido, lo posiciona en lo más alto y desde allí inicia la resistencia que posibilitaría la posterior derrota de Hitler. El instante plasmado en la pantalla se centra por completo en la figura de Churchill, la cual brilla con mayor intensidad que la de sus colegas políticos, pues él asume prácticamente en solitario el belicismo que sabe la única vía para erradicar el peligro que se cierne, ya no sobre Reino Unido, sino sobre la libertad mundial. El instante más oscuro expone al líder conservador ante la decisión de elegir entre su deseo de lucha (por tierra, mar y aire) y el indeseado acuerdo de paz que le exigen Halifax (Stephen Dillane) y Neville Chamberlain. Pero más allá de los entresijos políticos, de la sombra de la guerra, de la operación dinamo con la que se pretende evacuar a las tropas del continente o de la práctica ausencia de ayuda internacional, se encuentra el intento de humanizar al personaje mostrando su intimidad, en su matrimonio con Clemmie (Kristin Scott Thomas), en su relación con su secretaria (Lily James), durante su viaje en metro o en su acercamiento al monarca Jorge VI (Ben Mendelsohn). Si lo consigue o no, es discutible, porque la exposición de Wright tiende a forzar dichas relaciones, en mayor medida que lo hace la menos mediática Churchill (Jonathan Teplitzky, 2017), cuya visión del personaje resulta un atractivo contrapunto para esta, ya que también se desarrolla durante un momento puntual de la Segunda Guerra Mundial (los instantes previos al desembarco de Normandía), pero con un líder que ha perdido la energía, temeroso de ser apartado del lugar que desea ocupar tanto por el Reino Unido como por sí mismo.

martes, 29 de mayo de 2018

Zulú (1964)


Las opciones profesionales y personales de Cy Endfield se vieron afectadas de manera drástica al inicio de la década de 1950. Por aquel entonces, como el de tantos otros, su presente cobró el tono de las listas que incluían su nombre y, sin apenas tiempo para decidir, prefirió exiliarse a convertirse en informante de quienes lo señalaban como simpatizante comunista. Su salida de Estados Unidos lo llevó a Reino Unido, donde, no sin dificultades, continuó su carrera cinematográfica bajo diferentes seudónimos (hasta que la absurda persecución llegó a su fin). Durante su periplo británico realizó algunas de sus mejores películas, la mayoría protagonizadas por Stanley Baker, a quien dirigió por primera vez en Ruta infernal (Hell Drivers, 1957). Con el actor creó su propia productora y desde ella llevaron a cabo su película común más ambiciosa y atractiva, aunque esto no resta valor a otras producciones suyas. Como había hecho en La isla misteriosa (Mysterious Island, 1960) y volvería a hacer en Las arenas del Kalahari (Sands of the Kalahari, 1965), en Zulú (1964) Endfield se decantó por desarrollar la aventura mezclando géneros. Donde en la primera prevalece la fantasía y las bestias gigantescas obra de Ray Harryhausen, en la segunda lo hace el drama psicológico cercano al expuesto por Robert Aldrich en El vuelo del Fénix (The Flight of the Phoenix, 1965), mientras que en Zulú sobresale la épica y el bélico, aunque también dramatiza la psicología de sus personajes al enfrentarles a la situación excepcional que viven en un espacio cercado y amenazado por las huestes nativas que se levantan en armas.


Basado en un hecho real, la acción de 
Zulú transcurre del 22 al 23 de enero de 1879 y se centra en el asedio sufrido por el destacamento inglés, pero sin caer en el maniqueísmo de enfrentar a buenos y malos. Con un magnífico uso de la pantalla ancha, Endfield abre su película con la panorámica del campo donde yacen más de mil soldados ingleses, de ese modo introduce el levantamiento de los zulúes de Natal. Poco después, en la siguiente escena, muestra las costumbres autóctonas en una ceremonia matrimonial donde descubrimos al reverendo Witt (Jack Hawkins) y a su hija Margareta (Ulla Jacobsson), quien se sorprende ante el espectáculo que rechaza debido a su desconocimiento y a su estricta y represiva educación occidental. En ese instante de contacto, entre dos culturas que nada tienen en común, un correo nativo irrumpe en la aldea y comunica el levantamiento, hecho que provoca que padre e hija abandonen el recinto y se dirijan a la misión donde acampa un centenar de soldados británicos. Endfield aprovecha el trayecto para introducir a los personajes principales y sus distintas personalidades. Así descubrimos al teniente Chard (Stanley Baker), un ingeniero efectivo carente de la aristocracia de Bromhead (Michael Caine), altivo y elitista y, desde su primer careo, se comprende que sus orígenes y sus ideas son opuestos. Bromhead pertenece a una familia de militares y Chard es un hombre sin tradición marcial, pero con un sentido del deber que le lleva a asumir el mando del destacamento al que han ordenado resistir en un reducto que apenas pueden defender. Allí se desarrolla el resto de la acción, que intercala las batallas con la interioridad de los soldados, humanizándolos desde la locura y lucidez de Witt a la heroicidad asumida por el soldado Hook (James Booth), el mismo que pone en duda la presencia inglesa en una tierra que no es la suya.

domingo, 27 de mayo de 2018

Kilómetro 111 (1938)


El protagonismo del popular cómico Pepe Arias potencia el humor verbal de Kilómetro 111 (1938), pero la verborrea cómica del actor no entorpece la denuncia social que Mario Soffici introdujo en la desfavorecida situación de los colonos de la localidad donde desarrolla su película (población cuyo nombre da título al film), también en el desengaño de Yolanda (Delia Garcés) y en los intereses económicos de entidades financieras y empresarios que se aprovechan de los agricultores o de los directivos de la compañía ferroviaria para la cual trabaja el protagonista, antes de que le despidan por ser <<una buena persona, pero un mal empleado>>. Todo ello posibilita a Soffici la crítica social que alcanzaría su máxima expresión en su obra maestra, la dramática Prisioneros de la tierra (1939), un film sin ápice de humor en el que la tragedia se impone. Contrario a esto, en Kilómetro 111 la comicidad nunca abandona la pequeña localidad rural donde apenas se detienen los trenes y donde Arias asume el rol de jefe de estación, simpático, campechano y bonachón.


El ferroviario es el centro de la trama, en la que pero se introduce la denuncia, el drama, el humor, la miseria de los sin techo y de los oprimidos por el sistema, la solidaridad del protagonista y la influencia del cine hollywoodiense en su sobrina Yolanda, cuya ilusión sería la de convertirse en una nueva Greta Garbo, Marlene Dietrich, Joan Crawford o Mae West. Las estrellas de Hollywood inspiran su sueño de ser actriz al tiempo que la distancian de la cotidianidad que la rodea y rechaza. Cuanto observa fuera de la pantalla dista del glamour y del brillo que desea conquistar durante su estancia en Buenos Aires, donde solo conquista su desencanto y donde su tío vagará tras ser despedido. Las actrices admiradas por Yolanda y la foto de Cary Grant, que cuelga en una de las paredes de su habitación, denotan la influencia de Hollywood más allá de las fronteras estadounidenses, llegando a cualquier rincón del mundo, incluso al pueblo Kilómetro 111 donde Ceferino (Pepe Arias) rechaza una cena que contentaría a la Garbo, porque, sin duda, es más mundano que la famosa actriz y su ilusa sobrina. Es un trabajador que cumple su labor al frente de la estación con la calma similar al avance del progreso o a la construcción de la carretera que abarataría los costes de transporte y pondría fin al monopolío de la línea de ferrocarril. Pero, sobre todo, es un hombre solidario que no duda en posicionarse a favor de los desfavorecidos cuando el cacique del lugar les ofrece un precio irrisorio por el trigo. El precio, tan bajo como injusto, no compensa el esfuerzo realizado y, ante esto, los colonos aceptan el consejo del jefe de estación y solicitan el crédito que el banco les acaba negando. Sin dinero no pueden transportar la cosecha de cereal a Buenos Aires y solo Ceferino podría ayudarles, pero, por miedo a perder su empleo, se niega a fiarles los fletes, aunque no tarda en cambiar de opinión y asumir la postura que rompe la hegemonía de los patronos y las normas de la empresa ferroviaria que pone en duda su sano juicio.


sábado, 26 de mayo de 2018

La venganza de la mujer pantera (1944)


El sorprendente éxito comercial de La mujer pantera (Cat People; Jacques Tourneur, 1942), llevó a sus responsables a pensar que no era descabellado realizar una secuela, pero pocos habrían apostado que la supuesta continuación se distanciaría de aquella y del resto del ciclo de terror producido por Val Lewton para RKO. Y se distanció porque Lewton no deseaba realizar una segunda entrega, que se vio forzado a producir por contrato. Productor y también guionista sin acreditar, Lewton asumió el encargo a su manera e ideó la historia de una película que, salvo por la presencia de los personajes interpretados por Simone Simon, Kent Smith y Jane Randolph en el film de Tourneur, el "Cat People" del título, su bajo presupuesto y la confusión entre realidad y fantasía, 
poco más tiene en común con su magistral precedente que la espléndida fotografía de Nicholas Musuraca. Más luminosa y onírica, La venganza de la mujer pantera (The Curse of the Cat People, 1944) es un poético acercamiento a la infancia y un excelente ejemplo de secuela que se niega a serlo, pues se trata de un film con personalidad propia que transita por espacios inexplorados en el original. El rodaje se inició con Gunther von Fritsch al frente, pero, ante el retraso en la filmación, la dirección pasó a manos de Robert Wise, que así abandonaba la sala de montaje y debutaba en la realización de largometrajes con esta hermosa y espectral fantasía que concede su protagonismo a Amy Reed (Ann Carter), la niña de seis años de imaginación desbordante que huye de su soledad infantil y se aferra a su deseo de tener una amiga.


Para su padre (Kent Smith), viudo de la mujer que según su comprensión enloqueció por exceso de fantasía, resulta peligroso que su hija se deje arrastrar por el mundo imaginario que desarrolla para paliar la ausencia de compañía. Por ello, la apremia a jugar con las niñas de su edad, pero estas la rechazan y Amy se protege en una realidad que solo ella puede ver, quizá real o quizá imaginaria, aunque para ella es tan física como el mundo que habita. Su deseo se cumple y cobra la forma fantasmal de la bella Irena (Simone Simon), la fiel compañera que ilumina la soledad que se transforma en dicha y amistad. La luz prevalece sobre las sombras, pero estas no desaparecen por completo en La venganza de la mujer pantera, ya que los espacios oscuros se encuentran latentes en el mundo adulto, en los miedos de los padres o en el distanciamiento materno-filial que separa a las Farren, quizá por la locura de la madre (Julia Dean) o quizá por la amargura de la hija (Elizabeth Russell) a quien aquella constantemente niega su existencia. Los quizás forman parte del ciclo Lewton, porque cuanto se expone puede o no ser, y es la interpretación de los personajes, así como la del público, la que forma las realidades y las fantasías que acaban por confundirse, hasta convertirse en las verdades de quienes las experimentan. Este es el caso de Amy, cuyo deseo la lleva a crear, o puede que a descubrir, la presencia fantasmal que le devuelve la alegría, al tiempo que aparta de su cotidianidad el sentimiento de rechazo y soledad previo a la aparición de Irena, una aparición que quizá, y siempre quizá, cobre la imagen de la heroína trágica de 
La mujer pantera porque la niña se encuentra sugestionada por la fotografía que ha visto con anterioridad.

viernes, 25 de mayo de 2018

Una vida sencilla (2011)

Multipremiada en Asia y fuera de ella, Una vida sencilla (Tou ze, 2011) se proyectó al público por primera vez en el Festival de Venecia en 2011, donde fue una de las candidatas al León de Oro y, su protagonista femenina, Deannie Ip recibió la Copa Volpi a la mejor actriz. Pero ni los premios ni su paso por el prestigioso certamen veneciano evitaron su tardía distribución internacional y, cuando lo hizo en países como España, su exhibición comercial fue tan limitada que pasó desapercibida. Olvidando el negocio, la popularidad y el prestigio que generan, una de las razones de los festivales internacionales es servir de escaparate a las películas que proyectan, posibilitando el contacto entre los responsables de los films y las diferentes distribuidoras que acuden a la espera de adquirir los derechos de exhibición de aquellos títulos que les interese distribuir. Esto no siempre se consigue en un medio donde el consumo popular se decanta por el cine de evasión y de sensaciones de combustión espontánea. Películas en apariencia sencillas como la de Ann Hui rehuyen de la espectacularidad formal y se decantan por la reflexión, los sentimientos y las emociones que fluyen desde la contención y la honestidad con las que se adentran en existencias corrientes que no suelen llamar la atención de un público mayoritario. Su intimismo introspectivo complica la distribución de films como Una vida sencilla y, no solo en España, las opciones de ver títulos de estas características se reducen a ediciones en formato doméstico, a que algún festival o filmoteca cercanos realicen retrospectivas o que canales de televisión especializados las emitan y posibiliten el acceso a historias mínimas y cotidianas, con sus dramas y sus momentos de humor. La propuesta de Hui se decanta por la sencillez expositiva que nos acerca a la relación de amistad entre Roger (Andy Lau) y Ah Tao (Deannie Ip), la mujer que lo ha cuidado desde niño, y también a otros miembros de su familia durante más de seis décadas. Ah Tao es fundamental en la vida de Roger, no solo por sus servicios, sino por la compañía diaria que llena su vacío. Pero un día ella sufre un derrame y decide dejar el trabajo e ingresar en una residencia donde piensa pasar la última etapa de su vida. La decisión de Tao precipita la de Roger, que asume sus cuidados porque ve justo devolverle la atención que ella le ha ofrecido desde la cuna. Sabe que hace lo correcto, pero más allá de la corrección se encuentra el cariño mutuo y la conexión que les permite ser ellos mismos cuando comparten momentos donde se observa una complicidad que Roger no muestra con su madre. Nacida de la experiencia propia del guionista y productor del film Roger Lee, Una vida sencilla habla del cariño que no se expresa ni con palabras ni con gestos efusivos, también lo hace de la soledad de los personajes, de la desorientación de Ah Tao cuando es colmada de atenciones en lugar de darlas, de la vejez o de la enfermedad que ha llevado a Ah Tao a la residencia donde inicia otras relaciones, aunque ninguna ilumina su rostro como lo hace la reunión con la familia o las constantes visitas del hombre que cuidó y vio crecer.

jueves, 24 de mayo de 2018

Crimen en las calles (1956)


La vista panorámica de la zona portuaria neoyoquina nos introduce de pleno en la nocturnidad de Crimen en las calles (Crime in the Streets, 1956), una en apariencia tranquila, dormida, salpicada por sonidos de barcos que se intuyen aunque no se ven. Por la oscuridad se mueve la banda de delincuentes juveniles liderada por Frankie Dane (John Cassavetes), pero no son los únicos que se citan en la noche, frente a ellos una pandilla rival avanza y la pelea callejera se desata. Donald Siegel deja que la lucha prosiga en la pantalla mientras inserta los títulos de crédito, que concluyen para dar paso a Frankie, exhortando a Angelo (Sal Mineo) para que amenace a un rival que escapa. La contundencia y la economía narrativa de Siegel no necesita más para explicitar la violencia y la desorientación juvenil del suburbio donde el presente adolescente es tan oscuro como la noche que contemplamos. Para el cineasta ese presente de violencia y distanciamiento es el crimen, no aquel que Frankie planea cometer con la colaboración de Angelo, el más joven e impresionable de la pandilla, y Lou (Mark Rydell), su admirador. Siegel enfoca su propuesta desde el drama social y la exposición de los jóvenes como víctimas del entorno, de los malos tratos y de la miseria en la que han crecido. Algunos como Frankie se encuentran atrapados en el odio, convencidos de que nada tienen que perder en un presente desalentador, fruto de hogares rotos y de infancias desatendidas. Los gritos, las palizas, la pobreza o el olor a podredumbre, referido por el personaje interpretado por Cassavetes, han formado parte de la niñez y solo han servido para generar el rencor y el distanciamiento del entorno, que rechazan y les rechaza, así como el deseo de endurecerse como vía para sobrevivir, imponerse y ser alguien. Siguiendo la estela de Richard Brooks en Semilla de maldad (Blackboard Jungle, 1955), Crimen en las calles señala al ambiente en el que han crecido y viven los adolescentes como parte parte del problema de incomunicación generacional expuesto. Ben (James Whitmore) lo sabe, porque en su adolescencia fue uno de ellos, aunque ahora lucha por alejar a los muchachos del encierro o la muerte. El drama se desarrolla en la calle marginal, pero también en la vivienda de Frankie, donde descubrimos el cansancio de una madre (Virginia Gregg) extenuada por su trabajo mal remunerado, que la aleja todo el día del hogar y de sus dos hijos. De diez años de edad, Richie (Peter Votriam) no vivió la niñez de su hermano y por ello presenta una personalidad contraria. Es dulce y desea vivir, algo que a Frankie ya parece no importarle, como denota su intención de asesinar al señor McAllister (Malcolm Atterbury) después de que este le haya abofeteado. Su intención se convierte en la obsesión que desvela la desorientación que Ben pretende encauzar para salvar al adolescente, que se niega a escuchar y a aceptar que la violencia no puede sustituir al cariño que precisa para encauzar una vida que corre el riesgo de perderse en su odio y resentimiento hacia todos y hacia sí mismo.

miércoles, 23 de mayo de 2018

La isla de la muerte (1944)

Las tres primeras producciones de terror que Val Lewton produjo para R.K.O. fueron realizadas por Jacques Tourneur y sus montajes corrieron a cargo de Mark Robson, de modo que su presencia en la sala de edición hacían de este un candidato ideal para relevar a Tourneur en el ciclo que prosiguió en La séptima víctima (The Seventh Victim,1943). En su debut en la dirección, Robson no decepcionó al productor, que le confió la dirección de cuatro títulos más. Salvo Juventud salvaje (Youth Runs Wild, 1944), el resto transitó en menor o mayor medida por la senda abierta en el magistral, terrorífico y sugestivo tríptico de Tourneur. Tanto en La mujer pantera (Cat People, 1942) como en Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, 1943) y El hombre leopardo (The Leopard Man, 1943), el miedo y el horror fluyen del interior de los personajes, de los ruidos y las sombras, de aquello que imaginan o de aquello que temen real. Todo es sugerido, por eso la atmósfera resulta ambigua, más onírica y psicológica que la expuesta en las famosas producciones Universal, y esto no cambia en La isla de la muerte (Isle of the Death, 1944), pues el terror sugerido por Robson surge del interior de los personajes y fluye hacia afuera, enfrentando lo racional y la superstición aludida en el rótulo que ubica los hechos en Grecia, en 1912, durante la Primera Guerra de los Balcanes. Leída la leyenda, la cámara presta su atención a la figura del general Pherides (Boris Karloff), que apenas atiende las explicaciones de su coronel. El general se mantiene en la distancia, hasta que decide que ha llegado el momento de intervenir. Es entonces, cuando ofrece un revólver a su subordinado y no necesita más para que aquel comprenda su suerte, la asuma y salga de la tienda para ejecutar su sentencia de muerte. Este comportamiento define al inquietante Pherides (otra inolvidable interpretación de Karloff), cuyo apodo "perro guardián" anuncia su posterior conducta en el espacio sobrenatural donde lleva a la máxima expresión su labor de cancerbero. No se trata de un malvado ni de un monstruo, solo es un hombre que se rige por su inalterable comprensión del código militar, la cual le hace inflexible, cruel e intolerante a ojos de Oliver Davis (Marc Cramer), el reportero estadounidense que cubre el conflicto y que le recrimina la decisión, antes de que ambos abandonen la tienda de campaña y viajen a la isla cercana. Allí pretenden visitar la tumba de la señora Pherides, pero se encuentran el cementerio saqueado y el melodioso canto de una mujer que los arrastra hasta la fantasmagórica mansión donde Albrecht (Jason Robards, Sr.) insiste en que pasen la noche con el resto de sus invitados. A la mañana siguiente se produce la muerte uno de los huéspedes y, salvo Kira (Helene Thiming), todos la consideran consecuencia de la epidemia referida por el doctor Drossos (Ernst Dorian) en el campamento militar. Para evitar posibles contagios, Pherides ordena permanecer en cuarentena hasta que el peligro pase. Sombras, nocturnidad y ruidos delatan la presencia de lo irracional, pero sobre todo apuntan que se trata de un film que encaja a la perfección en el ciclo Lewton, pues el planteamiento de Robson insiste en la ambigua línea entre lo real y lo irreal, o entre la locura y la cordura que se confunden a raíz del miedo que anida en los personajes. Son temores diferentes, nacidos de las distintas comprensiones e interpretaciones de quienes se citan en la isla donde la señora St. Aubyn (Katherine Emery) siente horror ante la idea de ser enterrada viva (sufre trances que la dejan en estado catatónico), Thea (Ellen Drew) teme estar poseída por la vorvolaka, condicionada por las constantes alusiones de Kira, que ve en la joven a la reencarnación del espíritu maligno del que habla la superstición. Inicialmente, Kira es la única que busca una explicación sobrenatural, pero, a medida que se producen más muertes, el general duda y acaba contagiado por el miedo de aquella, lo cual lo transforma en alguien tan peligroso como el hipotético espíritu que ronda entre ellos o la más lógica peste letal que los diezma. 

martes, 22 de mayo de 2018

Cary Grant. La imagen sofisticada



Sería contrario a mi intención hablar sobre Cary Grant y hacerlo sobre su vida privada, de su difícil infancia en Inglaterra, de cómo sobrevivió durante sus primeros años en Nueva York o de costumbres y relaciones personales, que justo fueron eso, personales. Ni soy biógrafo ni encuentro el menor estímulo en divagar acerca de la intimidad ajena y, en este caso concreto, prefiero destacar su impronta en obras maestras del cine, La fiera de mi niñaSolo los ángeles tienen alasCon la muerte en los talones y tantas otras que inmortalizaron su imagen, o del deseo de mejora que empujó a Archibald Leach a ser uno de los primeros actores independientes de Hollywood, cuando esto era ir contracorriente y contra los magnates del cine hollywoodiense. Su apuesta, arriesgada por aquel entonces, le salió bien, aunque convertirse en uno de los grandes mitos de la pantalla no fue un proceso rápido.


Como su admirado Charles Chaplin, Archie Leach arribó a Nueva York formando parte de una compañía de variedades, aunque él lo hizo en 1920 y con menor protagonismo que el inolvidable creador de Luces de ciudad. La troupe había sido contratada para actuar en Estados Unidos y, tras cumplir su compromiso contractual en varias localidades del país, el grupo se disolvió y Archie decidió permanecer en la ciudad de los rascacielos. Su presente era incierto, sus opciones laborales apenas existentes y sus ingresos, mínimos, pero su atractivo físico y su elegancia acabaron por abrirle las puertas del teatro y posteriormente las del cine, cuando en 1932 la Paramount le ofreció un contrato por cuatro años. Era su oportunidad y esta trajo consigo su traslado a Hollywood, dinero y el cambio de nombre. Archie pasó a ser Cary y Leach, Grant, y como Cary Grant asumió sin quejas el intenso ritmo de trabajo exigido por el sistema de estudios.


El bagaje de su primeros tiempos fueron numerosos films que exprimían su imagen sin prestar atención a sus dotes de actor. Salvo excepciones puntuales, aquellos largometrajes solo sirvieron para asentarlo dentro de la compañía presidida por Adolph Zuckor. Su primer éxito comercial, Lady You, lo fue por el protagonismo de Mae West, aunque, para un recién llegado, esto sería lo de menos, ya que lo importante era darse a conocer entre el público y confirmar que había sido una inversión acertada para el estudio donde brillaban Gary Cooper y Fredric March. Grant apuntaba a estrella, pero todavía no lo era y tenía que conformarse con papeles insulsos o con aquellos igual de insustanciales rechazados por Cooper, cuestión que no sería del agrado de alguien convencido de aspirar a más. Un hipotético más se presentó en forma de Irving Thalberg, quien le propuso un personaje a su medida en La tragedia de la Bounty, pero ese más no sumó porque Zuckor se negó a prestarlo a MGM, quizá consciente de que la película de Frank Lloyd iba a ser un éxito de taquilla que aumentaría el caché del actor, cuyo contrato estaba a punto de expirar. La negativa del magnate resultó clave en Grant y en su decisión de precipitar su independencia y no renovar con el estudio, una decisión que generaría cierta antipatía por parte los propietarios cinematográficos y de los miembros de la Academia, pero le proporcionaba la libertad de trabajar donde y con quien quisiera. En retrospectiva, su elección no pudo ser más acertada, aunque en 1936 fue un órdago que muy pocos habrían ganado y, de no haberlo hecho, su imagen se habría perdido en el olvido.


Pero su imagen sobrevivió, no aquella de sus primeros años en Hollywood, sino la más sofisticada, urbana y cómica que cobró forma por primera vez en La pícara puritana, una película en la que no deseaba continuar trabajando, debido a sus discrepancias con el realizador Leo McCarey. El actor incluso pidió a Harry Cohn que le eximiera de sus responsabilidades contractuales, pero a Cohn no le gustaban los llantos y rechazó la petición. Gracias al rudo carácter del dueño de Columbia Pictures, y a la acertada dirección de McCarey, el lado cómico del actor brilló por primera vez en todo su esplendor. Aquella imagen sofisticada del galán cómico resultó un soplo de aire fresco para su carrera, también para la comedia ligera a la que añadió inolvidables personajes en La fiera de mi niña, Vivir para gozarLuna nuevaHistorias de FiladelfiaArsénico por compasión. Sus colaboraciones con McCareyHawks, CukorStevens, en Gunga Din y Serenata nostálgica, fueron claves para convertirlo en una de las estrellas masculinas más importantes de Hollywood. Pero su director preferido lo encontró en Alfred Hitchcock. El realizador británico dotó de ambigüedad y de cierta opacidad a la imagen del actor, aunque sin traspasar los límites que podrían dañar la idea que el público esperaba y exigía de sus personajes. Con Hitchcock rodó Sospecha, EncadenadosAtrapa a un ladrón y Con la muerte en los talones, para quien escribe, la cumbre de su carrera artística. Su interpretación de aquel héroe a la fuerza fue simplemente magistral, como también lo fue el recorrido geográfico y psicológico durante el cual asume el reto y la desorientación generados por la compleja y peligrosa posibilidad de ser dos hombres: el real y aquel que todos (él incluido) desean que sea, quizá un guiño irónico de Hitchcock hacia a sí mismo y hacia el actor que le representaba en la pantalla.


Hacia finales de la década de 1950,
Grant cosechó el mayor éxito comercial de su carrera, Operación Pacífico, se asoció con el director Stanley Donen para crear su propia productora y también empezó a pensar en el retiro, algo que ya había hecho con anterioridad. Pero ahora se trataba de algo más serio, pues era consciente de que su imagen de conquistador estaba amenazada por un rival que nadie puede vencer. El tiempo había pasado, sus compañeras de reparto eran mucho menores que él, sus prioridades empezaban a ser otras y así, después de treinta y cuatro años dedicados al cine, asumió que Apartamento para tres sería su última película. Grant se despedía dejando tras de sí una de las carreras más exitosas de Hollywood y a uno de los personajes más admirados, ya que Cary Grant era la imagen tras la que existía Archibald, era una de las estrellas preferidas por el público. Como comentó Joseph L. Mankiewicz en una entrevista: <<Cary Grant es una de las estrellas que el público quiere ver como Gary Grant>>; es decir, era el personaje a quien sus contemporáneos admiraba en la pantalla, ya fuese desplazándose de norte a noroeste, construyendo la casa de sus sueños, rivalizando con Katharine Hepburn, dejándose seducir por Grace Kelly o empujando a Ingrid Bergman a un indeseado y peligroso matrimonio. 


Filmografía

Esta es la noche (This Is the Night; Frank Tuttle, 1932)

Pecadora sin careta (Sinners in the Sun; Alexander Hall, 1932)

Tuya para siempre (Merryly We Go to Hell; Dorothy Arzner, 1932)

Entre la espada y la pared (The Devil and the Deep; Marion Gering, 1932)

La venus rubia (Blonde Venus; Josef von Sternberg, 1932)

Sábado de juerga (Hot Saturday; William A. Seiter, 1932)

Madame Butterfly (Marion Gering, 1932)

Lady Lou (She Done Him Wrong; Lowell Sherman, 1933)

La mujer acusada (Woman Accused; Paul Sloane, 1933)

El águila y el halcón (The Eagle and The Hawk; Stuart Walker, 1933)

Casino del mar (Gambling Ship; Louis Gaisner y Max Marcin, 1933)

No soy ningún ángel (I'm No Angel; Wesley Ruggles, 1933)

Alicia en el país de las maravillas (Alice in Wonderland; Norman Z. McLeod, 1933)

Princesa por un mes (Thirty-Day Princess; Marion Gering, 1934)

Born to Be Bad (Lowell Sherman, 1934)

El templo de las hermosas (Kiss and Make-Up; Harian Thompson, 1934)

¡Atención, señores! (Ladies Should Listen; Frank Tuttle, 1934)

Mi marido se casa (Enter Madame; Elliott Nugent, 1935)

Alas en la noche (Wing in the Dark; James Flood, 1935)

La última avanzada (The Last Outpost; Charles Barton, Louis Gasnier, 1935)

La gran aventura de Silvia (Sylvia Scarlett; George Cukor, 1936)

Big Brown Eyes (Raoul Walsh, 1936)

Suzy (George Fitzmaurice, 1936)

Wedding Present (Richard Wallace, 1936)

Preludio de amor (When You're in Love; Robert Riskin, 1937)

The Amazing Quest of Ernest Bliss (Alfred Zeisler, 1937)

Una pareja invisible (Topper; Norman Z. McLeod, 1937)

El ídolo de Nueva York (The Toast of New York; Rowland V. Lee, 1937)

La pícara puritana (The Awful Truth; Leo McCarey, 1937)

La fiera de mi niña (Bringing Up Baby; Howard Hawks, 1938)


Vivir para gozar (Holiday; George Cukor, 1938)

Gunga Din (George Stevens, 1938)

Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings; Howard Hawks, 1939)

Dos mujeres y un amor (In Name Only; John Cromwell, 1940)

Luna nueva (His Girl Friday; Howard Hawks, 1940)

Mi mujer favorita (My Favorite Wife; Garson Kanin, 1941)

Los Howards de Virginia (The Howards of Virginia; Frank Lloyd, 1941)

Historias de Filadelfia (The Philadelphia Story; George Cukor, 1941)

Serenata nostálgica (Penny Serenade; George Stevens, 1941)

Sospecha (Suspicion; Alfred Hitchcock, 1941)

El asunto del día (The Talk of the Town; George Stevens, 1942)

Hubo una luna de miel (Once Upon a Honeymoon; Leo McCarey, 1942)

Mr. Lucky (David Hempstead, 1943)

Destino Tokio (Destination Tokio; Delmer Daves, 1943)

Arsénico por compasión (Arsenic and Old Lace; Frank Capra, 1944)


El eterno pretendiente (Once Upon a Time; Alexander Hall, 1944)

Un corazón solitario (None But the Lonely Heart; Clifford Oddets, 1944)

Noche y Día (Night and Day; Michael Curtiz, 1946)

Sucedió en el tren (Without Reservation; Mervyn LeRoy, 1946)

Encadenados (Notorious; Alfred Hitchcock, 1946)

El solterón y la menor (The Bachelor and the Babby-Soxer; Irving Reiss, 1947)

La mujer del obispo (The Bishop's Wife; Henry Koster, 1947)

Los Blandings ya tienen casa (Mr. Blandings Builds His Dream House; H. C. Potter, 1948)


En busca de marido (Every Girl Should Be Married; Don Hartman, 1948)

La novia era él (I Was a Male War Bride; Howard Hawks, 1949)

Crisis (Richard Brooks, 1950)

Murmullos en la ciudad (People Will Talk; Joseph L. Mankiewicz, 1951)

Hogar, dulce hogar (Room for One More; Norman Taurog, 1952)

Me siento rejuvenecer (Monkey Business; Howard Hawks, 1952)

La mujer soñada (Dream Wife; Sidney Sheldon, 1953)

Atrapa a un ladrón (To Catch a Thief; Alfred Hitchcock, 1955)

Orgullo y pasión (The Pride and The Passion; Stanley Kramer, 1957)

Tú y yo (An Affair to Remember; Leo McCarey, 1957)


Bésalas por mí (Kiss Them for Me; Stanley Donen, 1957)

Indiscreta (Indiscret; Stanley Donen, 1958)

Cintia (Houseboat; Melville Shavelson, 1958)

Con la muerte en los talones (North by Northwest; Alfred Hitchcock, 1959)


Operación Pacífico (Operation Peticoat; Blake Edwards, 1959)

Página en blanco (The Grass Is Greener; Stanley Donen, 1960)

Suave como visión (That Touch of Mink; Delbert Mann, 1962)

Charada (Charade; Stanley Donen, 1963)


Operación Whisky (Father Goose; Ralph Nelson, 1964)


Apartamento para tres (Walk, Don't Run; Charles Walters, 1966)

lunes, 21 de mayo de 2018

Dejad paso al mañana (1937)


La vida se fuga a alta velocidad, las hijas e hijos crecen y se independizan, forman sus propias familias y el ciclo vital continúa imparable para una pareja que empieza a sentir que su tiempo ha pasado. Sin recursos económicos, que les permita mantener la casa de siempre, el presente se oscurece ante los interrogantes que plantea, pero sobre todo ante la separación que Lucy (Beulah Bondi) y Barkley Cooper (Victor Moore) asumen para no contrariar a sus vástagos, que deciden repartirse a sus padres a la espera de que surja una idea mejor. A grandes rasgos este es el argumento de Dejad paso al mañana (Make Way for Tomorrow, 1938), para Leo McCarey su mejor película, aunque la mayoría de sus contemporáneos no lo vieron así, pues el film resultó un fracasó comercial que precipitó la salida del cineasta de Paramount Pictures. Pero ese mismo año, McCarey estrenó La pícara puritana (The Awful Truth,1937) y se alzó con el Oscar al mejor director, un premio del que dijo se lo habían entregado por la película equivocada. Así es la industria cinematográfica, capaz de desahuciar a un cineasta como McCarey y poco después elevarlo a la gloria con premios y aplausos. Pero, me pregunto, ¿había cambiado tanto en tan poco tiempo? Todo esto viene a demostrar que en Hollywood la distancia que separa el éxito del fracaso (y viceversa) es caprichosa y arbitraria, y poco tiene que ver con la calidad que encierran las películas y sí con su tirón comercial y con las campañas publicitarias que las distintas compañías realizan para promocionarlas. A todas luces, Dejad paso al mañana es un film menos amable, más complejo y reflexivo que la espléndida La pícara puritana, cuyo ritmo, enredo y humor la harían más atractiva para el espectador. El público esperaría una comedia de McCarey, pero este le ofreció un retrato familiar que prioriza los momentos dramáticos a las notas de humor que lo salpican. Sobre todo, Dejad paso al mañana es un film humano en el que el cineasta expuso su parecer acerca de la experiencia vital de esos dos miembros de la familia que ya no encuentran su lugar. El matrimonio Cooper lleva cincuenta años casados, tienen cinco hijos adultos que han construido sus vidas fuera del hogar que, al inicio, la pareja se ve obligado a dejar por falta de empleo y dinero. Esto es un problema sin solución, porque a su edad, el señor Cooper no tiene la menor posibilidad de encontrar trabajo ni tiene un subsidio que le permita cubrir sus necesidades y las de su mujer. Ante esta situación, algunos de sus hijos se desentienden con falsas promesas y otros deciden que solo pueden mantener a uno de ellos. De esa manera se confirma la separación del matrimonio, que vive la decepción de no poder estar juntos, pero también la de saber que, para los suyos, son un estorbo. La perspectiva de McCarey expone la convivencia en los dos hogares que han recibido a Lucy y a Barkley, y ofrece su simpatía a la pareja que se añora en la distancia y en la creciente sospecha de que jamás volverán a verse. Dejad paso al mañana no triunfó en su momento porque presenta una realidad nada divertida, cuando el público exigía evasión, risas, romance o aventuras. Sin embargo es una propuesta cargada de sensibilidad, de humanismo y de cierta decepción hacia esos hijos que no cuidan de sus mayores, aunque el realizador lo expone con sutileza, sin olvidarse de detallar cómo la presencia de los padres altera la cotidianidad de quienes no saben qué hacer con ellos y deciden internar a la madre en un asilo y enviar al padre a California. Pero Lucy y Berkley vuelven a ser felices por un instante que parece detenerse en el tiempo, cuando se produce su reencuentro y deciden viajar al pasado, visitando los mismos lugares que habían disfrutado durante su luna de miel, y olvidan la ingratitud de sus hijos para expresar la comunión y el amor que comparten.

domingo, 20 de mayo de 2018

Nubes pasajeras (1996)


En la década de 1990, Finlandia sufrió una severa crisis económica que elevó la tasa de paro entre la población activa, precipitó el cierre de numerosas empresas y provocó la miseria que Aki Kaurismäki retrató en su trilogía de los perdedores. Nada hay de idílico en la personal mirada cinematográfica de Kaurismäki y sí austeridad, honestidad y lucidez. Con ella observa el abismo que se abre ante los protagonistas de Nubes pasajeras (Kauas pilvet karkaavat, 1996) y, aunque dicha mirada sea contundente, certera y crítica, no está exenta de humor, de cierto surrealismo y de esperanza hacia sus personajes. La economía, la suerte y las instituciones dan la espalda a Ilona (Kati Outinen) y a Lauri (Kari Väänänen) y los condena al exilio social que sucede a la pérdida de sus trabajos. Sin ocupación laboral, inician la búsqueda de nuevas opciones que los reubique, aunque, para individuos corrientes, maduros y trabajadores como ellos, no las hay. Así descubren que se encuentran desprotegidos por el sistema que solo los acepta mientras cumplan los requisitos mínimos de trabajo, dinero y consumo, pero, sin oficio, no hay beneficio y sin este, no hay consumo. Y en esta rueda que no detiene su giro poco importan la eficiencia laboral que Ilona muestra al inicio del film o la desesperanza que Laurie apenas logra expresar mediante su rechazo a la película que le disgusta o en el abusivo consumo de alcohol con el que pretende olvidar su derrota, su despido y la imposibilidad de lograr un nuevo empleo. Así de frágil es el bienestar que, como los muebles y la televisión que compran a plazos y les retiran sin miramientos, desaparece sin aviso para dar paso a la desorientación y al infructuoso deambular de la pareja por un espacio deshumanizado e inmoral, donde la crisis financiera provoca que las entidades e instituciones se desentiendan de ellos. El bienestar es ambiguo, quizá ficticio, porque sin bienes, el banco del que Ilona es clienta le niega el préstamo que le permitiría abrir su propio negocio o, tras pasar la noche delante de su puerta, la empresa de colocación laboral se aprovecha de la extrema necesidad de la protagonista y le exige pagar por la posibilidad de un puesto en un <<agujero piojoso>> donde ella se encargará de todo, pero donde nunca llegarán a pagarle. Mientras tanto, ¿qué hace el Estado de Bienestar para proteger a estos desprotegidos? Al parecer, poco o nada, pues su presencia no se intuye por parte alguna y, sin soluciones a corto y medio plazo, el matrimonio, y otros en su misma situación, sufren su condición de parias y el descalabro económico, sin ayudas, humillados y ninguneados en su digno intento de sobrevivir al desolado panorama que Kaurismäki señala y satiriza tomando partido, porque, fiel a su pensamiento, la mirada del cineasta humaniza y dignifica a los perdedores ante el bienestar prometido e incumplido.