lunes, 9 de abril de 2018

Lola Montes (1955)


Entre la lucidez y la paranoia, Henry Miller se preguntaba y preguntaba en Primavera Negra (Black Spring, 1936) <<¿qué es lo que permite vivir a los clásicos, si es que realmente viven? ¿Por qué no mueren como nosotros, como todos estamos muriendo? ¿Qué los preserva contra los embates del tiempo, si no es la sal que hay en ellos?>>. Sus preguntas llamaron mi atención, sobre todo la sal aludida, una sustancia que, variando su composición, permite a los clásicos sobrevivir a sus autores, a los caprichos de las impersonales modas y a los ineludibles embates del tiempo. Dicha salinidad los conserva, manteniendo intactas la creatividad y la lucidez que fluyen indestructibles mientras existan mentes inquietas que las reciban, en parte o en todo su esplendor. Pensando en ello, también pensé en los clásicos cinematográficos, entre los cuales se encuentra Lola Montes (Lola Montès, 1955), un film cuyo compuesto salino (elegancia, clasicismo, experimentación y modernidad) lo mantiene vigente tanto en su aspecto formal como en la interioridad expresada por Max Ophüls, el ilustre creador que alcanzó su plenitud artística a su regreso a Europa, donde, tras su paso por Hollywood, desplegó su magisterio en La ronda (La ronde, 1950), El placer (Le plaisir, 1952), Madame D... (1953) y Lola Montes. Las cuatro son obras maestras, pero esta última quizá sea la cima del estilo ophulsiano y, a buen seguro, fue un paso evolutivo del cine como medio de expresión artística. En ella se combinan realidad e irrealidad, lo visible y lo invisible, y diferentes niveles narrativos que se descubren en su montaje original, el mismo montaje adulterado por los productores y el mismo que no sería restaurado hasta varias décadas después de la muerte del realizador alemán. Desde la pista del circo donde el personaje de Peter Ustinov se convierte en maestro de ceremonias, Ophüls introduce a Lola (Martine Carol) para que el público invisible y ávido de sensacionalismo escuche su historia a partir de las respuestas a preguntas relacionadas con la escandalosa existencia de quien desnuda su alma durante los saltos temporales y el presente onírico-circense en el cual se muestra cansada y enferma. Su existencia ha estado marcada por sus relaciones con los hombres, por el desamor y los desengaños, también por la alegría, el amor y la libertad mostradas en las imágenes del pasado rememorado que traslada la acción a los distintos espacios de lujo, glamour y falsedad, que brillan en su esplendor para incidir en lo efímero, en la brevedad vital que Ophüls expone en un circo de varias pistas emocionales: la arena, entre bastidores, la interioridad de su protagonista y los distintos momentos del pasado que nos acercan a las sensaciones de la heroína, supuesta mujer fatal, a quien conocemos en instantes recordados y recreados (en el presente circense) por ella misma en esta obra de un maestro cinematográfico que fractura el tiempo, introduce fantasía y dibuja el retrato emocional de una mujer atemporal y revolucionaria que se desmarca de su época, se libera y alcanza la plenitud de hacer cuanto le apetece, aunque su precio a pagar sea el convertirse en el fenómeno de feria a quien el público cuestiona para saciar su morbosidad.

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