domingo, 8 de abril de 2018

Hasta el último aliento (1966)


Tres nombres propios del polar se citaron en Hasta el último aliento (Le deuxième souffle, 1966), aunque, si contamos la presencia de Michel Constantin, la lista se amplia a cuatro. Ligado al género desde la magistral La evasión (Le trou; Jacques Becker, 1960), Costantin secundó al icónico Lino Ventura en este excelente policíaco que Jean-Pierre Melville realizó a partir de la novela homónima de José Giovanni, quien también colaboró en los diálogos del film. Los tres son historia del polar francés, aunque solo Ventura es reconocible por los múltiples personajes a los que dio vida en la pantalla. Sin embargo tanto Giovanni como Melville asoman en las imágenes, en los personajes y en los espacios donde se desarrolla este noir crepuscular. Las suyas no son presencias físicas, son aquellas que nos descubren los ambientes delictivos imaginados por ambos, dos universos que, aunque difieren (el de Giovanni más realista, basado en experiencias propias, y el de Melville influenciado por el cine negro hollywoodiense), se dan la mano en Hasta el último aliento para adentrarse en la criminalidad frecuentada por la imposibilidad que persigue a Gu (Lino Ventura). Condenado por su pasado, su presente y el destino que espera le lleve a Italia, Gu guarda estrecha relación con el personaje que Ventura interpretó en la también sobresaliente A todo riesgo (Classe tous risques; Claude Sautet, 1959), no solo por la contención y sobriedad de la caracterización, ni por el origen común, nacidos de la mente de Giovanni, sino por las situaciones que comparten, por su código de conducta, en el que prima la amistad y la lealtad, y por la fatalidad de un entorno donde ya no tienen cabida. Son dos condenados y Melville remarca esto en su personaje, a quien da a conocer evadiéndose del correccional donde ha pasado los últimos diez años. En ese instante, su prisión ya no son los barrotes que lo han retenido, es la propia existencia que le impide dejar de ser quien es y que ha provocado el cansancio vital de un hombre que no tiene intención de regresar a la cárcel, aunque consciente de vivir en la simbólica que implica su libertad recién adquirida (oculto, a la espera de alcanzar lo imposible, o de nuevo delinquiendo para conseguir el dinero que precisa para cruzar la frontera). No es el único que denota cansancio, como se observa cuando Melville lo abandona y se acerca a dos locales nocturnos donde nos presenta a los hombres y a la mujer, Manouche (Christine Fabrégas), que forman parte de la cotidianidad delictiva a la que Gustave regresará para participar en un último asalto. En estos tres momentos, el responsable de El círculo rojo (Le cercle rouge, 1970) nos ha mostrado y definido, sin apenas hacerlo, las relaciones entre los diferentes personajes, al tiempo que introduce al comisario Blot (Paul Meurissi), el policía que, al igual que los delincuentes, encaja a la perfección en el imaginario melvilliano. Ninguno expresa sus emociones, tampoco sus preocupaciones, estas se encuentran ahí, latentes, sin necesidad de verse corroboradas por palabras que impedirían su flujo natural durante la cotidianidad que inevitablemente conduce hacia la derrota que Gu pretende honrosa, cuando, acusado de delación, escapa del hospital donde convalece por su intento de suicidio y busca limpiar su nombre.

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