martes, 27 de marzo de 2018

El que debe morir (1956)



Cuando se proyectó en el festival de Cannes, El que debe morir (Celui qui doit mourir, 1956) fue recibida con disparidad de opiniones, pocas positivas (entre ellas la de Jean Cocteau) y muchas negativas, quizá por el carácter combativo de una película que no cayó bien entre la crítica conservadora, un film que no escondía ni su denuncia a la hipocresía institucionalizada ni el infantil maniqueísmo de buenos y malos con el que Jules Dassin abordó la manipulación y la insolidaridad que detonan la rebelión de los oprimidos guiados por el pope Fotis (Jean Servais) hasta la localidad de Lycourissi donde se desarrolla la mayor parte de la acción. Pero nos encontramos ante un largometraje mucho mejor de lo que se dijo entonces, una película valiente, que toma posición, con la que el cineasta sorprendía a propios y a extraños lanzando un grito contra injusticias como las expuestas a lo largo de los minutos. Puede que la perspectiva partidista y la desbordante necesidad de Dassin por mostrar su disconformidad con la violencia, que se desata para perpetuar el control y el orden establecido y que se siente amenazado, jugasen en contra del resultado final, pero gracias a la honestidad del cineasta contemplamos imágenes vivas, al tiempo simbólicas y cargadas de realismo, nacidas de la libertad con la que el responsable de Noche en la ciudad (Night and the City, 1950) encaraba la filmación de El que debe morir. De tal manera, el film parte del entusiasmo de quien sabe que puede expresar con libertad sus ideas (con las que se puede o no estar de acuerdo), su creatividad, su crítica y la emoción de aquel que siente que por fin puede plasmar cuanto le ronda por la mente. Por ello, a pesar de su aparente tono anticlerical, el tono de El que debe morir no lo es, pues es humanista, de fuerte carga crítica, que provoca la incomodidad entre el público al que obliga a plantearse aspectos sociales e individuales que surgen de las imágenes que plasman la insolidaridad extrema y la manipulación religiosa del pope Grigoris (Fernand Ledoux), con la cual el religioso pretende mantener intacto un orden que poco o nada tiene que ver con el mensaje de la Pasión que los vecinos pretenden representar en el pueblo donde se erige dictador.


Basada en la novela de
Nikos Kazantzakis Cristo de nuevo crucificado, la película se ambienta en 1921, en suelo griego ocupado por los turcos, aunque la presencia otomana resulta secundaria, a pesar de ser vital al inicio (incendian la aldea donde los supervivientes inician su éxodo) o se individualice en Lycourissi en la figura del Agha (Grégoire Aslan), una especie de Poncio Pilatos que concede el permiso para representar la Pasión de Cristo que la comunidad griega celebra cada siete años. El consejo de ancianos, formado por los cuatro hombres más influyentes (el maestro, el usurero, el más rico y el pope), escoge entre la población a quienes harán de apóstoles, de María Magdalena y del mesías que se sacrifica. Pero ninguno de los elegidos, tampoco quienes los escogen, son conscientes de la importancia de ese instante de elección, ni que los actores responderán de manera similar a quienes representan. ¿Qué es un apóstol, si no aquel que acude cuando lo necesitan? Se preguntan y se convencen mientras preparan sus personajes. Dicha necesidad la observan en el pueblo errante que acude a la villa en busca de ayuda. Pero allí se la niega por temor a los cambios que pueden implicar su presencia, de modo que se les expulsa apoyados en la falsa enfermedad que les atribuye Grigoris. Los hechos que se suceden provocan que el pope continúe adelante con su mentira, excomulgue a quien se oponga a sus designios, lleve a los suyos a las armas o exija al Agha la cabeza de Manolios (Pierre Veneck), quien en su representación de Cristo no acepta el trato de favor del turco y se sacrifica por los oprimidos con quienes Dassin indudablemente simpatiza.

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