viernes, 30 de marzo de 2018

Traición (1948)


Colaborador en sus inicios del prestigioso director escénico Max Reinhardt, habitual de Murnau, tanto en Alemania como en su periplo estadounidense, y codirector al lado de Robert Siodmak de Gente en domingo (Menshen am sonntag, 1929), Edgar G. Ulmer fue otro de los ilustres cineastas centroeuropeos que trabajaron en Hollywood. Pero, al contrario que Lang, con quien también trabajó, Murnau, Dieterle o Sirk, Ulmar realizó su carrera dentro de los ajustados presupuestos de la serie B. Esta limitación material no le impidió realizar una obra maestra del cine negro como Detour (1945), su película por excelencia, filmada con pocos medios, en pocos días y con un reparto prácticamente desconocido, y otros títulos destacados como Satanás (The Black Cat, 1933), su única película para un gran estudio, o Barba Azul (Bluebeard, 1944). Su filmografía también incluye Traición (Ruthless, 1948), en la cual se aprecia cierta influencia de Ciudadano Kane (Citizen Kane; Orson Welles, 1941), quizá no en su forma, pues rehuye de encuadres y planos como los que delatan la ruptura y el narcisismo artístico de 
Welles, aunque sí en su personaje principal y en su arranque, fuera y dentro de la mansión del magnate que se convierte en el centro de la historia. Vic Lamblin (Louis Hayward) viaja con Mallory Flaggs (Diana Lynn) hasta la lujosa vivienda de Horace Woodruff Vendig (Zachary Scott), a quien poco después encuentra dirigiéndose a los presentes de la fiesta. En ese instante se observa a un multimillonario que dona su mansión y veinticinco millones de dólares. ¿Filántropo? ¿Un hombre que quiere comprar su tranquilidad? ¿O simplemente se trata de un gesto con el cual engañar a los presentes a quienes ya ha engañado con anterioridad?


Distinto a como lo hizo 
Welles con Charles Foster Kane, Ulmer responde en todo momento a los interrogantes que surgen sobre la figura de Horace W. Vendig, un magnate hecho a sí mismo a cambio del precio a pagar para alcanzar la cima. Por el camino ha perdido su humanidad, y dicha pérdida la descubrimos a lo largo de los recuerdos que se originan cuando observa a Mallory, el vivo retrato de Martha, a quien abandonó en el pasado ya lejano y a quien todavía no ha podido olvidar. La historia retrocede a un momento puntual de la infancia para descubrirnos las relaciones infantiles y aquellos aspectos en la vida de Horace que lo impulsan a abandonar la casa materna y a convertirse en alguien que ambiciona el dinero incluso por encima de sí mismo. Él lo sabe, comprende que para alcanzar su meta debe sacrificarse y sacrificar a cuantos se cruzan en su camino, personas como Martha o Susan Duane (Martha Vickers) con quienes se compromete pero a quienes abandona cuando surge una oportunidad mejor. Algo le impulsa a adquirir cuanto poseen quienes le rodean, para él rivales. Los años pasan en la primera analepsis durante la cual observamos al trío protagonista en varios momentos de su juventud, cuando Martha confiesa su amor a Horace y este el suyo, a pesar de que en ese instante solo lo hace porque así consigue a la mujer que Vic pretende. La historia vuelve al presente de la mansión donde descubrimos a dos de las víctimas de Horace: Buck (Sydney Greenstreet) y Crista Mansfield (Lucille Bremer), para de nuevo mostrarnos el pasado y la relación que mantuvo con ambas. La historia narrada por Ulmer se desarrolla en la oscuridad que domina la interioridad de su protagonista, un hombre enfermo de ambición y de la inferioridad que siempre lo empuja a imponerse, a conseguir cuando desea, aunque con ello vaya perdiendo su humanidad, la amistad o el amor de aquellas mujeres a quienes no corresponde, aunque sí utiliza para su escalada económica y social.

martes, 27 de marzo de 2018

El que debe morir (1956)



Cuando se proyectó en el festival de Cannes, El que debe morir (Celui qui doit mourir, 1956) fue recibida con disparidad de opiniones, pocas positivas (entre ellas la de Jean Cocteau) y muchas negativas, quizá por el carácter combativo de una película que no cayó bien entre la crítica conservadora, un film que no escondía ni su denuncia a la hipocresía institucionalizada ni el infantil maniqueísmo de buenos y malos con el que Jules Dassin abordó la manipulación y la insolidaridad que detonan la rebelión de los oprimidos guiados por el pope Fotis (Jean Servais) hasta la localidad de Lycourissi donde se desarrolla la mayor parte de la acción. Pero nos encontramos ante un largometraje mucho mejor de lo que se dijo entonces, una película valiente, que toma posición, con la que el cineasta sorprendía a propios y a extraños lanzando un grito contra injusticias como las expuestas a lo largo de los minutos. Puede que la perspectiva partidista y la desbordante necesidad de Dassin por mostrar su disconformidad con la violencia, que se desata para perpetuar el control y el orden establecido y que se siente amenazado, jugasen en contra del resultado final, pero gracias a la honestidad del cineasta contemplamos imágenes vivas, al tiempo simbólicas y cargadas de realismo, nacidas de la libertad con la que el responsable de Noche en la ciudad (Night and the City, 1950) encaraba la filmación de El que debe morir. De tal manera, el film parte del entusiasmo de quien sabe que puede expresar con libertad sus ideas (con las que se puede o no estar de acuerdo), su creatividad, su crítica y la emoción de aquel que siente que por fin puede plasmar cuanto le ronda por la mente. Por ello, a pesar de su aparente tono anticlerical, el tono de El que debe morir no lo es, pues es humanista, de fuerte carga crítica, que provoca la incomodidad entre el público al que obliga a plantearse aspectos sociales e individuales que surgen de las imágenes que plasman la insolidaridad extrema y la manipulación religiosa del pope Grigoris (Fernand Ledoux), con la cual el religioso pretende mantener intacto un orden que poco o nada tiene que ver con el mensaje de la Pasión que los vecinos pretenden representar en el pueblo donde se erige dictador.


Basada en la novela de
Nikos Kazantzakis Cristo de nuevo crucificado, la película se ambienta en 1921, en suelo griego ocupado por los turcos, aunque la presencia otomana resulta secundaria, a pesar de ser vital al inicio (incendian la aldea donde los supervivientes inician su éxodo) o se individualice en Lycourissi en la figura del Agha (Grégoire Aslan), una especie de Poncio Pilatos que concede el permiso para representar la Pasión de Cristo que la comunidad griega celebra cada siete años. El consejo de ancianos, formado por los cuatro hombres más influyentes (el maestro, el usurero, el más rico y el pope), escoge entre la población a quienes harán de apóstoles, de María Magdalena y del mesías que se sacrifica. Pero ninguno de los elegidos, tampoco quienes los escogen, son conscientes de la importancia de ese instante de elección, ni que los actores responderán de manera similar a quienes representan. ¿Qué es un apóstol, si no aquel que acude cuando lo necesitan? Se preguntan y se convencen mientras preparan sus personajes. Dicha necesidad la observan en el pueblo errante que acude a la villa en busca de ayuda. Pero allí se la niega por temor a los cambios que pueden implicar su presencia, de modo que se les expulsa apoyados en la falsa enfermedad que les atribuye Grigoris. Los hechos que se suceden provocan que el pope continúe adelante con su mentira, excomulgue a quien se oponga a sus designios, lleve a los suyos a las armas o exija al Agha la cabeza de Manolios (Pierre Veneck), quien en su representación de Cristo no acepta el trato de favor del turco y se sacrifica por los oprimidos con quienes Dassin indudablemente simpatiza.

lunes, 26 de marzo de 2018

Paterson (2016)


¿Por qué estimo el cine de Jim Jarmusch? Porque Jarmusch va por libre, sin dejarse llevar por las modas o por los cantos de sirena de un tipo de cine comercial que le proporcionaría mayores presupuestos pero menor libertad a la hora de realizar sus proyectos. Él es fiel a su modo de crear, a su visión del mundo y a su personal exposición de aquello que le interesa. Aunque sus constantes temáticas, sus ideas y sus reflexiones parezcan repetirse, nunca ofrece lo mismo, porque su creatividad nace de fragmentos de vida que transforma en películas atípicas y a la vez sencillas como Paterson (2016). Cada vida de sus personajes resulta sincera, real, quizá porque su cine es la suma de la cotidianidad, de las relaciones y de su ausencia, de la coherencia con la que narra momentos sin emplear recursos que robarían la honestidad de su poética de lo sencillo y complejo, sencillo y complejo porque esta dualidad enfrentada forma parte de la vida que Jarmusch capta en Paterson desde los fragmentos de la rutina de su protagonista (Adam Driver), un conductor de autobuses y un poeta sin mayores pretensiones que plasmar sus palabras en la libreta que siempre lleva consigo.


Este espléndido poema de lo cotidiano transcurre a lo largo de una semana en la vida de Paterson, a quien observamos cada amanecer en el lecho, al lado de Laura (
Golshifteh Farahani), en sus instantes en casa, en el trabajo o en el bar de Doc (Barry Shabaka Henley) adonde acude al anochecer mientras pasea a su perro. Cada jornada repite el mismo ritual, pero cada día también resulta distinto en sus poemas, escritos en su libreta secreta, en sus encuentros casuales, en sus conversaciones y en su vivencia de pareja y, sin pretenderlo, en aquellas que escucha a sus pasajeros o a los clientes de Doc. Paterson es la ciudad donde vive, Paterson es él, y ambos forman parte de la cotidianidad que la cámara de Jarmusch capta sin invadirla, sin alterarla, respetando que sea el propio personaje quien nos familiarice con su mundo (sus aficiones, su gusto por el poeta William Carlos Williams, el amor que le une a Laura, su rutina) a medida que transcurren esos siete días que podrían ser los de cualquiera, porque cualquiera podríamos ser y vivir en un Paterson, un día, otro y otro más, escribiendo en páginas ya escritas o en aquellas blancas que, como dice el poeta japonés (Masatoshi Nagase) con quien el protagonista conversa hacia el final del largometraje, a veces presentan más posibilidades. Innegablemente Paterson es un film de su autor, pero también es una película de Adam Driver, que crea un personaje al que le concede la honestidad, el laconismo y la sensibilidad que brilla en la monotonía que vive, de la cual nunca se queja y de la que no pretende huir.

domingo, 25 de marzo de 2018

Macho y hembra (1919)



Viendo Encuentros en la tercera fase (Clouse Encounters of the Third Kind; Steven Spielbeg, 1977) podría suceder que alguien preguntase por el cine de 
Cecil B. DeMille y otro alguien respondiera: “¿Cecil B. DeMille? ¿Quien es ese?” U otro alguien distinto, y con un mínimo de cultura cinematográfica, quizá dijese: “¿el de la peli que emiten por la tele? ¿El director de Los diez mandamientos (The Ten Commandments, 1923) a quien Spielberg homenajea en esa escena?” Más conocido por superproducciones bíblicas, sus épicas y sus westerns, hacia finales de la década de 1910 y primeros años de la siguiente, este pionero cinematográfico introdujo en sus películas la lucha de sexos, un toque de infidelidad y una subida de tono en las relaciones entre el hombre y la mujer que pueden extrañar a quienes conozcan su cine sonoro y desconozcan sus comedias silentes. En estas últimas no encontramos al director conservador que elevaba su voz en sus películas habladas para ofrecer su punto de vista que, aunque no comparta, tampoco censuro, pues eran sus películas y con ellas se expresaba. El DeMille director de comedias se mostró más abierto que el de las epopeyas, permitiendo que las relaciones hombre-mujer marcasen el ritmo de conflictos que en seis títulos contaron con el protagonismo de Gloria Swanson. Sí, sería la respuesta de aquel a quien preguntasen si Swanson era la misma actriz que décadas después visita a DeMille en la magistral y negrísima El crepúsculo de los dioses (Sunset BoulevardBilly Wilder, 1950). En esta incontestable obra maestra de Wilder, Norma Desmond desciende su locura por las escaleras de la mansión donde la descubrimos víctima del olvido, un olvido también sufrido por la actriz real y por otras estrellas del periodo mudo.


Por aquel entonces silente, Swanson era una estrella del celuloide y como tal protagonizó las películas de 
DeMille. En una de ellas, Macho y hembra (Male and Female, 1919), también conocida como El admirable Crichton debido a la novela de J. M. Barrie que la inspiró, la actriz dio vida a Lady Mary Lansenby, una aristócrata que rechaza las relaciones entre los de su clase y la trabajadora. La primera parte del film se desarrolla en la mansión Loam donde, durante el prólogo y a modo de presentación, un joven sirviente (Wesley Barry) observa por las cerraduras a los distintos miembros de la familia, antes de ser reprendido por Crichton (Thomas Meigham), el fiel mayordomo que asume su condición de siervo asalariado, aunque consciente de que si la naturaleza dominase de nuevo, entonces solo se juzgaría la valía del individuo, ni su cuna ni su fortuna. Como consecuencia, a la lucha de sexos, el responsable de Unión Pacífico (Union Pacific, 1939) añade la de clases, la cual presenta su momento álgido durante los primeros instantes de la estancia de los protagonistas en la isla que alcanzan tras naufragar el yate en el que viajan. En ese entorno natural, ajeno a las comodidades y al protocolo observado con anterioridad, el mayordomo es el único capacitado para sobrevivir, lo cual, a pesar de las reticencias de los aristócratas, lo convierte en el rey del lugar. Bajo el mando de este nuevo rey babilónico (el director inserta varias secuencias de la Antigüedad para comparar al mayordomo con el monarca) sus compañeras y compañeros de aislamiento se transforman en robinsones que intentan adaptar el medio a sus necesidades básicas. En la isla surge la atracción entre los dos polos opuestos, y, en medio, formando el triángulo amoroso típico de DeMille, se encuentra Tweeny (Lila Lee), la sirvienta de Mary y enamorada de Crichton. En ese espacio, Tweeny se rebela para igualarse al resto, sin embargo, el mayordomo solo tiene ojos para la aristócrata que se convierte en la esclava cristiana aludida en el poema que ambos leyeron con anterioridad. El amor surge, aunque el cineasta asume un final diferente al que posteriormente dominarían las comedias románticas de las que Macho y hembra podría considerarse una ilustre y primitiva predecesora.

sábado, 24 de marzo de 2018

La tumba de las luciérnagas (1988)



Calificar una película de “poética” puede sonar a tópico, de no referir el porqué de dicho atributo o en qué consiste la poesía referida, sin embargo este no es el caso de La tumba de las luciérnagas (Hotaru no Haka, 1988), pues los trazos, la luminosidad, los dibujos, la historia y los personajes dan forma a un poema al tiempo conmovedor y desgarrador, emotivo, humano, sensible y vital en su huida de la destrucción y de la muerte. Sus versos son imágenes de la inocencia amenazada y del amor de dos hermanos que caminan huyendo del horror. Es su lucha por la vida, en la cercanía de la muerte. De tal manera, la magistral película de Isao Takahata se convierte en elegía y a la vez en oda luminosa que ensalza la vida que late en los protagonistas: Seito y Setsuko, el niño y la niña que representan a tantas víctimas bélicas. Entre el caos, la destrucción y la pérdida, ambos brillan con la brevedad e intensidad de las luciérnagas y, como ellas, rezuman vitalidad y deseos de vivir, aunque su único momento de paz lo encuentran en el más allá desde donde Seita recuerda la experiencia vital de la que somos testigos. <<El día 21 de septiembre de 1945, yo morí>> son las primeras e impactantes palabras que escuchamos del hermano mayor del primer film que Takahata realizó para la productora de animación Studio Ghibli —que fundó en 1985 junto a su amigo Hayao Miyazaki. Dichas palabras, acompañadas de la imagen en primer plano del muchacho, no lanzan acusaciones sino que tienen la finalidad de rememorar el momento de su fallecimiento y de los hechos que llevaron hasta el instante presente, durante el cual su espíritu se reencuentra con el de su hermana pequeña, quizá para disfrutar de la infancia que la guerra y la destructividad humana les robó.


Los protagonistas de esta maravilla animada, trágica y antibelicista son esos dos niños víctimas de los bombardeos que continuamente asolan el país, destruyendo sin distinción entre militares y civiles. Los aviones que sobrevuelan el cielo de Japón tampoco distinguen entre puntos estratégicos y viviendas como la de los hermanos, incinerada y convertida en cenizas al igual que lo serán los restos de la madre muerta que Seita pretende ocultar a su hermanita. El mayor intenta protegerla manteniendo viva la inocencia de quien no tarda en sufrir la desnutrición que surge de la carestía y de la insolidaridad de aquellos a quienes piden ayuda en tiempo de guerra, un tiempo en que nadie parece predispuesto a la generosidad que impediría que la vida de ambos se convierta en la supervivencia (obligados a mendigar y a robar), en la soledad que, tras su difícil estancia con su tía, los traslada a un espacio donde inicialmente la guerra y el resto del mundo no tienen cabida. Los días felices (cuanto pueden serlo sin padre ni madre y viviendo en la precariedad y en el miedo) pasan y la situación empieza a hacer mella en sus cuerpos, en sus provisiones y en la caja de caramelos que Seita lleva consigo, primero para apaciguar el hambre y el temor de Setsuko y, cuando esta muere, para guardar sus huesos incinerados y sentir su presencia, la misma presencia que cobra cuerpo en el más allá para descansar en el regazo de su hermanito.



viernes, 23 de marzo de 2018

Claudia Cardinale. Una actriz sin fronteras


Con o sin maleta, Claudia Cardinale llamó mi atención cuando apenas era un crío que empezaba a sentir atracción por el cine. Su cabello castaño y su tez morena, su entereza, su mirada y sus silencios, amenizados por la magistral partitura de Morricone, en el oeste de Leone se grabaron en mi memoria. También su presencia en la viscontiana El gatopardo o en la cómica La pantera rosa, al lado del caótico inspector interpretado por Peter Sellers. En cada uno de los títulos en los que ella participaba (y yo veía) encontraba el atractivo añadido de su presencia. Con los años he vuelto a ver algunos, también nuevas actuaciones en las que su magnetismo todavía perdura sin que el paso del tiempo haya hecho mella en él. Obviamente no fui el primero, ni el último, ni el único en sucumbir ante la innegable presencia de esta actriz nacida en Túnez en 1938, una actriz que de niña apenas hablaba (ahora habla cinco idiomas), pues prefería pelearse, soñar con ser maestra o gozar de la naturaleza que su hogar en el norte de África le proporcionaba. Por aquel entonces quería ser profesora, pero, por casualidades de la vida, ganó en 1957 el concurso de la italiana más guapa de Túnez. Aún así, la entonces todavía conocida como Claude, rechazaba los cantos de sirena y, tras su fugaz paso por Venecia, regresó a su tierra natal donde el cine volvió a llamar a su puerta, quizá porque su imagen había llamado la atención de diferentes cineastas. Fue entonces cuando, prácticamente obligada, participó en la coproducción franco-tunecina Gotha, protagonizada por Omar Sharif, en aquel momento desconocido a nivel internacional. Pero el título clave en el despuntar de la actriz fue Rufufú, la primera obra maestra en la que colaboró y el punto de arranque para una carrera cinematográfica que poco después añadiría a su currículum Un maldito embrollo, El bello AntonioRocco y sus hermanos. También fue durante Rufufú cuando se produjo su encuentro con Franco Cristaldi, quien resultó fundamental en sus primeros pasos profesionales. Bajo la producción de Cristaldi participó en una decena de títulos, entre los cuales se encuentran la ya citada, La chica de Bube o Sandra, de nuevo a las órdenes de Visconti. Cardinale, en quien se juntan cuatro culturas (la francesa, la italiana, la tunecina y la siciliana), se trasladó a Roma para cursar estudios de arte dramático, también para aprender italiano, pero ya desde sus inicios fue una actriz sin fronteras que no tardó en darse a conocer al mundo con una filmografía plagada de grandes títulos -La chica de la maleta, La viaccia, Ocho y medio, la primera película en la que su voz no fue doblada, El gatopardoLos profesionalesEl día de la lechuza, Hasta que llegó su horaFitzcarraldo o las arriba nombradas- y de otros menos atractivos, aunque también han servido para engrandecer su mito, como sería el caso de Las petroleras, en la que compartió protagonismo con su amiga Brigit Bardot. La actriz continúa trabajando y nunca ha mostrado intención de abandonar su oficio de actriz, el cual compagina con su cometido de embajadora de la Unesco y con su vida privada. De hecho, durante los últimos años ha intercalado papeles protagonistas con otros secundarios, también ha aparecido en series y miniseries de televisión hasta completar sus más de cien caracterizaciones, mejores o peores, que nos han permitido disfrutar del trabajo de una actriz que es historia viva del cine, sea italiano o internacional, una actriz que nos ha regalado grandes personajes en títulos inolvidables e indispensables para cualquier aficionado al séptimo arte.


Filmografía

Anneaux d'or (René Vaulier, 1957) 
(cortometraje)

El día del amor (Gotha; Jacques Baratier, 1957)

Rufufú (Il soliti ignoti; Mario Monicelli, 1958)

3 straniere a Roma (Claudio Gora, 1958)

La prima notte (Alberto Cavalcanti, 1959)

El magistrado (Il magistrato; Luigi Zampa, 1959)

Un maldito embrollo (Un maledetto imbroglio; Pietro Germi, 1958)

Las pícaras doncellas (Upstairs and Downstairs; Ralph Thomas, 1959)

Rufufú da el golpe (Audace colpo dei soliti ignoti; Nani Loy, 1959)

Viento del sur (Vento del Sud; Enzo Provenzale, 1959)

El bello Antonio (Il bell'Antonio; Mauro Bolognini, 1960)

Austerlitz (Abel Gance, 1960)

Juventud corrompida (I delfini; Francesco Maselli, 1960)

Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli; Luchino Visconti, 1960)

La chica con la maleta (La ragazza con la valiglia; Valerio Zurlini, 1961)

La Viaccia (Mauro Bolognini, 1961)

Senilidad (Senilitá; Mauro Bolognini, 1962)

Cartouche (Philippe de Broca, 1962)

Ocho y medio (Otto e mezzo; Federico Fellini, 1963)

El gatopardo (Il gattopardo; Luchino Visconti, 1963)

La chica de Bube (La ragazza di Bube; Luigi Comencini, 1964)

El fabuloso mundo del circo (Circus World; Henry Hathaway, 1964)

La pantera rosa (The Pink Panther; Blake Edwards, 1964)

Celos a la italiana (Il magnifico cornuto, Antonio Pietrangeli, 1964)


Sandra (Vaghe stelle dell'Orsa; Luchino Visconti, 1965)

Los profesionales (The Professionals; Richard Brooks, 1966)

Mando perdido (Lost Command; Mark Robson, 1966)

Misión secreta (Blindfold; Philip Dunne, 1966)

No hagan olas (Don't Make Waves; Alexander Mackendrick, 1967)

Una rosa para todos (Una rosa per tuti; Franco Rosi, 1967)

El día de la lechuza (Il giorno della civetta; Damiano Damiani, 1967)

Los héroes están muertos (The Hell with Heroes; Joseph Sargent, 1968)

El poder no perdona (Nell'anno del signore; Luigi Magni, 1969)

Certo, certissimo, anzi... probabile (Marcello Fondato, 1969)

La tienda roja (Krasnaya palatka; Mikhail Kalatozov, 1969)

Las aventuras de Gerard (The Adventures of Gerard; Jerzy Skolimovski, 1970)

Popsy Pop contra Papillón (Popsy Pop; Jean Herman, 1971)

Las petroleras (Les pétroleuses; Christian-Jacque, 1971)

Bello, honesto, emigrado a Australia quiere casarse con chica intocada (Luigi Zampa, 1971)

La audiencia (L'udienza; Marco Ferreri, 1971)

El clan de los marselleses (Le scoumoune; José Giovanni, 1972)

Días de furia (Fury; Antonio Calenda, 1974)

Hermanos de sangre (I guappi; Pasquale Squitieri, 1974)

Confidencias (Gruppo di famiglia in un interno; Luchino Visconti, 1974) (sin acreditar)

La ronda del placer (A mezzanotte va la ronde del piacere; Marcello Fondato, 1975)

¡Libertad, amor mío! (Libera, amore mio!; Mauro Bolognini, 1975)

Cita al final del camino (Qui comincia l'aventura; Carlo di Palma, 1975)

Il comune senso del pudore (Alberto Sordi, 1976)

Jesús de Nazareth (Gesú di Nazareth; Franco Zeffirelli, 1976)

La fuerza del silencio (Il prefetto di ferro; Pasquale Squitieri, 1977)

Poder y corrupción (La part du feu; Etienne Périer, 1978)

Agente doble (Godbye and Amen; Damiano Damiani, 1978)

Corleone (Pasquale Squitieri, 1978)

Evasión en Atenea (Escape to Atenea; George Pan Cosmatos, 1979)

La salamandra roja (The Salamander; Peter Zinner, 1981)

La piel (La pelle; Liliana Cavani, 1981)

Fitzcarraldo (Werner Herzog, 1982)

El regalo (Le cadeau; Michel Lang, 1982)

Le ruffian (José Giovani, 1983)

Enrique IV (Enrico IV; Marco Bellocchio, 1984)

La amante de Mussolini (Claretta; Pasquale Squitieri, 1984)

L'été prochain (Nadine Trintignant, 1985)

La donna delle mereviglie (Alberto Bevilacqua, 1985)

La storia (Luigi Comencini, 1986)

Un hombre enamorado (Un homme amoureux; Diane Kurys, 1987)

Historia de una revolución (Le révolution française; Roberto Enrico, Richard T. Heffron, 1989)

Atto di dolore (Pasquale Squitieri, 1990)

El hijo de la Pantera Rosa (Son of the Pink Panther; Blake Edwards, 1993)

Elles ne pensent qu'd sa... (Charlotte Dubreuil, 1994)

Sous les pieds des femmes (Rachida Krim, 1997)

Riches, belles, etc (Bunny Godillot, 1998)

Li chiamarono... briganti! (Pasquale Squitieri, 1999)

And Now... Ladies and Gentlemen... (Claude Leuloch, 2002)

Cherche fiancé tous frais payés (Aline Isserman, 2007)

Un balcon sur la mer (Nicole Garcia, 2010)

Gebo et l'ombre (Manoel de Oliveira, 2012)

El artista y la modelo (Fernando Trueba, 2012)

Twice Upon a Time in the West (Boris Despodov, 2015)

Todos los caminos conducen a Roma (All Roads Lead to Rome; Ella Lemhagen, 2015)

Nobili bugie (Antonio Pisu, 2017)

Una gita a Roma (Karin Proia, 2017)

Heimat. Una crónica de Alemania (1984)


Dos series cambiaron el panorama televisivo alemán durante los primeros años de la década de 1980. La primera, obra de Reiner Werner Fassbinder, adaptaba la novela Berlin Alexanderplazt escrita por Alfred Döblin en 1929 y la segunda partió del guion desarrollado por Edgar Reitz y Peter Steinbach en 1979, después de la participación de ambos en la película colectiva Alemania en otoño (Deutschland im Herbst, 1978). Las dos producciones televisivas vuelven su mirada hacia el pasado para mostrarnos momentos de la historia de Alemania del siglo XX, pero Heimat. Una crónica de Alemania (Heimat. Eine deutsche chronik, 1984) lo hace desde un enfoque cinematográfico y a lo largo de más de seis décadas de vivencias de la familia Simon en la región de Hünsruck en Renania. Como sucede en las ubicaciones de Siberiada (Siberjada; Andrei Konchalovski, 1978) y Novecento (Bernardo Bertolucci, 1976), el espacio se convierte junto a la familia protagonista en parte fundamental para exponer el paso del tiempo y las reflexiones sobre la Historia del siglo XX, de la cual los Simon son testigos y protagonistas anónimos. La saga familiar escogida por Reitz abarca tres generaciones que se suceden durante los once episodios que superan las dieciséis horas de duración (y que podrían funcionar de forma autónoma, sirvan de ejemplo El americano o El pequeño Hermann), aunque su forma y la intención del realizador son cinematográficas. Este acercamiento del cine a la pantalla televisiva fue la novedosa aportación formal del relato de los Simon, el cual se inicia en 1919, a la conclusión de la Gran Guerra. En ese instante se observa a un soldado alemán que camina por el campo. Se trata de Paul Simon, quien regresa al hogar, a su heimat, tras haber sobrevivido a los campos de batalla de la Gran Guerra. Pero su vuelta a casa no se produce por completo y se muestra ausente mientras el primer capítulo, La llamada de los lugares lejanos, avanza sin prisa por la década de 1920, ubicándose en la localidad ficticia de Schabbach, desde donde observamos la situación del país. La crisis económica, el sentimiento de humillación tras el tratado de Versalles o la inflacción son aspectos apuntados por Reitz, aunque ni entorpecen ni alteran la cotidianidad de la localidad rural donde Paul trabaja en la construcción de su radio, su hermano Eduard fotografía a sus paisanos y, en compañía de Gladisch, busca oro en el río donde su dolencia pulmonar se agudiza. Cuanto se observa en la pantalla rezuma familiaridad, poética y la tranquilidad que se rompe por un instante, cuando Pauline Simon visita la ciudad cercana y es testigo de la ruptura de los cristales de la vivienda donde vive un judío. La situación de los años veinte concluye para dar paso al siguiente decenio, una década durante la cual la situación económica parece mejorar para dar paso a la supuesta bonanza (tener coche y teléfono, adquirir alimentos o comprar oro), aunque esta sea a crédito y el bienestar no deje de ser ficticio. En esta época se observa la división del país: comunistas, judíos, ambos grupos perseguidos, simpatizantes nazis o gente corriente como Katherina Simon, la madre que rechaza el nuevo régimen que, desde las falsas promesas, los desfiles, la propaganda y la alienación, los llevará al peor momento de su historia. Reitz no se muestra amable con la historia de su país y muestra como las situaciones no se produjeron de la noche a la mañana, ni que estas fueron fruto de casualidades, sino de la seducción, de seguir la moda sin pensar en sus consecuencias ni en el precio a pagar, pues los personajes o se dejan llevar o buscan su beneficio. Heimat es el hogar, la patria, la familia, la identidad nacional representada en los habitantes del pueblo, pero también es la historia crítica y humana que encuentra en María a su personaje principal. Al igual que Gladisch, quien inicia los episodios recordando hechos y personajes mediante decenas de fotografías, ella aparece en cada uno de los capítulos que componen esta espléndida película y serie. Nacida en 1900 y fallecida en 1982, María es testigo del regreso al hogar de Paul en 1919, quien, tras casarse con ella y tener dos hijos, la abandona sin aviso y emigra a Estados Unidos, de la guerra, de la desorientación de la posguerra, del reflotar económico, de la modernidad tecnológica y de la desintegración familiar. Por su parte, Paul desparece hasta su visita en El americano y por lo tanto no será testigo del auge del nacionalsocialismo, ni del crecimiento de sus hijos ni de la soledad de María, tampoco del resurgir del amor cuando aquella conoce a Otto, el ingeniero que dirige las obras de la autopista que no solo une Schabbach con otras ciudades sino que permite el rápido traslado de las tropas que acabarán por invadir países vecinos. La mirada de Reitz no esconde su relación íntima con los personajes o con el paisaje, tampoco su sutil crítica, todo Heimat es una crítica en sí misma, ni cierta nostalgia ni la humana poética que fundía en un solo lenguaje el televisivo y el cinematográfico.

jueves, 22 de marzo de 2018

Relámpago (1928)


Las comedias protagonizadas por Harold Lloyd se caracterizan por el movimiento, el ritmo y la sucesión vertiginosa de gags que en Relámpago (Speedy, 1928) honran el título, pues la agilidad, la velocidad y el estilo del protagonista de El hombre mosca (Safetly Last, 1923) no decaen mientras esta cómica sinfonía de Nueva York dirigida por Ted Wilde avanza hacia su clímax final. Speedy, el personaje interpretado por Lloyd, pierde sus trabajos con la rapidez que indica su apodo y a la misma velocidad se olvida de ellos para continuar haciendo gala de su vitalidad, de su picaresca y de su ingenio. Su personalidad queda definida tanto en su empleo de camarero, del cual no tardan en despedirlo, como en la ajetreada jornada dominical en Connie Island, a donde acude acompañado de Jane Dillon (Ann Christie), con quien pretende casarse. Nueva York es un personaje más en la trama, de hecho, la aventura de Harold se convierte en una alocada visita por la ciudad de los rascacielos, alocada por las situaciones que vive el personaje, a la espera de resolver los problemas de Pop Dillon (Bert Woodruff) y de formar un hogar con Jane. Las diferencias que mantiene el abuelo de la chica con la compañía de transportes, que pretende comprar la línea de Pop, provoca que en Relámpago haya héroes y villanos, peleas y persecuciones que agudizan las prisas de una ciudad acelerada que en nada se parece al pequeño rincón de Manhattan donde el tiempo y sus moradores parecen relajarse. Allí vive Pop y allí cada día maneja su tranvía de tracción equina, el mismo vehículo que por las noches se transforma en local social para el vecindario, que le echará una mano cuando llegue el momento. Ese pequeño espacio neoyorquino contrasta tanto con la Nueva York moderna <<donde todo el mundo tiene tanta prisa que toma el baño del sábado el viernes y así poder hacer la limpieza del lunes el domingo>> como con el propio Speedy en su deambular urbano. Como neoyorquino medio, el personaje de Lloyd es urbano por los cuatro costados y por lo tanto acepta el desenfreno y lo maneja a la perfección en las diferentes localizaciones donde nunca se detiene (salvo en el interior del camión donde la pareja sueña con fundar su propio hogar o en la casa de Pop) y en las situaciones que se le presentan en su barrio, convertido en un campo de batalla (que enfrenta a los matones de la empresa con el vecindario), en el mismo vehículo que en manos de Pop apenas se mueve, en la cafetería donde se descubre su pasión por el baseball, en el taxi que traslada a Babe Ruth al estadio de los Yankees o en el parque de atracciones donde Jane y él, dos entre la multitud, se divierten en una jornada dominical bulliciosa.

lunes, 19 de marzo de 2018

Misión a Marte (2000)


Las películas de Brian De Palma explicitan influencias y admiración por Hitchcock, también se encuentran influjos de cineastas como AntonioniCoppola en Impacto (Blow Out, 1981), Eisenstein en la estación de Los intocables (The Untouchables, 1987), Dassin en Misión Imposible (Mission: Impossible, 1996) o Kubrick en la nave espacial de Misión a Marte (Mission to Mars, 2000). Dichas influencias, que aparecen con mayor o menor acierto a lo largo de su filmografía, asoman en la pantalla en secuencias que, aunque parecen extraídas de aquellas imágenes que las inspiran, forman parte de la propia narrativa cinematográfica de Brian De Palma. <<Stanley es un director que ha influido mucho en mí, sobre todo por la forma en la que utilizaba el silencio en 2001: Una odisea del espacio (2001, A Space Odyssey, 1968) [...] Pero yo me aburriría mucho haciendo una película de Stanley Kubrick. No me gustaría tener que trabajar con una austeridad semejante>>. Evidentemente el cine de De Palma poco tiene que ver con el Kubrick, y su Misión a Marte en poco se parece a 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey; 1968), aunque esta última cobra importancia en determinados momentos de este film que contó con un presupuesto holgado, un elenco competente y la intención de realizar una ciencia-ficción más interesante que la media dominante por entonces. A priori eran buenos argumentos para esperar un éxito de taquilla y la aceptación de la crítica, sin embargo fue un fiasco comercial, aunque no el cinematográfico que se llegó a decir. Es evidente que no se trata de una obra maestra, de estas hay muy pocas y algunas a las que se atribuye dicho honor no lo son. Tampoco se encuentra entre lo mejor del cineasta, ahí está Atrapado por su pasado (Carlito's Way, 1993) entre otras, pero al menos la ingenuidad de Misión a Marte no desprecia la inteligencia del espectador cuando saca a relucir la perspectiva positiva de la naturaleza humana, la cual se prioriza en el film desde su arranque, en la barbacoa donde descubrimos a los protagonistas y observamos sus relaciones y el vínculo que les une. En ese instante ya se intuye que la acción espectacular no tendrá cabida en el film de De Palma o que se mantendrá en un plano muy secundario, siempre supeditada a la intimidad de los astronautas que viajarán a Marte: primero un equipo de investigación y luego los encargados de la misión de rescate. Al intimismo y a la humanidad de las imágenes se les une el realismo de los aspectos técnicos, y esta combinación impide que, en su primera incursión genérica, el responsable de Carrie (1976) caiga en el ridículo que hubiese significado abusar de estereotipos tantas veces vistos en otras tantas películas de ciencia-ficción. La historia narrada por el realizador de Corazones de hierro (Casualties of War, 1989) se decanta por la naturaleza de los astronautas, sus rostros, sus relaciones y las situaciones que muestran sacrificio, amistad, amor, superación, muerte, dolor, soledad y dudas. Todo ello navega hacia el planeta donde se encuentra Luke Graham (Don Cheadle), a quien minutos antes veíamos conversando con su hijo sobre Ben Gunn, sin sospechar que él mismo sufriría un destino parejo al del personaje de Robert Louis Stevenson en su isla del tesoro. Su tiempo en solitario en suelo marciano no aparece en la pantalla, como tampoco se muestra su viaje espacial, omitido mediante la elipsis del dibujo del planeta rojo que de inmediato nos ubica sobre el terreno donde poco después se produce el extraño fenómeno que acaba con su equipo. Sin embargo sí vemos la travesía del equipo de rescate, formado por sus amigos, que se aventuran porque el nexo que les une va más allá de compartir un trabajo, pues comparten cercanía e intimidad, aunque Jim (Gary Sinise) intente ocultar el dolor que habita en la suya. El astronauta recuerda, sufre y siente la desorientación por el ser amado fallecido, pero estas sensaciones ha de guardarlas ante la necesidad de rescatar a Luke. De tal manera, el viaje a Marte se convierte en el viaje de Jim hacia sí mismo y quizá hacia las respuestas que calmen el dolor que lo acompaña desde la muerte de su esposa (Kim Delany).

Entrecomillado extraído de Brian de Palma por Brian de Palma. Alba Editorial, Barcelona, 2003 

domingo, 18 de marzo de 2018

Encuentros en la tercera fase (1977)


El primer contacto de Steven Spielberg con la ciencia-ficción cinematográfica se produjo en el film aficionado Firelight (1964) y no sería hasta el mismo año en el que su colega George Lucas arrasaba en la taquilla con La guerra de las galaxias (Star Wars Episode IV: A New Hope, 1977) cuando se estrenó en el género de manera profesional. A partir de entonces la ciencia-ficción ha reaparecido con mayor o menor fortuna en su filmografía, pero, salvo por su éxito comercial, su apuesta por el escapismo, su ingenuidad y su estatus actual de clásico genérico, poco tiene que ver Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977) con el episodio cuarto de Star Wars. En la nueva esperanza galáctica Lucas se decantó por la aventura y la fantasía mientras que Spielberg, más capacitado para la dirección que aquel, ofreció en su avistamiento alienígena misticismo y mayores dosis de realismo. Ambas películas son referentes en la ciencia-ficción cinematográfica del último cuarto del siglo XX, pero siempre he preferido la negrura de Alien, el octavo pasajero (Alien; 1979), el humanismo replicante de Blade Runner (1982), las dos grandes contribuciones al género del británico Ridley Scott. Si me apuro y regreso a la infancia, recuerdo que disfruté la ingenuidad juvenil de Lucas y que me aburrir ante la necesidad existencial-religiosa de Roy Neary (Richard Dreyfuss), quizá porque esta última fantasía no me proporcionaba la evasión y la diversión que prometía su odisea espiritual, y que sí pude encontrar en la primera entrega de una saga galáctica que se convirtió en gallina de los huevos de oro y en cansina pesadilla comercial.


Desde entonces, he vuelto a ver Encuentros en la tercera fase en dos ocasiones más; y no voy a negar que en ambas me produjo la misma sensación de aburriendo. Ninguno de los personajes de este encuentro cinematográfico fluye natural, menos aún Roy, forzado en su condición de hombre corriente que siente la llamada de lo desconocido, puede que de lo divino, o simplemente se trata de alguien que se ahoga en la insatisfacción de su rutina. Quizá se escude y se excuse en el avistamiento para alejarse de su monotonía o quizá abandone a Ronnie (
Teri Garr) y a sus dos hijos porque necesita encontrar respuestas que le conduzcan a la verdad que se esconde tras esas luces alienígenas que lo iluminan y que por algún motivo se convierten en su obsesión. A grandes rasgos esta disyuntiva puede interpretarse a partir de lo expuesto en Encuentros en la tercera fase, aunque Spielberg se centra en el segundo quizá, tras el cual encontramos la fe que empuja a Roy hacia la luz. Él es uno de los elegidos, uno de los pocos que ha recibido la llamada de los extraterrestres con los que Claude Lacombe (François Truffaut) intenta comunicarse mediante notas musicales después de investigar los extraños sucesos que se muestran al inicio de la película, previos a la experiencia vital (religiosa) que cambia y radicaliza la existencia del protagonista. Como ya he escrito líneas arriba no siento especial simpatía por Encuentros en la tercera fase, aunque no niego la importancia ni el acabado formal de la película, ni la importancia de su realizador en la ciencia-ficción moderna, con títulos como el aquí comentado, E.T. (1982) o Minority Report (2002). Pero no puedo evitar que sus dos horas y pico de metraje me resulten forzadas, tanto en las interpretaciones como en la insistencia de remarcar ese sentimiento que guía al personaje interpretado por Richard Dreyfuss, actor que no fue la primera ni la segunda opción del realizador, como si de este modo conectase con el público y le transmitiera parte de sus dudas y de su necesidad de creer. Dicha insistencia perjudica cuanto vemos y en este punto los galácticos de un director menos cinematográfico como Lucas conectan mejor con el espectador, al no esconder que solo son héroes y villanos de celuloide, sin pretensiones transcendentales, que viven su aventura en aquella galaxia lejana que actualmente se encuentra en posesión de la productora creada por Walt Disney, a quien Spielberg homenajea en su film.