sábado, 27 de enero de 2018

Víctima (1961)



El cine puede ser arte, entretenimiento, una combinación de ambos, ninguno de los dos, indiferencia, pasión, sorpresa, novedad, repetición, fuente de pérdidas o de beneficios económicos,... pero, como medio de expresión, también puede ser una voz disonante entre la aceptación, una voz que pone en tela de juicio la denominada normalidad. Dicha voz llama la atención sobre cuestiones que afectan a la realidad social y, desde esta perspectiva, el cine y los cineastas plantean hechos incómodos o silenciados, a veces con un posicionamiento evidente y directo, otras desde preguntas con o sin respuestas, que invitan a reflexionar sobre las circunstancias que abordan en las películas. El inicio de Víctima (Victim, 1961) atrapa al espectador como entretenimiento, lo hace mediante los planos de la huida de un hombre desesperado, mientras, los títulos de crédito nos van mostrando los nombres de los actores, actrices y equipo técnico que aceptaron colaborar con Basil Dearden en este valiente, angustioso y destacado drama de intriga, el primer largometraje en lengua inglesa en el que, en su intención de recalcar una injusticia en el sistema legal británico, se pronunciaban las palabras "homosexual" y "marica".


Barret (
Peter McEnery), ese es su nombre, telefonea a Melville Farr (Dirk Bogarde) un prestigioso abogado que rechaza hablar con él. ¿Por qué?, nos plantea el film en un primer momento. Contrariado, el joven recurre a varios amigos, a uno de los cuales le habla del dinero que se vio obligado a robar. ¿Por? Solo sabemos que la policía lo persigue y que finalmente logra capturarlo. A partir de su captura encontramos las respuestas y comprendemos que, además del robo de unas dos mil libras, el joven es víctima de chantaje y de una ley que <<envía a los homosexuales a la cárcel>>, una ley que, en palabras del inspector Harris (John Barrie), <<ofrece oportunidades para el chantaje>>. La introducción marca la intriga, las preguntas y el posicionamiento de esta excelente propuesta de Dearden, excelente por su ritmo, por las interpretaciones y, sobre todo, por la honestidad y la elegancia con las que expone la denuncia que paulatinamente va asomando en la pantalla, hasta erigirse en la verdadera protagonista del film. Víctima señala a una ley que convierte a inocentes en criminales y víctimas, <<un error en la actual legislación>> que persigue a individuos corrientes que temen expresar su naturaleza, porque presenta una diferencia condenada por el sistema. <<No puedo evitar ser como soy, pero la ley me condena. He estado en la cárcel cuatro veces>>, le dice Henry (Charles Lloyd Pack), el barbero, a Farr, cuando el abogado acude a la barbería en busca de respuestas que le permitan descubrir quién es el chantajista que provocó el suicidio de Barret. Esta escena se desarrolla hacia la mitad del metraje, después de que se hayan presentado tanto los hechos que afectan a los personajes como la situación profesional y personal del letrado, hombre de éxito, casado y propuesto para la cámara de los lores. La existencia de uno o de varios chantajistas atemoriza a los gays de la zona, a quienes amenazan con mostrar fotos y cartas comprometidas que serían suficientes para encarcelarlos o destruirles la vida. Este hecho afecta a Barret al inicio, cuando aún ignoramos el por qué de su nerviosismo, de su intento de huida del país o de su secretismo.


Es importante contextualizar la época en la que se desarrolla la acción de 
Víctima para comprender su postura. Inglaterra, finales de la década de 1950 e inicios de los sesenta, es una democracia longeva y orgullosa de serlo, aun así, presenta ideas y leyes como la denunciada por Dearden en su película. Dicha ley, en vigor hasta 1967, consideraba a los homosexuales como delincuentes, circunstancia que los margina dentro de una sociedad que, poco menos, los considera criminales o anomalías de la naturaleza. Este sería el pensamiento del barman (Frank Pettit) del local donde se citan varios personajes, de Bridie (John Carney), el ayudante del inspector Harris, o de la empleada de la librería de Harold Doe, tres imágenes de la intolerancia y de la ignorancia que encuentran sus opuestos en Madge (Mavis Villiers), la asidua clienta del bar, o en Patterson (Noel Howlett), el ayudante del letrado, quien, cuando su jefe se sincera, no duda a la hora de decirle que <<he creído en su integridad durante diez años. No veo por qué tengo que cuestionarla ahora>>. La intriga planteada por Dearden es la excusa que nos conduce hacia el drama que viven personas como el propio Farr, quien, tras la muerte de Barret, siente la culpabilidad que provoca su investigación, su enfrentamiento a lo establecido y la dramática confesión de sus deseos íntimos a Laura (Sylvia Syms), su mujer. Su postura se aclara según avanzan los minutos, también su dilema moral: entregar a los chantajistas (y con ello poner fin a su brillante carrera y observar como sus amistades le dan la espalda) o pagar por el silencio y por la mínima seguridad de que todo continuará como hasta entonces. Su disyuntiva lo diferencia de otros en su situación, a quienes se observa temerosos, dominados por el miedo al escándalo y al <<error en la actual legislación>> -así lo califica Farr cuando ya ha tomado su decisión- que los obliga a esconderse y a negarse a colaborar con el inspector de policía que investiga el caso, porque denunciar a sus acosadores implicaría la cárcel o la condena social.

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