viernes, 12 de enero de 2018

Logan (2017)


La hibridación genérica ha sido constante desde el nacimiento de los géneros cinematográficos —cuyo nacimiento, sospecho, se produjo para facilitar la clasificación y la conversación que puedan tener dos o más personas sobre cine—, ya que los cineastas han mezclado características de unos y otros según las necesidades narrativas que les plantean sus historias. Dicha mezcolanza enriquece las películas, del mismo modo que confirma la simpleza de encasillarlas dentro de un orden que las limita. Esta mezcla es la escogida por James Mangold y por sus co-guionistas, Scott Frank y Michael Green, para dar forma a Logan (2017), que traspasa las fronteras del cine de superhéroes, en el que el conformismo y la ausencia de ideas —mientras el modelo funcione económicamente, se seguirán produciendo— predominan tanto en las adaptaciones televisivas como en las cinematográficas, y asume aspectos formales del western, de las películas de carretera, del cine familiar adulto, con abuelo, padre y nieta incluidos, del drama y, por supuesto, de la ciencia-ficción para ofrecer una perspectiva madura y crepuscular del no héroe. Pero tampoco se puede decir que la última entrega de Lobezno (Hugh Jackman) sea un film original en cuanto a su exposición del antihéroe cansado, en quien apenas sobrevive el yo pasado, del cual reniega en un presente de rechazo, de ahogar penas en alcohol y de cuidar de quien fue su mentor. El cansancio físico y vital del antaño X-Men desvela el desencanto que lo emparenta con los antihéroes del western enfrentados a sí mismos por los espacios violentos donde la expiación de sus pecados, si así se les puede llamar, se produce cuando aceptan su violencia innata como parte del destino y del sacrificio que les aproxima a la paz que se les ha negado, y que se han negado hasta entonces. Al igual que Pyle y sus compañeros en Grupo Salvaje (The Wild Bunch; Sam Peckinpah, 1969), William Munny en Sin perdón (Unforgiven; Clint Eastwood, 1992), Shane en Raíces profundas (Shane; George Stevens, 1953) —referente cinematográfico asumido por Mangold— e incluso el loco Max interpretado por Mel Gibson en la tercera entrega de la saga Mad Max de George Miller, Logan es un personaje crepuscular que no puede escapar de sí mismo, tampoco del mundo que no reconoce y donde vive su desorientación y su condena.


Durante su cansancio vital, el otra hora héroe de la patrulla X cuida del profesor Charles Xavier (Patrick Stewart), cuya imagen también rompe con la del guía modélico de la época de esplendor mutante ya inexistente. Los tiempos han cambiado, y ni los mutantes ni los héroes tienen cabida en la aridez que ambos pretenden abandonar para adentrarse en el océano del que Logan habla con Xavier, una masa de agua más imaginaria que física, quizá insuficiente para exorcizar los demonios que anidan en el interior del antiguo Lobezno. Son muchas las muertes de las que ha sido testigo, también son muchas las vidas que ha sesgado y todo ¿para qué? Ya no queda nada, al menos, nada que merezca la pena, salvo su devoción y su amor filial por Xavier, quien ya no es aquel maestro-guía que le ofreció el sueño incumplido que deparó la realidad en la que arranca la expiación del antihéroe. El aire chulesco y seguro ha dejado paso a la imagen (externa e interna) enferma, a la perdida de visión y al empleo de gafas para la lectura —en un homenaje a Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country; Sam Peckinpah, 1962)—, pero sobre todo a su encierro emocional. Nada de lo que ocurre a su alrededor parece ir con él, ni siquiera Laura (Dafne Keen), la niña mutante en quien no se quiere reconocer y a quien a regañadientes protege de un entorno tan violento como lo son ellos mismos. Logan ya no busca su lugar, consciente de su inexistencia, y su camino le conduce a enfrentarse consigo mismo (física y simbólicamente) mientras, sin ser consciente, inicia la redención que posibilite una oportunidad a Laura, en quien observa las mismas mutaciones que las suyas, también un comportamiento que le recuerda el pasado. Pero a Logan le cuesta volver a querer, a aferrarse a algo o a alguien, obsesionado con los fantasmas pretéritos que no nombra (de los miembros de su familia mutante, solo queda Xavier) y viviendo la constante negación del ser.

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