lunes, 15 de enero de 2018

El pecado de Cluny Brown (1946)


En las páginas de sus Conversaciones con Billy Wilder (Conversations with Wilder, 1999), Cameron Crowe pregunta al genial guionista y director <<que era, en su opinión, el toque Lubitsch?>> Aquel le responde que <<era el uso elegante de la superbroma. Uno tenía una broma, y con eso bastaba, pero luego había otra broma aún mayor por encima de ella. La broma inesperada. Ese era el toque Lubistch>>. Para comprender la grandeza del toque Lubitsch no es preciso ser Wilder, algo por otra parte imposible, solo disfrutar de alguna comedia de Ernst Lubitsch, sea muda o sonora. De ser una de estas últimas, el toque se hará más evidente, pero, sea la que sea, siempre estarán presentes la elegancia de su autor, su insinuación, su complicidad con el público y su fina ironía. La importancia de los espacios, preferibles los irreales y lujosos, los detalles, los objetos (puertas, relojes,..., e incluso tuberías), los personajes secundarios y los diálogos, engrandecen comedias como El pecado de Cluny Brown, (Cluny Brown, 1946), la cual no tiene el menor desperdicio, como tampoco lo tienen las situaciones que plantea ni los dobles sentidos que, pletórico de ácida ironía, Lubitsch utiliza para burlarse de la tradición y del esnobismo británico. Esto en apariencia, porque la burla o la broma de la última comedia completada por el cineasta berlinés no se dirige a las costumbres de una nacionalidad determinada, sino hacia la inamovilidad de las clases sociales, representada en el tío de Cluny, en los empleados de los Carmel y en estos últimos, y hacia quienes se muestran intolerantes con los individuos que prefieren echar <<ardillas a las nueces>> en lugar de tirar <<nueces a las ardillas>>. Esta predilección nos lleva a Belinski (Charles Boyer), un personaje a contracorriente dentro de un espacio donde las conductas individuales y sociales permanecen dentro del orden establecido. Este refugiado, que ha escapado de los nazis, es el catalizador para que fluya el caos en el orden: tutea a los escandalizados miembros del servicio Carmel, provoca que Andrew (Peter Lawford) y Betty (Helen Walker) se decidan a dar un paso en su relación o provoca que la monotonía de los aristócratas Henry (Reginald Owen) y Alice Carmel (Margaret Bannerman) deje de serlo.


La frase de Belinski confirma su filosofía vital, su amplitud de miras y su negativa a encasillarse, encasillar o ser encasillado, además de iluminar al inicio del film el rostro de Cluny Brown (Jennifer Jones), la protagonista femenina, aficionada a las tuberías y una soñadora que simpatiza con ese profesor checo, exiliado y sin hogar, a quien conoce en el lujoso apartamento de Hilary Ames (Reginald Gardiner), donde ella llega para reparar el desagüe, que trae de cabeza al propietario, y el otro en busca del antiguo dueño del piso. En ese instante ninguno sabe que el destino los unirá de nuevo en la mansión de los Carmel, donde firmarán el pacto de no enamorarse, aunque, como cualquier pacto que se precie, está hecho para ser respetado o quebrantado. Aparte de mostrarnos el talento del realizador para el juego de situaciones, su humor y su sutileza, la introducción de la pareja define a los dos personajes principales: el profesor, creativo e irónico, de rápidas respuestas y de filosofía vital relacionada con las <<ardillas a las nueces>>, la aprendiz de fontanera, inocente y fantasiosa, cuyo tío, puritano y severo, le repite que debe encontrar su lugar, como si la vida fuese un punto establecido e inamovible en el que permanecer sin opción a aventurarse por horizontes inexplorados. Pero, ¿cuál es el lugar de alguien cuyos sueños y gustos no encajan dentro de lo establecido? El primer encuentro con Belinski cambia la vida de Cluny, pues, su tío (Billy Bevan), fontanero de profesión y conservador de devoción, la sorprende ebria de alcohol y de felicidad después de arreglar el desagüe y acariciar la plenitud de sentirse realizada. Pero aquel no contempla que su sobrina pueda decidir por sí misma, de modo que es el quien decide por ella y la envía a una mansión donde servirá de doncella y, aunque vaya en contra de su naturaleza, donde intentará tirar nueces a las ardillas. Esto sucede cuando conoce a Wilson (Richard Haydn), farmacéutico, vecino, buen hijo e igual de esnob que plomazo. No obstante, aunque ella no quiera reconocerlo, la relación que inicia con el aburrido Wilson no colma sus ilusiones, menos aún llena a Belinski, quien, disgustado con la anodina elección de la chica de quien se ha enamorado, muestra su disconformidad abriendo y cerrando la puerta del establecimiento del farmacéutico. El refugiado checoslovaco muestra así su protesta y su descontento, pero, más allá de este comportamiento infantil, Belinski no interviene en las decisiones ajenas, las respeta y por ello anima a la joven a que prosiga aferrándose a sus sueños, aunque estos se confunden en su relación con Wilson, la cual no deja de ser la negación de la joven a su afición por las cañerías y a su deseo de dar <<ardillas a las nueces>>.

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