martes, 30 de enero de 2018

El secreto de Paula (1952)


El destino o el azar precipita el descenso al abismo de personajes de muchas películas, hombres y mujeres que, en ocasiones, logran salir de la oscuridad e introducen cambios positivos en sus vidas. Esto le sucede a Paula (Loretta Young), a quien se descubre en el hospital donde acaba de perder a su bebé durante el parto. Poco después, recibe la noticia de su imposibilidad de engendrar, pero Paula calla y sonríe para ocultar a John (Kent Smith) su dolor y su tristeza. Su marido también actúa, lo hace por cariño y por prescripción médica, para que ella se sienta arropada y sea feliz. Sin embargo, la mujer no puede. Recuperada, visita a otros ginecólogos que le confirman aquello que ya sabe, que <<no hay ninguna posibilidad de que pueda tener hijos>>. Ser madre es su mayor deseo y su imposibilidad, una negativa que le resulta un duro golpe emocional, aunque más duro es el que se produce cuando, tras ver cortada la carretera principal, toma la secundaria donde se ve involucrada en el accidente automovilístico que cambia su vida, la de su marido y la de David (Tommy Rettig), el niño de siete años que, huyendo del orfanato, ella atropella involuntariamente en la nocturnidad del asfalto. Compuesta de mejores, peores y buenas películas, algunas incluso tan brillantes como Con las horas contadas (D. O. A.; 1949) o Union Station (1950), en la filmografía de Rudolph Maté también destaca El secreto de Paula (Paula, 1952), y lo hace por la elevada tensión emocional que, con acierto, el director supo administrar en momentos puntuales para que el melodrama expuesto no decayese ni perdiera interés. La investigación policial del accidente (los planos de la búsqueda del vehículo), la incomunicación matrimonial (apenas pueden sincerarse, viven una vida que, aceptada por ambos, se sospecha anodina, o duermen en camas separadas) y el drama familiar (cuando David irrumpe en sus vidas) funcionan como contrapunto narrativo a la historia principal (la de una madre sin hijo y la de un hijo sin madre), que, sensible en su exposición de los hechos, no cae en el exceso de sensiblería. La historia de Paula es al tiempo trágica y esperanzadora. Trágica porque no puede vivir sabiendo que ha atropellado a un niño, incapaz de sincerarse con John, aunque lo intenta, pero este se encuentra demasiado ocupado con su nombramiento de decano de la facultad. Paula no puede acceder a él y calla, mas no se cruza de brazos y pide a su amigo el doctor Clifford Frazer (Alexander Knox) que le consiga un trabajo en el hospital donde David convalece. La necesidad de acercarse a su víctima es evidente, tampoco pasa desapercibida para el médico, quien, tras varias escenas en las que observamos a la sufrida heroína familiarizándose con el centro de salud, le ofrece la oportunidad de redimirse. Paula desea alejar de su conciencia la culpabilidad que la atormenta, por ello acepta llevarse a David a casa y allí, con paciencia, cariño y esperanza, iniciar la reeducación del niño que ha perdido la capacidad del habla, debido a la afasia motora consecuencia del accidente. A la inicial oposición de John (se niega a adoptar al muchacho al que califica de tarado) y al deseo de aplacar el pensamiento de la mujer, le sigue la armoniosa relación paterno y materno filial, pero la constante de Maté de intercalar la armonía del hogar de los Rogers con la investigación policial llevada a cabo por el teniente Dargen (Otto Hulett), así como la posterior reacción del niño cuando descubre que ella fue quien lo atropelló, desvelan la amenaza que se cierne sobre una familia fruto del destino que los ha unido. De igual modo, la amenaza se acentúa con la aparición del señor Bascom (Will Wright), el camionero que recogió al muchacho y quien exagera cuando asegura a la policía que la responsable del siniestro iba como una cuba. En El secreto de Paula se silencian los pensamientos y las preocupaciones de sus personajes principales, aunque esto no impide el acceso a los mismos, pues, en todo momento, comprendemos a la mujer, al niño o al doctor, que oculta sus sospechas porque es consciente del beneficio emocional que supone unir al matrimonio y a David.

domingo, 28 de enero de 2018

Blancanieves y los siete enanitos (1937)



En una sala oscura, los gremlins se acomodan en sus butacas para disfrutar de la proyección de Blancanieves y los siete enanitos (Snow White and the Seven Dwarfs, 1937). La disfrutan tanto, que parecen inocentes e inofensivos, aunque traviesos, casi tiernos. Menos bulliciosa que la sala de Gremlins (Joe Dante, 1984) es la de 
1941 (Steven Spielberg, 1979) donde el general interpretado por Robert Stack contempla ensimismado las aventuras animadas de de otros personajes Disney: Dumbo y sus amigos. Se deja envolver por la fantasía animada, la vive ajeno al exterior y a la población civil que deja volar la imaginación, el pánico y su caótico patriotismo por la California de aquellos días parodiados por Spielberg a partir de una idea de John Milius. En definitiva, tanto las criaturas de Dante como el oficial gozan de lo lindo con largometrajes animados producidos por Walt Disney, cuya Blancanieves se convirtió desde su estreno en un icono del cine hollywoodiense, también en el punto de inflexión en la evolución de la productora del famoso dibujante, un estudio que no haría más que crecer y crecer hasta alcanzar el estatus actual de gigante industrial. Además de su novedosa animación, Blancanieves y los siete enanitos introdujo el drama entre la fantasía, las canciones, los animales y los enanos del bosque donde la primera princesa Disney es liberada por el cazador que, en el instante de asestarle el golpe mortal, incumple la orden de la madrastra y reina. ¿Quien es la más hermosa de todas? pregunta aquella a su espejo mágico. La joven de pelo azabache y de piel blanca que, tras salvar su vida, se adentra en el bosque, asustada, dejando que la imaginación cree en su mente un espacio siniestro que a la luz del nuevo día descubre hermoso, plagado de animales que, entre curiosos y amistosos, se acercan para insuflarle confianza. La importancia de los animales en las producciones Disney se encuentra presente desde los orígenes de la productora, en personajes como el conejo Oswald o el ratón Mickey, que cobran características humanas como también lo hacen los ciervos, los conejos, la tortuga y los pájaros de Blancanieves, aunque estos no empleen la palabra para comunicarse. Todos ellos muestran su amor por la joven, e igual harán los enanos que la descubren en su hogar.


La irrupción de la princesa en la vida de los siete marca un antes y un después en la cotidianidad de estos, cuando regresan de la mina entonando su famosa melodía y descubren que alguien ha limpiado y ordenado su casa. Tras un primer momento de temor y humor por parte de los siete mineros, experimentan un cambio que quizá mejore o quizá empeore sus existencias, pues, con su dulzura y su hermosura, Blancanieves domina a sus nuevos amigos y los amolda a su gusto. Esta circunstancia se descubre en varios momentos del film: los enanos reacios a lavarse, lo hacen por complacerla o le ceden su dormitorio y sus camas, que pasan a ser propiedad de la bella muchacha. Ya nada será igual para los siete; aunque, a cambio, la presencia de la princesa les regala alegría. Incluso Gruñón, inicialmente algo misógino, no puede evitar la atracción que le despierta. Blancanieves es su ideal de belleza, pero también es la tradición, la sensiblería, el fin del modo de vida de los enanitos y la aceptación de lo establecido, en el caso de la heroína, la espera de un príncipe azul que la haga feliz. De tal manera, la chica sueña con la llegada de ese hombre que la transporte a la jaula dorada donde serán felices para siempre. Ellos dos, solos, sin la compañía de los amigos a quienes la princesa abandona después del beso de amor que la despierta. La despedida no le supone trauma alguno. Montada sobre el caballo, casi indiferente al júbilo de sus protectores, digamos familia, se despide como quien lo hace de unos conocidos con quienes apenas ha mantenido trato, lo cual genera la sospecha de que Blancanieves ha utilizado a sus amigos del bosque para sus fines, sean estos mantener el hogar limpio y controlado o crear un entorno que no presente sobresaltos a la espera de que se produzca su triunfo. Desde su egoísmo pocas veces comentado, a la joven solo le importa su idea de felicidad, que interpreta posible y eterna, a pesar de la amenazadora presencia de su madrastra, transformada en la fea y repulsiva anciana que no cuadra con el pensamiento de una reina que valora la belleza más que la vida humana. Quizá por ello, resulta extraño que haya escogido una imagen de bruja, una imagen que provoca el rechazo de quien la observa. Pero así son los cuentos de hadas y así fueron las películas de Walt Disney, espectáculos animados (y más adelante de carne y hueso) que sorprendieron a propios y a extraños, éxitos como este largometraje que supuso cerca de tres años de trabajo invertido, cuatrocientos mil dibujos y un presupuesto de un millón setecientos mil dólares. El esfuerzo valió la pena, el film recaudó millones, ganó premios y abrió el camino para futuros proyectos de la factoría, los cuales también presentarían múltiples aciertos y alguna cuestión a mejorar, como la sensiblería, cierto grado de ñoñería, el triunfo “bienpensante” y el rechazo a las madrastras, que ya despuntaban en Blancanieves y los siete enanitos.

sábado, 27 de enero de 2018

Víctima (1961)



El cine puede ser arte, entretenimiento, una combinación de ambos, ninguno de los dos, indiferencia, pasión, sorpresa, novedad, repetición, fuente de pérdidas o de beneficios económicos,... pero, como medio de expresión, también puede ser una voz disonante entre la aceptación, una voz que pone en tela de juicio la denominada normalidad. Dicha voz llama la atención sobre cuestiones que afectan a la realidad social y, desde esta perspectiva, el cine y los cineastas plantean hechos incómodos o silenciados, a veces con un posicionamiento evidente y directo, otras desde preguntas con o sin respuestas, que invitan a reflexionar sobre las circunstancias que abordan en las películas. El inicio de Víctima (Victim, 1961) atrapa al espectador como entretenimiento, lo hace mediante los planos de la huida de un hombre desesperado, mientras, los títulos de crédito nos van mostrando los nombres de los actores, actrices y equipo técnico que aceptaron colaborar con Basil Dearden en este valiente, angustioso y destacado drama de intriga, el primer largometraje en lengua inglesa en el que, en su intención de recalcar una injusticia en el sistema legal británico, se pronunciaban las palabras "homosexual" y "marica".


Barret (
Peter McEnery), ese es su nombre, telefonea a Melville Farr (Dirk Bogarde) un prestigioso abogado que rechaza hablar con él. ¿Por qué?, nos plantea el film en un primer momento. Contrariado, el joven recurre a varios amigos, a uno de los cuales le habla del dinero que se vio obligado a robar. ¿Por? Solo sabemos que la policía lo persigue y que finalmente logra capturarlo. A partir de su captura encontramos las respuestas y comprendemos que, además del robo de unas dos mil libras, el joven es víctima de chantaje y de una ley que <<envía a los homosexuales a la cárcel>>, una ley que, en palabras del inspector Harris (John Barrie), <<ofrece oportunidades para el chantaje>>. La introducción marca la intriga, las preguntas y el posicionamiento de esta excelente propuesta de Dearden, excelente por su ritmo, por las interpretaciones y, sobre todo, por la honestidad y la elegancia con las que expone la denuncia que paulatinamente va asomando en la pantalla, hasta erigirse en la verdadera protagonista del film. Víctima señala a una ley que convierte a inocentes en criminales y víctimas, <<un error en la actual legislación>> que persigue a individuos corrientes que temen expresar su naturaleza, porque presenta una diferencia condenada por el sistema. <<No puedo evitar ser como soy, pero la ley me condena. He estado en la cárcel cuatro veces>>, le dice Henry (Charles Lloyd Pack), el barbero, a Farr, cuando el abogado acude a la barbería en busca de respuestas que le permitan descubrir quién es el chantajista que provocó el suicidio de Barret. Esta escena se desarrolla hacia la mitad del metraje, después de que se hayan presentado tanto los hechos que afectan a los personajes como la situación profesional y personal del letrado, hombre de éxito, casado y propuesto para la cámara de los lores. La existencia de uno o de varios chantajistas atemoriza a los gays de la zona, a quienes amenazan con mostrar fotos y cartas comprometidas que serían suficientes para encarcelarlos o destruirles la vida. Este hecho afecta a Barret al inicio, cuando aún ignoramos el por qué de su nerviosismo, de su intento de huida del país o de su secretismo.


Es importante contextualizar la época en la que se desarrolla la acción de 
Víctima para comprender su postura. Inglaterra, finales de la década de 1950 e inicios de los sesenta, es una democracia longeva y orgullosa de serlo, aun así, presenta ideas y leyes como la denunciada por Dearden en su película. Dicha ley, en vigor hasta 1967, consideraba a los homosexuales como delincuentes, circunstancia que los margina dentro de una sociedad que, poco menos, los considera criminales o anomalías de la naturaleza. Este sería el pensamiento del barman (Frank Pettit) del local donde se citan varios personajes, de Bridie (John Carney), el ayudante del inspector Harris, o de la empleada de la librería de Harold Doe, tres imágenes de la intolerancia y de la ignorancia que encuentran sus opuestos en Madge (Mavis Villiers), la asidua clienta del bar, o en Patterson (Noel Howlett), el ayudante del letrado, quien, cuando su jefe se sincera, no duda a la hora de decirle que <<he creído en su integridad durante diez años. No veo por qué tengo que cuestionarla ahora>>. La intriga planteada por Dearden es la excusa que nos conduce hacia el drama que viven personas como el propio Farr, quien, tras la muerte de Barret, siente la culpabilidad que provoca su investigación, su enfrentamiento a lo establecido y la dramática confesión de sus deseos íntimos a Laura (Sylvia Syms), su mujer. Su postura se aclara según avanzan los minutos, también su dilema moral: entregar a los chantajistas (y con ello poner fin a su brillante carrera y observar como sus amistades le dan la espalda) o pagar por el silencio y por la mínima seguridad de que todo continuará como hasta entonces. Su disyuntiva lo diferencia de otros en su situación, a quienes se observa temerosos, dominados por el miedo al escándalo y al <<error en la actual legislación>> -así lo califica Farr cuando ya ha tomado su decisión- que los obliga a esconderse y a negarse a colaborar con el inspector de policía que investiga el caso, porque denunciar a sus acosadores implicaría la cárcel o la condena social.

viernes, 26 de enero de 2018

La hoja de trébol (1926)

La historia nos dice que durante el siglo XIX e inicios del XX muchos países y regiones europeas fueron cuna de movimientos migratorios hacia el continente americano. Irlanda fue uno de ellos y, como tal, se convirtió para sus emigrantes en una realidad geográfica y en un sentimiento de apego a los orígenes que, por un motivo u otro, se vieron obligados a abandonar. De madre y padre irlandeses, John Ford no olvidó sus raíces, al menos a esta conclusión nos acercan la evocación de las tradiciones, algunos de sus personajes y el espacio donde se desarrollan La hoja de trébol (The Shamrock Handicap, 1926), El delator (The Informer, 1935), La osa mayor y las estrellas (The Plough and the Stars, 1936), El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952) o La salida de la luna (The Rising of the Moon, 1957). Esta constante de Ford, nacido en Estados Unidos, pero con sus raíces irlandesas siempre presentes, aparece en toda su plenitud en La hoja de trébol, además, habría que sumarle la simpatía del cineasta hacia los desamparados, en ocasiones desvalidos ante las entidades financieras que amenazan la cotidianidad de la unidad familiar, entidades que se individualizan en la presente película en el acreedor que exige a Sir Miles O'Hara (Louis Payne) el pago de una deuda que le obliga a vender su cuadra, salvo a "Dark Rosaleen", la yegua que, avanzado el metraje, se convierte en la esperanza de triunfo de los protagonistas. Los primeros compases del film nos familiarizan con la vida rural irlandesa: la feria del pueblo, los bailes típicos, las carreras de caballos, la imparable emigración, consecuencia de la carestía, o los apretones de manos que cierran tratos como el sellado por O'Hara y Finch (Willard Louis). En definitiva, se trata de mostrarnos la tradición, en este caso concreto de la Irlanda de los O'Hara, los O'Shea y Neil Ross (Leslie Fenton), los protagonistas de esta comedia que se desarrolla en suelo irlandés y estadounidense. Pero a Ford parece interesarle más el primer espacio. En él despliega su sencillez y honestidad cinematográficas para exponer las relaciones (de servidumbre, de amistad o de amor) entre los diferentes personajes que asoman por la pantalla. Esta predilección no implica que las secuencias estadounidenses carezcan de interés, de hecho, uno de los mejores momentos de La hoja de trébol se produce en el continente americano, cuando Con O'Shea (J. Farrell MacDonald) descubre a sir Miles O'Hara, su patrón y su amigo, cavando una zanja a pocos metros de donde él cava la suya. Este momento los iguala. En el nuevo mundo han dejado de ser siervo y patrón para ser solo amigos que luchan por sacar a flote la familia. Pero la escena no concluye aquí, pues, en ese mismo espacio, ambos descubren a viejos conocidos de Éire, en su mayoría policías, oficio tradicionalmente relacionado con los irlandeses, y disfrutan de un instante de nostalgia y camaradería. Física o evocadora, Irlanda forma parte del metraje, como también lo forman el humor fordiano, su gusto por las peleas y por los personajes sencillos o el inevitable romance entre Sheila O'Hara (Janet Gaynor) y Neil Ross. Para romper la barrera social (ella pertenece a una familia aristocrática, él es mozo de cuadra), este último acepta viajar a Estados Unidos con la idea de enriquecerse para regresar a su lado. No obstante, sus planes se tuercen en la primera carrera hípica en la que participa, durante la cual sufre el accidente que le inutiliza la pierna. Pero, al tratarse de una comedia, Ford minimiza el drama con las notas de humor que inserta en las escenas protagonizadas por Virus Cakes (Ely Reynolds) y, avanzados los minutos, con la presencia en suelo norteamericano de los O'Shea y los O'Hara.  

jueves, 25 de enero de 2018

Janet Gaynor. La dulce estrella de la Fox


Como tantos otros actores y actrices, Laura Gainor cambió su nombre real por el artístico con el que fue aplaudida la noche del 16 de mayo de 1929 en la sala del Hollywood Roosevelt Hotel, donde se celebraba la primera ceremonia de los premios Oscar. Durante aquella ceremonia, que premiaba a las producciones estrenadas en 1927 y 1928, Janet Gaynor se levantó de su silla y recogió su merecido premio por las interpretaciones en El séptimo cielo (Seventh Heaven; Frank Borzage, 1927), Amanecer (SunriseFriedrich W. Murnau, 1927) y El ángel de la calle (Street Angel; Frank Borzage, 1928). En ese instante de aplausos se convirtió en la primera en la historia de los mediáticos galardones en conseguir el Oscar a la mejor actriz protagonista, aunque en su caso fue una recompensa triple por sus actuaciones en las tres obras maestras que la convirtieron en una de las grandes estrellas de Hollywood, en la reina indiscutible del estudio Fox Films y, según se dijo, en la inspiración de la Blancanieves de Walt Disney. Nacida en Filadelfia en 1906, la pequeña Laura se instaló con su familia en San Francisco y allí se graduó en el instituto. Con el título bajo el brazo, partió de la ciudad del Golden Gate rumbo a Los Ángeles. Tenía dieciocho años y no pensaba en Hollywood. Tenía en mente ingresar en una escuela de secretarias, pero su futuro no era anotar palabras dictadas en despachos u oficinas, ni trabajar en una zapatería, su futuro, a corto y a medio plazo, estaba en el cine. Sus primeros papeles fueron de extra sin acreditar, fugaces como su esclava en Ben-Hur (Fred Niblo, 1925), mas no tardó en ver como su carrera profesional se encauzaba. William Fox la contrató para La represa de la muerte (The Johnstown FloodIrving Cummings, 1926), largometraje en el que aparece por primera vez acreditada y, ese mismo año, encabezaría el reparto de La hoja de trébol (Shamrock HandicapJohn Ford, 1926), aunque fueron sus trabajos para Frank Borzage los que la catapultaron al estrellato. En contra de la decisión del magnate cinematográfico y dueño del estudio, el director se impuso y la quiso de protagonista de El séptimo cielo. Y así, Gaynor tuvo que compaginar el rodaje a las órdenes de Borzage con el que Friedrich W. Murnau estaba realizando también para Fox. Cada día, la actriz se desdoblaba en las dos mujeres que, unidas a la de El ángel de la calle, la convirtieron en la estrella romántica por excelencia del Hollywood de la época. La dulzura y la luminosidad de su rostro, su naturalidad, su belleza, a veces serena otras melancólica, y la bondad que rezuman sus personajes despertaron la simpatía popular que la encumbró a lo más alto, junto con el actor Charles Farrell, su pareja artística en doce filmes, entre ellos Estrella dichosa (Lucky StarFrank Borzage, 1929), el salto de ambos al cine sonoro: la prueba de fuego para cualquier actor y actriz silentes. Durante los primeros años del sonoro, Gaynor protagonizó comedias y musicales, aunque ella buscaba papeles más complejos y de mayor carga dramática. El estudio no estaba dispuesto a arriesgar su gallina de los huevos de oro, de modo que se vio obligada a enfrentarse a sus jefes, lo cual le acarreó siete meses de suspensión de sueldo, pero la Fox acabó cediendo. Su magnetismo comercial la convirtió en 1934 en la actriz más taquillera de Hollywood, aunque esto no fue suficiente para que Darryl F. Zanuck renovase su contrato, cuando este fusionó su empresa con la Fox. Al mando de 20th Century FoxZanuck pretendía un cambio, y este incluía trabajar con su propio equipo. Pero a la intérprete no le faltaban ofertas, de modo que inició una nueva etapa lejos de la productora donde alcanzó el estrellato. De este breve periodo destacan películas como Una chica de provincias (Small Town Girl; William A. Wellman, 1936) Ha nacido una estrella (A Star Is Born; William A. Wellman, 1937), el último gran título en el que participó antes de abandonar la profesión, cuando contrajo matrimonio con el diseñador Adrian y decidió apartarse de la gran pantalla, hasta que, en 1957, reapareció en el film Bernardine (Henry Levin, 1957), pero, en aquel momento, su Hollywood, el que había conocido y el que le había aplaudido, ya no era el mismo.



Filmografía

Cupid's Rustler (Francis Ford, 1924)

Young Ideas (Robert F. Hill, 1924)

All Wet (Leo McCarey, 1924) (cortometraje)

The Haunted Honeymoon (Fred Guiol y Ted Wilde, 1925) (cortometraje)

El peligro de la inocencia (Dangerous Innocence; William A. Seiter, 1925)

The Burning Trail (Arthur Rosson, 1925)

Días de colegial (The Plastic Age; Wesley Ruggles, 1925)

Amores de niña (The Teaser; William A. Seiter, 1925)

Ben-Hur (Fred Niblo, 1925)

The Crook Buster (William Wyler, 1925) (cortometraje)

Flaming Flappers (Fred Guiol, 1925) (cortometraje)

A Punch in the Nose (Jay Howe, 1925) (cortometraje)

La represa de la muerte (The Johnstown Flood; Irving Cummings, 1926)

La hoja de trébol (Shamrock Handicap; John Ford, 1926)

The Midnight Kiss (Irving Cummings, 1926)

El águila azul (The Blue Eagle; John Ford, 1926)

The Return of Peter Grimm (Victor Schertzinger, 1926)

El séptimo cielo (Seventh Heaven; Frank Borzage, 1927)

Amanecer (Sunrise; Friedrich W. Murnau, 1927)

Se necesitan dos muchachas (Two Girls Wanted; Alfred E. Green, 1927)

El ángel de la calle (Street Angel; Frank Borzage, 1928)

Los cuatro diablos (Four Devils; Friedrich W. Murnau, 1928)

Cristina (Christina; William K. Howard, 1929)

Estrella dichosa (Lucky Star; Frank Borzage, 1929)

Un plato a la americana (Sunny Side Up; David Butler, 1929)

Popurri (Happy Days; Ben Stoloff, 1930)

Alta sociedad (High Society Blues; David Butler, 1930)

Del infierno al odio (The Man Who Came Back; Raoul Walsh, 1930)

Papá piernas largas (Daddy Long Legs; Alfred Santell, 1931)

Marianita (Merely Mary Ann; Henry King, 1931)

Deliciosa (Delicious; David Butler, 1931)

Recién casados (The First Year; William K. Howard, 1932)

Teresita (Tess of the Storm; Alfred Santell, 1932)

La feria de la vida (State Fair; Henry King, 1933)

Adorable (William Dieterle, 1933)

La ciudad de cartón (Cardboard City, Louis King, 1933)

Paddy, lo mejor a falta de un chico (Paddy, the Next Best Thing; Harry Lachman, 1934)

Carolina (Henry King, 1934)

El primer amor (Change of Heart; John G. Blystone, 1934)

La doncella de postín (Servant's Entrance; Frank Lloyd, 1934)

Otra Primavera (One More Spring; Henry King, 1935)

Contrastes (The Farmer Takes a Wife; Victor Fleming, 1935)

Una chica de provincias (Small Town Girl; William A. Wellman, 1936)

Ladies in Love (Edward H. Griffith, 1936)

Ha nacido una estrella (A Star Is Born; William A. Wellman, 1937)

Three Loves Has Nancy (Richard Thorpe, 1938)

Los alegres vividores (The Young in Heart; Richard Wallace, 1938)

Bernadine (Henry Levin, 1957)

miércoles, 24 de enero de 2018

Tres anuncios en las afueras (2017)



El número que inicia el título de la película de Martin McDonagh también está presente en el número de personajes principales, en los anuncios que contrata Mildred Haynes (Frances McDormand), en las cartas que el jefe de policía Willoughby (Woody Harrelson) remite (a su mujer (Abby Cornish), a su ayudante Dixon (Sam Rockwell) y a la propia Mildred), y, si me apuro, en los momentos clave que provocan el avance de la trama: la visualización de los letreros por parte de la protagonista, la difícil decisión del jefe de policía y los incendios que enfurecen más si cabe a una mujer herida de dolor y de rabia. Pero Tres anuncios en las afueras (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017) también es la suma de la humanidad y de la honestidad que rebosa su historia de desesperación, dolor, culpabilidad (que se explica en la única analepsis que el cineasta introduce en la película o en la estancia de Dixon en el hospital), pérdida, ira y esperanza, una historia que transita entre el drama y el humor negro que, recordando al de Fargo (Joel y Ethan Coen, 1996), ironiza entre otras cuestiones sobre el estancamiento e inamovilidad de las pequeñas comunidades cerradas del medio oeste y del sur rural de Estados Unidos.
 El ritmo y el equilibrio narrativo de Tres anuncios en las afueras resultan envidiables en la mayor parte de su metraje, quizá por la combinación genérica, comedia-drama entre otros, por la presencia de personajes vivos (con sus luces y sus sombras) y por un guión repleto de espléndidos diálogos y de situaciones que van de lo satírico a lo trágico, y viceversa, provocando los diferentes giros argumentales y humanos de la brillante y compleja propuesta de McDonagh.


Todo ello viaja con Mildred por la carretera donde observa los tres letreros que, en descomposición por el desuso, no tarda en alquilar para llamar la atención de los vecinos y de las autoridades locales de Ebbing, Misuri, aludiendo de manera directa a la violación y muerte de su hija y al aparente desinterés del jefe Willoughby por esclarecer el caso. Así comienza un film que transita por el drama y la comedia, también por el policíaco, por la tragedia y por el western crepuscular, y que encuentra su máximo sostén en una madre desesperada, que no derrotada, ante la aparente inamovilidad policial a la hora de esclarecer el crimen que, seis meses antes del inicio de la historia narrada por
McDonagh, acabó con la vida de su hija. El personaje interpretado por Frances McDormand es el principio y el fin de la película. Se trata de un personaje fuerte que se enfrenta a todo y a todos, incluso a sí misma, lo que conlleva sus aciertos y sus errores, porque no puede olvidar ni permitir el olvido de una localidad donde sus anuncios rompen la tranquila monotonía de los vecinos. Mildred no puede hacer otra cosa, llegando al límite de lo razonable, pues en su mente apenas hay espacio para pensar en su presente, ni en su hijo  Robbie (Lukas Hedges), ni en las circunstancia que han impedido a la policía esclarecer el crimen, tampoco en las posibles consecuencias que desencadenan sus actos. Ella hace lo que hace, contraviniendo los deseos de cuantos se cruzan en su camino, porque no puede ni quiere centrarse en otra cosa. Lo ha decidido, si nadie mueve un dedo, ella moverá diez o veinte para contradicción de su antagónico, el jefe Willoughby, un hombre que vive su vida familiar a la espera de tomar su decisión vital, una decisión que comprendemos en una de sus cartas y que nos muestra que más allá de los pensamientos, del comportamiento y de los problemas de la protagonista existen los de otros. Esta circunstancia, la de ir conociendo la naturaleza humana y, por tanto, cambiante de los personajes, se completa con la imagen de Dixon, a quien juzgamos en un primer momento mezquino, racista e inepto. Sin embargo, se trata de otro ser herido y tan humano como Mildred y Willoughby, quizá más desorientado, sin otra brújula vital que su jefe, a quien admira, y su madre (Sandy Martin), siempre pegada a una botella de cerveza mientras le manipula el pensamiento.

martes, 23 de enero de 2018

Vivir es fácil con los ojos cerrados (2013)

<<Es el camino de la muerte.
Es el camino de la vida...
En la frescura de las rosas
ve reparando. Y en las lindas
adolescentes. Y en los suaves
aromas de las tardes tibias.
Abraza los talles esbeltos
y besa las caras bonitas.
De los sabores y colores
gusta. Y de la embriaguez divina.
Escucha las músicas dulces.
Goza de la melancolía
de no saber, de no creer, de
soñar un poco. Ama y olvida,
y atrás no mires. Y no creas
que tiene raíces la dicha.
No habrás llegado hasta que todo
     lo hayas perdido. Ve, camina...
  Es el camino de la muerte.
     Es el camino de la vida.>> 


     (Manuel Machado. El camino)



En los versos de El caminoManuel Machado anima a vivir el momento, sintiendo cada instante, de alegría y de melancolía, de ese camino de vida que también es el camino hacia la muerte, un camino que, como inmortalizó su hermano Antonio, se hace al andar. Pero, a veces, en dicho recorrido vital se presentan condicionantes y miedos que impiden su plenitud, condicionantes y miedos como los que podrían existir en la España del (mínimo) desarrollo industrial, del turismo, del Nuevo Cine que se quedó en nada, de la irrupción de los televisores en los hogares, de la manipulación informativa, de los programas religiosos radiofónicos, de las insufribles películas protagonizadas por Manolo Escobar y de los rodajes internacionales en Almería, por donde Vivir es fácil con los ojos cerrados (2013) transita hacia un instante de aprendizaje, de libertad y de superación. <<Os voy a decir una cosa a los dos>>, dice Antonio (Javier Cámara), avanzado el metraje, a Belén (Natalia de Molina) y a Juanjo (Francesc Colomer), sus compañeros de viaje y de recorrido vital, <<no se puede vivir con miedo, eh. En este país hay mucha gente que vive con miedo. Pero vosotros sois jóvenes y tenéis que cambiar esto>>. El personaje interpretado por un espléndido Javier Cámara lee al gran poeta Antonio Machado, a quien por error, consciente o inconsciente del guión, atribuye los versos de Manuel -<<ve, camina..., no habrás llegado hasta que todo lo hayas perdido>>-, ejerce de profesor de inglés y de latín y, sobre todo, admira las canciones de The Beatles. Por ello intenta enseñar el idioma de Shakespeare con temas como Help, intento que delata su actitud hacia la vida y su metodología, la de la letra con canciones y motivación entra. De ese modo se distingue dentro de un orden rígido que no contempla las necesidades del individuo, un orden como la escuela española de la dictadura franquista. Su soledad delata que se trata de alguien diferente, marginal y marginado por la intolerante e hipócrita sociedad en la que encajan el padre de Juanjo (Jorge Sanz), doña Mercedes (Celia Bermejo), el cura y violento jefe de estudios del colegio donde conocemos al personaje principal, y algunos vecinos del pueblo almeriense donde se desarrolla la segunda parte de esta emotiva película de David Trueba, que toma su título de la canción de los Beatles Strawberry Fields Forever y se inspira en la historia del profesor Juan Carrión Gañán. Sin pretenderlo, o quizá por un deje profesional y vocacional, Antonio San Román se convierte en el guía de los dos jóvenes a quienes a lo largo de su aventura común insufla el optimismo y la vitalidad necesaria para alejar la desconfianza y el temor, porque, al igual que en sus alumnos, ellos son la posibilidad de un futuro distinto del presente de oscuridad, de rigidez e hipocresía moral en el que habitan. A medida que expone su filosofía vital, Antonio también la asume para sí, poniéndola en la práctica a lo largo de la carretera que separa y une Albacete, su punto de partida, con el pueblo costero donde los tres acarician la liberación que, aunque no pronunciada, pretenden al inicio de su fuga de la cotidianidad en la que se encuentran atrapados. La excusa para emprender el viaje la descubrimos en las imágenes documentales que, al inicio, anuncian el rodaje que Richard Lester (a quien no se nombra) lleva a cabo en Almería, donde el cineasta y su equipo se han trasladado para filmar Cómo gané la guerra (How I Won the War; 1967), que cuenta con el protagonismo estelar de John Lennon, a quien el profesor de inglés pretende abordar para convencerlo de que incluya las letras de las canciones en los discos que publique. La excusa argumental da pie al recorrido humano de un hombre solitario con <<un corazón tan grande que no le cabe en la camisa>>, de una muchacha que se fuga del hogar donde ocultan su embarazo y del adolescente de dieciséis años que, despertando a la vida, abandona la casa de sus padres harto de la autoridad paterna, la imagen del país autoritario que Antonio, Belén y Juanjo dejan tras de sí para vivir un fin de semana de liberación, de humanidad y de confianza, dos días que marcan su presente y, posiblemente, la elección de su futuro.

lunes, 22 de enero de 2018

La notte brava (1959)



La primera novela de 
Pier Paolo PasoliniChavales del arroyo (Ragazzi di vita, 1955), narra momentos puntuales de la vida del Ricceto y de otros muchachos que crecieron durante la guerra y la posguerra en barriadas del extrarradio romano. Su presente es la suma del desapego, del hambre, de los hurtos, de su negativa a trabajar y de su afán por disfrutar el momento, a pesar de la precariedad, de la ruptura familiar y de otras circunstancias que conlleva el instante vital que viven sin plantearse más opciones que deambular por el espacio donde, entre delitos varios y amistades efímeras, holgazanean a diario. Estos muchachos no solo habitan la muy recomendable novela de Pasolini, por aquel entonces autor de una obra poética y ensayística que ya delataba la intención de comprender y mostrar, de acercar y despertar conciencias que también caracteriza su cine. Su debut en la dirección en Accatone (1961), la posterior Mamma Roma (1962) y, en su faceta de guionista para Mauro BologniniLa notte brava (1959) y La giornata balorda (1960), nos muestran a esos ragazzi di vita con quienes simpatiza el autor de El evangelio según San Mateo (Il Vangelo secondo Mateo, 1964) y la marginalidad de los suburbios romanos donde, atrapados, vaguean saboreando el momento, aunque en Pasolini lo hacen desde el personal estilo visual del cineasta-poeta, un cine de rostros, de vida y de ruptura, mientras, en Bolognini el aspecto formal se estiliza para dar forma a un realismo que, más allá del espacio, de las prostitutas y de los golfos que por él se dejan ver, poco o nada tiene que ver con la decadencia y marginalidad extremas de Accatone y Mamma Roma.


Durante un día y una noche, 
La notte brava sigue a Ruggero (Laurent Terzieff) y Scintillone (Jean-Claude Brialy), los dos ragazzi di vita que, al inicio del film, buscan un comprador para los cuatro fusiles que han robado. Para ello se asocian con Bellabella (Franco Interlenghi), otro muchacho que, al igual que ellos, pretende sacar tajada, como también lo pretenden Anna (Elsa Martinelli) y Supplizia (Antonella Lualdi), las dos prostitutas, a las que se sumará Nicoletta (Anna Maria Ferrero), a quienes descubrimos en un primer momento haciendo la calle, discutiendo y rivalizando entre ellas. Cumplido su propósito, el trío de pícaros se divierte a costa de esas tres mujeres a quienes no dudan en abandonar en un descampado, sin ser conscientes de que ellas les han robado las cien mil liras de la venta de las armas. De nuevo, sin un billete en los bolsillos, los chavales del arroyo deambulan de aquí para allá, buscando sin éxito a quienes los han engañado, recorriendo la nocturnidad romana, sus locales o las calles donde se produce su encuentro con Achille (Tomas Milian) y sus amigos, chicos bien de la burguesía romana con quienes pasan parte de la noche. Tras este encuentro, La notte brava centra su atención en Ruggero y en Scintillone, de quienes ya sabemos que nada tienen que perder, porque nada tienen, salvo el momento, el cual viven sin límites ni condicionantes, ni siquiera la amistad que el segundo traiciona por la promesa de diversión que observa en el dinero que Bellabella ha substraído a Achille, y que el Ruggeretto se empeña en devolver a su dueño porque asume que se ha enamorado de Laura (Myléne Demongeot), la hermana de aquel. Este instante de ruptura entre los amigos provoca que la película se bifurque. Por un lado sigue la evolución de Scintillone, en su intención de disfrutar de una velada con Rosanna (Rosanna Schiaffino), en una noche de lujo que le permitiría la sensación de triunfo, la de ser alguien, sin embargo solo consigue la frustración y su posterior encarcelamiento. Por otra parte, observamos a Ruggero, buscando a su amigo para saldar deudas, no obstante, cuando se produce el rencuentro, el primero está siendo arrestado por la policía y el segundo es quien acaba disfrutando de la compañía de Rosanna (quien, buscando vivir, no encuentra inconveniente en cambiar a uno por otro) hasta la llegada del alba y el regreso a la barriada donde el golfo comprueba que todavía le queda un billete, que arruga y tira para confirmarnos su filosofía vital y el inicio de una nueva jornada, que sería similar a la retratada por Bolognini a lo largo de los minutos de su película.

sábado, 20 de enero de 2018

Corazón gigante (2015)


Las películas más exitosas del cine islandés reciente, las que le han dado mayor prestigio internacional, narran historias humanas —en realidad, por su origen, todas las historias lo son— y de apariencia tan sencilla y honesta como la filmada por Dagur Kári en Corazón gigante (Fúsi, 2015). En ella, empleando una sencillez que llama la atención, el cineasta expone el rechazo, la soledad, la necesidad de querer y de ser querido que se encuentran presentes en la cotidianidad del protagonista, un niño grande, diferente a los hombres de su edad, de inocencia proporcional al tamaño de su cuerpo, la misma inocencia y el mismo cuerpo que se convierten en el blanco de las burlas, de la violencia y del rechazo de sus compañeros de trabajo. Pero Fúsi (Gunnar Jónsson) no desespera y hace oídos sordos a las burlas mientras continúa viviendo en su aislamiento, fruto del rechazo que su físico y su psique le acarrean y de la incomunicación que predomina en un entorno social sumido en el egoísmo, jugando con sus maquetas y con sus recreaciones de batallas de la Segunda Guerra Mundial, a veces en compañía de Mördur (Sigurjón Kjartansson), su único amigo, otras en la soledad que siempre lo acompaña. Mientras, vive sus días iguales bajo techo materno, con su madre (Margret Helga Johannsdóttir) y Rolfe (Arnar Jónsson), el novio de esta, aunque, en realidad, su existencia se define por la soledad diaria en su trabajo, en el hogar o en sus salidas en automóvil, donde escucha el programa radiofónico del cual es asiduo.


Aunque infantil, Fúsi no es un niño, quizá sí un inadaptado como el protagonista de 
Noi, el albino (Nói albinói; Dagur Kári, 2003); es un adulto de cuarenta y tres años, marginado por una sociedad que parece juzgar a sus miembros por la imagen externa (sea el físico, el llamado éxito profesional u otros similares) sin profundizar en los aspectos ocultos a la vista, aquellos que dan forma a los individuos. Dicho prejuicio se confirma en el padre de la solitaria niña de ocho años a quien Fúsi ofrece su amistad, cuando aquel lo tilda de <<bicho raro>> y, avanzado el metraje, de <<pervertido>>, porque el gigante bonachón, tras la petición de Hera (Franziska Una Dagsdóttir), la lleva de paseo. Fúsi no comprende nada de esto, ni el por qué de su presencia en la comisaría, como tampoco comprende el valor que los demás conceden a la imagen, pues, a él, esta le es indiferente. Por ello es capaz de reconocer la soledad y las necesidades ajenas, como sucede con Sjöfn (Ilmur Kristjánsdóttir), la chica que conoce a la salida del curso de baile al que no asiste, quizá por vergüenza, quizá porque tema nuevos rechazos o simplemente porque no desea hacerlo. La aceptación de Sjöfn marca una novedad en la vida del protagonista. Ella le da esperanza y le impulsa a entablar una relación que no resulta como él espera, porque, inicialmente, para ella es <<una persona maravillosa, pero eso es todo>>. Fusi se ha enamorado, sin importarle que ella le haya mentido, pues trabaja de barrendera en lugar de hacerlo en la floristería que le había dicho. Y no le importa porque no juzga aspectos superfluos; él mira más allá, en el interior, y descubre a una persona solitaria y herida como él, un ser embargado por el dolor que el personaje interpretado por un espléndido Gunnar Jónsson intenta calmar con su presencia, con su paciencia, con sus cuidados y con la generosidad que demuestra cuando la sustituye en su trabajo (y él descubre la aceptación de sus nuevos compañeros, inmigrantes todos ellos) o cuando asume construir el sueño de Sjöfn consciente y decidido a encarar su inevitable y necesario renacer existencial.

  

viernes, 19 de enero de 2018

Gil Parrondo, decorador, decorador de cine y de teatro, y nada más

<<Yo quiero ser decorador, pero aquí, no sé por qué, en una reunión que hubo, a todos los decoradores les gustaba lo de director artístico. Yo no lo puedo entender. La palabra en castellano es decorador, y además suena muy bien, yo no quiero ser director de nada... que cosa más tonta. La palabra que me gusta es decorador, si alguien me pregunta lo que soy respondo que decorador, decorador de cine y de teatro, y nada más>>.

(Fragmento extraído de la entrevista a Gil Parrondo publicada en Directores artísticos del cine español)

Para la mayoría del público, los decorados y las localizaciones pasan desapercibidos o se encuentra en un plano secundario. Y eso es lo que pretende un buen decorador, aunque consciente de que los escenarios son fundamentales y deben ser los precisos para ofrecer el mejor fondo posible a las historias y a los personajes que por ellos deambulan. Son muchos los nombres que han hecho posible los espacios que se observan en la pantalla. En ocasiones, interiores levantados en los estudios o localizados después de constantes búsquedas hasta dar con el idóneo y, en otras, exteriores que se encuentran tras deambular de aquí para allá, visitando lugares que encajen con los escenarios ideados de antemano. Cedric Gibbons, Alexandre Trauner, Hermann Warm, William Cameron MenziesAlbert S. D'Agostino, John Box o Sigfrido Burmann son algunos de los nombres clásicos que forman parte de la historia de ese grupo de artistas capaces de ofrecer el fondo que hace posible las películas, al cual también pertenece por derecho propio Gil Parrondo. Natural de Luarca (Asturias) a Manuel Gil Parrondo la Guerra Civil lo sorprendió en Madrid, donde cursaba estudios de Bellas Artes en la Real Academia de San Fernando. En su tiempo libre, asistía al cine de forma asidua, encontrando en las películas la evasión entre el caos y la guerra. También fue el cine, el realizado en Hollywood, el que avivó su deseo de formar parte de la fábrica de sueños de celuloide. En 1939, concluida la contienda, dio el primer paso para vivir su sueño profesional, al entrar a trabajar en los Estudios de Aranjuez, como ayudante de dirección de Amalio Martínez Garí. <<Hice cuatro películas con él y allí conocí a Burmann, que estaba haciendo entonces Los cuatro Robinsones con MarotoLa Dolores con Florian Rey y La gitanilla con Fernando Delgado>> (Ibíd.). Burmann fue el primer maestro de Parrondo en una industria cinematográfica prácticamente inexistente. Sin embargo, varias productoras pretendían emular a los estudios hollywoodienses, entre ellas CIFESA, donde Sigfrido Burmann se convirtió en jefe de decoradores y el luarqués en su ayudante. Durante un periodo de doce años y cincuenta películas, entre ellas Los últimos de Filipinas (Antonio Román, 1945), El crimen de la calle de Bordadores (Edgar Neville, 1946), Barrio (Ladislao Vajda, 1947), Locura de amor (Juan de Orduña, 1948) o Agustina de Aragón (Juan de Orduña, 1951), el decorador asturiano colaboró y aprendió su oficio, para, posteriormente, dar un paso hacia adelante e iniciar su periplo al lado de Luis Pérez Espinosa, en una colaboración que concluyó en la década de 1960, con el fallecimiento de este. No sería descabellado afirmar que Parrondo vivió todos los momentos importantes del cine español de la posguerra a nuestros días, desde su debut en Los cuatro robinsones (Eduardo García Maroto, 1939) hasta la última película en la que participó, La piel fría (Xavier Gens, 2017), y que no llegó a ver estrenada.



Fueron siete décadas y media dedicadas a los decorados de cine y de teatro español, pero también habría que recordar su espléndida carrera internacional, trabajando en películas de Robert RossenOrson Welles, Stanley KramerRay HarryhausenNicholas Ray, David Lean, Anthony Mann, Franklin J. Schaffner, George CukorRichard Lester o John Milius. <<Sabía inglés, era muy bueno en su trabajo, conocía cada rincón utilizable para rodar una película y sabía simular cualquier escenario posible. En su despacho todavía hay carpetas con rótulos como "castillos", "balnearios" o "conventos", repletas de fotografías de tales edificaciones, y una colección de libros que desmenuza cada paisaje y arquitectura local provincia a provincia. España no tuvo secretos para él>> (Gil Parrondo, el legado de una leyenda de cine. El País, 2-10-2017). Pero, para que su periplo internacional fuera posible, hubo de suceder un hecho concreto, que Samuel Broston se trasladara a España con la intención de obtener beneficios y de crear un imperio cinematográfico tan esplendoroso como los estudios hollywoodienses. Durante este suspiro, desde El capitán Jones (John Paul Jones; John Farrow, 1959) hasta Pampa salvaje (Savage Pampa; Hugo Fregonese, 1966), Broston produjo superproducciones históricas rodadas tanto en interiores como en exteriores españoles. Y ahí estaba Gil Parrondo, descubriendo localizaciones o colaborando en los diseños de los escenarios de 55 días en Pekín (55 Days in Pekin; Nicholas Ray, 1963) o de La caída del imperio romano (The Fall of the Roman Empire; Anthony Mann, 1964). <<Yo he trabajado en todas las películas de Bronston, desde la primera, desde John Paul Jones, hasta la última, incluso en algunas que no se hicieron. Afortunadamente porque fue para mí una gran experiencia y guardo un recuerdo glorioso de Bronston>> (Directores artísticos del cine español). Su participación en estas películas no siempre fue acreditada en la pantalla, aunque le dio la proyección internacional necesaria para que otros realizadores contasen con su presencia. Ganador de cuatro premios Goya, todos ellos por filmes de José Luis Garcí (con quien colaboró en mayor número de ocasiones), Parrondo fue el primer profesional español en ganar un Oscar de la Academia Cinematográfica de Hollywood. A su premio por Patton (Franklin J. Schaffner, 1970) le siguió un segundo por sus decorados en Nicolás y Alejandra (Nicholas and Alexandra; Franklin J. Schaffner, 1971), incluso volvería a ser candidato a la estatuilla dorada al año siguiente por Viajes con mi tía (Travels with My AuntGeorge Cukor, 1972). Pero, aunque los premios alegran, lo importante para él fue que pudo dedicar su vida a los decorados y a las películas.





Premios y reconocimientos


Premio del Círculo de Escritores Cinematográficos a la mejor dirección artística por Jeromín
Premio del Círculo de Escritores Cinematográficos a la mejor dirección artística por El fantástico mundo del doctor Coppelius
Premio Nacional del Sindicato del Espectáculo a los mejores decorados por El fantástico mundo del doctor Coppelius
Oscar a la mejor dirección de arte por Patton
Oscar a la mejor dirección de arte por Nicolás y Alejandra
Nominado al Oscar a la mejor dirección de arte por Viajes con mi tía
Premio Nacional del Sindicato del Espectáculo a los mejores decorados por Don Quijote cabalga de nuevo
Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes en 1983
Goya al mejor dirección artística por Canción de Cuna
Premio Almería, Tierra de Cine en 1997
Nominado al Goya al mejor dirección artística por El abuelo
Medalla de Oro de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España en 1999
Goya a la mejor dirección artística por You're the One 
Nominado al Goya a la mejor dirección artística por Historia de un beso
Ganador del Goya a la mejor dirección artística por Tiovivo c.1950
Ganador del Goya a la mejor dirección artística por Ninette
Nominado al Goya a la mejor dirección artística por Luz de domingo
Nominado al Goya a la mejor dirección artística por Sangre de mayo
Medalla de Oro de la Provincia de Almería en 2009
Premio Ricardo Franco 2014 en el Festival Internacional de Cine de Málaga


Bibliografía

Belinchón, Gregorio. Gil Parrondo, el legado de una leyenda de cine. El País, 2-10-2017 Gorostiza, Jorge. Directores artísticos del cine español. Cátedra/Filmoteca Española, Madrid, 1997
Matellano, Víctor. Decorados, Gil Parrondo. T&B Editores/Ayuntamiento de Talamanca de Jarama, Madrid, 2008