miércoles, 20 de diciembre de 2017

El jeque blanco (1952)


Compartida la labor de dirección con Alberto Lattuada, la primera experiencia de 
Federico Fellini detrás de la cámara resultó un fracaso comercial que supuso deudas financieras para ambos, pero tal descalabro no desesperó a Fellini, quien, de inmediato, se puso a escribir un guion que iba a significar el debut de Michelangelo Antonioni en la dirección de largometrajes. Sin embargo, la idea original del film había partido del realizador de Gente del Po (1947), Antonioni se desentendió del proyecto y Fellini asumió la dirección del que acabaría siendo su primer largo en solitario. Al lado de sus guionistas habituales, Tulio Pinelli y Ennio Flaiano, y de otros indispensables de su cine, tales el compositor Nino Rota, el director de fotografía Otello Martinelli y la actriz Giulietta Masina, en un breve papel que años después cobraría el protagonismo absoluto de Las noches de Cabiria (Le notte di Cabiria, 1957), Fellini realizó El jeque blanco (Lo Sceicco bianco, Lattuada y Fellini, 1952), cuyo resultado comercial fue similar al de Luces de variedades (Luci del varietà, 1950), quizá, también debido a su mala distribución. Pero como película, El jeque blanco fue, sin duda, un soplo de aire fresco para la cinematografía italiana, una película que apuntaba hacia la comedia; hacia la fantasía fellinesca, desborda inventiva y humor del cineasta de Rimini, y la sátira heredera del neorrealismo que había dominado en el cine transalpino durante la posguerra.


Lejos de este imprescindible, digamos, movimiento cinematográfico,
Fellini dio rienda suelta a su comicidad y a su ironía para satirizar las exitosas fotonovelas de la época, publicaciones que, en sucesión de fotografías y diálogos en globos, narran historias románticas que azuzan la fantasía de la inocente Wanda Giardino (Brunella Bovo). Esta joven acaba de llegar a Roma con su marido Iván Cavelli (Leopoldo Trieste). Es su luna de miel, pero ella no piensa disfrutarla con su pareja, pues, en su mente, se ha fijado la idea de reunirse con su príncipe azul, aunque, en su caso, resulta ser el jeque blanco de fotonovela a quien presta rostro el seudo-actor Fernando Rivoli (Alberto Sordi), totalmente opuesto al personaje idealizado por la joven. La desaparición de Wanda, alias Bámbola Apasionada, así firmó sus tres cartas enviadas a Fernando, trastoca los planes de Iván, quien, perplejo ante la ausencia de su mujer y ante el inminente encuentro con sus tíos de Roma, no encuentra más alternativa que mentir a sus familiares. La mentira no forma parte de su carácter, pues, vista la expresión de su rostro, no sería habitual en él. Iván miente por vergüenza, para mantener el honor de la familia intacto, ya que ha descubierto el telegrama en el que Fernando invitaba a Bámbola Apasionada a vivir unas horas de ensueño en su compañía. Durante esas horas (un día y su correspondiente noche) de fantasía y de despertar a la realidad, El jeque blanco sigue las desventuras del matrimonio, provinciano e inocente, en el que cada componente vive su propia experiencia romana. De ese modo, la película avanza entre dos espacios y dos realidades, la de Wanda, al lado del equipo de la fotonovela, y la de Iván, patético y cómico en su desesperación y en su introducción a la mentira, pues, más allá de los embustes a sus tíos o durante su visita a la policía, quizá haya aprendido a mentir y quizá mienta cuando, de nuevo juntos y caminando hacia el Vaticano, le dice a su mujer que también él continúa siendo puro e inocente.

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